Justicia por mano propia, ¿es justicia?
El manuscrito de Billy Budd, marinero fue hallado entre los papeles de Melville en 1888 y publicado póstumamente en noviembre de 1924. Los críticos la consideran su testamento espiritual, pero ha dado lugar a lecturas irreconciliables. Como toda gran literatura, sugiere sin prefijar, inspira sin vincular y apela a la experiencia personal del lector. Al igual que el resto de sus novelas marineras, Billy Budd transcurre en altamar y ofrece la imagen del barco como alegoría del cuerpo político. El océano a su alrededor es naturaleza, que dicta leyes universales e inapelables a la travesía. El barco es el artificio del ingenio humano, que provee el estatuto de su organización. Sus leyes, limitadas en tiempo y espacio, son falibles. Mediante la “indirección” de la literatura, Melville interpela al lector con su perturbadora incorrección política. En mar abierto, el conflicto insoluble no acontece entre el Bien y el Mal, sino entre esa contienda y la limitaciones de la ley humana para gestionarla. Lo que la literatura presenta con la plasticidad de la metáfora la historia lo hace con la incomodidad de la justicia por mano propia.
La trama transcurre en 1797. Gran Bretaña necesita hombres para su guerra naval contra la Francia revolucionaria. Billy debe abandonar el buque mercante The Rights of Man (el nombre del panfleto de Thomas Paine de 1791) y prestar servicios en el Bellipotent (“poderoso en la guerra”). Melville despliega el enfrentamiento entre Billy Budd y John Claggart. Personifican la bondad y la maldad allende la institucionalidad, imposibles de ser corporizadas en leyes y no previstas por el derecho. En el momento en que el capitán Vere debe arbitrar entre ellas y hacer justicia, debe castigar a la criatura inocente. Allí comienza la tragedia infranqueable, pues “aunque el océano […], la naturaleza prístina inviolada, sea el elemento en que nos movemos y vivimos como marineros […], nuestro deber [es] como oficiales del rey […] y cuando recibimos nuestras órdenes […] dejamos de ser agentes naturales libres”. Y remata: “Por despiadada que sea la ley, tenemos que atenernos a ella y aplicarla”.
Billy es “el marinero apuesto”. Su belleza excepcional es física y moral. El capitán es “el Rutilante Vere”, justiciero y fiel observante de la ley. Sus firmes convicciones son un “dique de contención” del torrente de ideas revolucionarias (los derechos del hombre) que amenazaban “la paz del mundo y el bienestar de la humanidad”. John Claggart es solo “el maestro de armas”. Su maldad carece de adjetivación. Su perversidad es natural, no participa en absoluto de “lo sórdido ni de lo sensual”; no es producto de malas costumbres, lecturas peligrosas o compañías indeseables. Esa maldad no se permite vicios menores; es citadina, calculada e inteligente. Se trata de una inteligencia helada “como los ojos alienados de ciertas criaturas del abismo, aún no catalogadas”.
Billy es irreprochable en todo sentido, afable, pacífico y laborioso. Lleva sosiego donde reina la discordia, “como un cura católico trayendo la paz a una pelea entre irlandeses”. Desconoce a su padre y a su madre, pero es “de estirpe noble”. Es “el bárbaro honorable”, que no conoce el vicio ni la virtud. Su bondad es natural, más allá de la virtud y previa a todas las leyes. No sabe de duplicidades, ironías ni doble sentido. Si su inocencia natural es ofendida, balbucea. Su tartamudeo es “orgánico”. Es iletrado, pero “canta como un ruiseñor”; compasivo, como el buen salvaje roussoniano; su timidez es como la de “un perro San Bernardo”. Su sabiduría es la de un niño y su sentido de justicia es inmediato, implacable y natural.
Billy despierta en Claggart una envidia malsana. Su alegría rebosante y la simpleza de corazón lo hacen incapaz de desear el mal a los demás. Claggart jamás tendrá eso. Por eso, levanta falso testimonio en su contra acusándolo de tramar un motín a bordo de Bellipotent. Billy es incapaz de reaccionar ante semejante ofensa, gratuita e inesperada. Tartamudea. No puede procesar la situación ni gestionar su indignación. Reacciona violentamente con celeridad y eficacia; pasa por alto todos los largos procedimientos de la justicia y los caminos institucionales. Con un solo golpe, Claggart se desploma y muere.
Melville produce una completa reversión de los roles y de la historia. Cuestiona, en clave poética, si acaso existen actos justos, pero ilegales. El justo e inocente es el que mata y, en consecuencia, debe ser ajusticiado. La perversidad retorcida de Claggart nunca sale a la luz pública, como se aprecia en el reporte naval oficial del capítulo XXIX, que contradice toda la narración e invierte la verdadera historia. Vere sabe que Billy es incapaz de una conspiración, pero desatiende las evidencias de su foro interno y proclama: “[Claggart fue] herido de muerte por un ángel de Dios. Y sin embargo, ¡el ángel debe ser colgado!”. El orden debe prevalecer a bordo. Las últimas palabras de Billy son replicadas a coro por toda la tripulación: “¡Dios bendiga al capitán Vere!”.
Las líneas finales de Chaqueta blanca, obra de 1850, vuelven a la imagen de la navegación como metáfora del tránsito de la misma vida y a la del barco como hogar habitable y compartido. Las ambivalencias y reversiones de su “testamento espiritual” se esfuman y dan paso a la resignación ante la injusticia, matizada por la esperanza en el futuro y la exigencia indeclinable de perpetuar la convivencia a bordo.
“Oh, compañeros de barco y compañeros de mundo, todos juntos! Nosotros, el pueblo sufrimos muchos abusos. […] pase lo que pase, nunca apuntemos nuestras armas asesinas a bordo. […] aunque […] queden nuestras ofensas sin reparar, ¡compañeros de barco y compañeros de mundo! Nunca olvidemos: quienquiera que nos ofenda, no importa lo que nos aqueje, ¡la vida es un viaje de regreso a casa!”.ß
Doctora en Ciencias Políticas, licenciada en Filosofía