Justicia y política: el caso de Brasil
Lo ideal sería volver a los viejos tiempos, cuando los brasileños sabían de memoria la composición de su seleccionado de fútbol y no la del Supremo; pero ese día parece distante
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Recuerdo cuando, en los años 90, había ido de visita a la Argentina y en una columna política leí que en determinado caso “los jueces oficialistas votaron de cierta forma y los jueces opositores de otra”. La frase me sonó disparatada porque, en aquella época, el Supremo Tribunal Federal (STF) brasileño era visto como una institución republicana, perteneciente a todos y efectivamente guardia de la Constitución, y no un espacio decisorio pautado por sesgos partidarios o ideológicos. Pero eso fue en la prehistoria...
Hoy hay dos expresiones que caminan juntas en Brasil: la idea de “politización de la Justicia” y de “judicialización de la política”. Las decisiones políticas no dependen apenas del juego de fuerzas entre los poderes Ejecutivo y Legislativo –ya de por sí muy complejo en una democracia con mucha fragmentación partidaria–, sino de las decisiones de un tercer cuerpo –la Justicia–, que, siendo supremo, tiene el poder de “equivocarse por último” y que viene siendo cada vez más activo, con criterios no siempre claros.
Recordemos que, al comienzo del gobierno de Bolsonaro, Lula estaba preso y, en opinión de prácticamente la totalidad de los analistas, estaría fuera del juego político de ahí en adelante, hasta que en determinado momento, por una decisión de uno de los 11 jueces del Supremo -una de las “11 islas”, como se suele decir de los magistrados de ese Olimpo-, fue liberado y catapultado nuevamente al centro de la política de la noche a la mañana. Lo curioso del caso es que se trataba de la misma Corte constitucional que, pocos años antes, había convalidado su detención. ¿Habría cambiado la Constitución? No: habían cambiado los tiempos políticos. El famoso zeitgeist, que le dicen...
Un amigo argentino me preguntaba el otro día si Bolsonaro podría ser candidato en las elecciones presidenciales de 2026. La única respuesta posible es “depende”. ¿De qué? De la Justicia. Es una señal de los tiempos. Nací en Brasil, pero me crie en la Argentina desde los 10 meses hasta los 14 años. Cuando regresé a Brasil, en 1976, todos los brasileños sabían de memoria la composición de la selección brasileña de fútbol y nadie tenía la menor idea del nombre de los jueces del STF. Hoy, se ignora a la selección, después de tantos fracasos en las últimas copas, pero es imposible acompañar la política local sin tener en la punta de la lengua los nombres de los 11 cracks del equipo del Supremo: Moraes, Fux, Carmem Lucia, Fachin, Dino, Barroso, Toffoli, Nunes, Mendonça, Zanin y Gilmar Mendes. Es un equipo al cual todos le temen.
La Justicia tiene en manos el futuro de la política brasileña, en función de tres puntos:
● Bolsonaro (caso A). Jair Bolsonaro perdió sus derechos políticos por 8 años, por decisión del Tribunal Superior Electoral (TSE) de 2023, debido a un acto que había convocado en la campaña electoral de 2022 para denunciar la supuesta falta de confiabilidad de la urna electrónica. Eso lo inhabilita para las elecciones de 2026, pero no así para las de 2030, porque el período de prohibición caducará pocos días antes de las elecciones presidenciales que ocurrirán el primer domingo de octubre de 2030, con lo cual, mantenido el statu quo, nada impediría que fuese elegido presidente para asumir en enero de 2031.
● Bolsonaro (caso B). El expresidente tiene otros casos pendientes, que todavía dependen de juicio, el más importante de los cuales se refiere a su papel en los hechos nefastos del 8 de enero de 2023, cuando hubo un claro intento de golpe de Estado, aunque con ribetes grotescos dignos de una comedia de Steve Martin. Como esos hechos se refieren a eventos ocurridos después de 2022, si Bolsonaro es juzgado culpable, puede desde ir preso (caso extremo) hasta quedar sin sus derechos políticos por 8 años, pero empezando a contar más adelante en el tempo que en el caso A, con lo cual no solo estaría fuera de las elecciones de 2026, sino también de las de 2030, ante lo cual solo podría presentarse en 2034, cuando, de manera realista, a los 79 años, ya no sería considerado seriamente por el electorado. En resumen, Bolsonaro hoy no puede ser candidato para 2026 pero sí para 2030, aunque dependiendo de lo que decida la Justicia, puede ser candidato en 2026 (si hay un giro de 180 grados, como ocurrió con Lula hace unos años), en 2030 (como ocurriría hoy, conservado el statu quo) o recién en 2034 (si la Justicia lo juzga culpable por los hechos de enero de 2023).
● Pablo Marçal. Este personaje estrafalario era un desconocido de la política hasta hace pocos meses, cuando se declaró candidato a intendente de San Pablo y empezó a subir como un cohete en las encuestas, con técnicas de marketing que guardan cierta semejanza con las que llevaron a Javier Milei a hacerse conocido en sus orígenes en la Argentina. Fiel a su estilo “falem mal, mas falem de mim”, pasó a ser el centro de la atención en los debates, con propuestas chifladas, insultos y una forma muy sofisticada de propaganda a través de las redes sociales, ubicándose, según algunas encuestas, en pole position para la segunda vuelta. El problema es que, acostumbrado a todo tipo de transgresiones sin que le pasara nada, se pasó de revoluciones y el último día de campaña divulgó un documento falso que supuestamente comprobaría que el candidato izquierdista a la intendencia era drogadicto. Fue un disparate que podrá costarle muy caro, ya que la mayoría de los analistas coinciden que lo que hizo superó todos los límites aceptables y es suficiente para que después de las elecciones le quiten los derechos políticos por 8 años, con lo cual estaría fuera de juego hasta 2032. Lo notable del caso es que, en el mundo actual de las instant celebrities, este señor -en las palabras del gobernador de una de las principales provincias del país, “un completo irresponsable”-, del cual en la política brasileña prácticamente nadie había oído hablar antes de agosto, en las encuestas para las elecciones presidenciales de 2026 ya aparece -créase o no- como el principal rival de Lula, llegando a 18% y superándolo si se le suman los electores de quien aparece tercero e ideológicamente en las antípodas del actual presidente.
En 2018, la Justicia dejó fuera de la cancha al principal jugador -Lula- en las elecciones que ganó Bolsonaro, victoria que la izquierda siempre acusó de haber sido obtenida gracias a un “gol de mano” con la intervención de la Justicia. Es obvio que si esta ahora deja fuera de juego a las dos principales figuras de la extrema derecha -Bolsonaro y Marçal-, esta usará el mismo argumento que el Partido de los Trabajadores (PT) usó hace 6 años para acusar de falta de legitimidad a aquel proceso electoral. Con lo cual, hace años que Brasil vive una situación delicada, en la cual la mitad del país está convencida de que el juez -la Corte Suprema- favorece al rival, con la diferencia de que antes era una mitad del país y ahora es la otra. Para adicionar más complejidad al proceso, el actual presidente de la Corte, el ministro Luis Roberto Barroso, acaba de declarar que espera que su legado de dos años en la presidencia del organismo sea nada más ni nada menos que la “recivilización de Brasil”, declaración que obviamente no fue muy bien recibida por la franja bolsonarista del electorado.
Lo ideal sería volver a los viejos tiempos, cuando los brasileños sabían de memoria la composición de la selección y no la del Supremo, pero ese día parece distante. Y no solo porque en materia de fútbol el equipo canarinho pasea por las canchas sin pena ni gloria, sino también porque en la práctica la Justicia sigue ocupando toda la cancha en el campeonato de la política, lo cual hace difícil que el público se olvide de ella.
Esa situación solo cambiará el día en que la “derecha que sabe usar cuchillo y tenedor”, en lugar del extremismo salvaje que se apoderó del escenario en 2019, gane las elecciones, en 2026 o 2030. Es que, en tales circunstancias, la acusación de que la Justicia está hermanada con el PT, que la extrema derecha esgrime hoy, ya no tendría ningún sentido. A no ser que, en ese caso, ella acuse a esa centroderecha de haberse plegado al comunismo. Para entonces, sin embargo, ya no estaríamos ante un desafío político y sí ante un desafío psiquiátrico.
El autor es Investigador de la Fundación Getúlio Vargas