Julio Argentino Roca: un organizador de la Nación
Hace un siglo el líder del Partido Autonomista Nacional finalizaba su segundo período presidencial y entregaba a su sucesor un país en sostenido desarrollo que llevaría durante varias décadas su sello de prosperidad
Hace un siglo, al dejar inauguradas las sesiones del Congreso Nacional, a escasos meses de concluir su mandato, el presidente de la Nación, Julio Argentino Roca, formuló este breve pero halagüeño balance: "No hay una sola región del país, por apartada que esté, en la cual no se haya inaugurado, o no esté en vías de construcción, una escuela primaria o superior, o de enseñanza agrícola, un ferrocarril, un camino, un puente, un puerto, una línea telegráfica, un hospital, un cuartel. Observaréis que en todas las ciudades importantes, hay costosas obras sanitarias; y que hemos balizado y alumbrado nuestras costas marítimas y nuestros grandes ríos, a fin de que se pueda navegar por ellos como se transita por un bulevar iluminado.
"Os daréis cuenta exacta al comunicaros las impresiones respectivas que traeréis de todos los rumbos de la República, de la intensidad de la vida, del activo movimiento y de las nuevas energías altamente satisfactorias que se despiertan por todas partes."
Sus palabras reflejaban la imagen de un país pujante que, más allá de los conflictos políticos, sociales y aun económicos, abrigaba fundadas esperanzas en un promisorio porvenir. Roca había cerrado a través de un abrazo con el presidente de Chile, Federico Errázuriz, y mediante una coherente acción diplomática, la posibilidad de una triste guerra entre dos naciones hermanas; había acentuado las buenas relaciones con Perú y resuelto los problemas pendientes con Brasil. También había enunciado, en la voz de su canciller Luis María Drago, el principio del cobro no compulsivo de la deuda pública, a raíz de la belicosa actitud de tres naciones europeas que se basaban en la demora de Venezuela para pagarlas. Por otro lado, el Presidente había abierto, en forma visionaria, las relaciones diplomáticas con la nueva potencia de Oriente, Japón, y velado por la creciente profesionalización del servicio exterior de la República.
En aquella segunda presidencia que concluía (1898-1904), había promovido la explotación de vastas regiones desiertas de los territorios nacionales, los estudios de tierras y aguas para explotarlas y colonizarlas, la investigación de cultivos adaptables a cada zona, el examen zootécnico de los ganados, la realización de perforaciones en Comodoro Rivadavia, que dieron por resultado el descubrimiento de petróleo; el desarrollo de la industria pesquera mediante la importación de especies de Estados Unidos; la instalación de observatorios meteorológicos, entre ellos el más austral del mundo en las Orcadas del Sur, con lo que se tomó posesión de la Antártida Argentina, etcétera. Su clara concepción sobre la necesidad de favorecer la educación en distintos planos se tradujo en la construcción de edificios equipados con todos los adelantos de su tiempo.
En 1901, con motivo de su intento de unificación de la deuda externa de la Nación, distribuida en más de treinta empréstitos, puso en evidencia una vez más su realismo político y flexibilidad. Si bien había avanzado en esa idea a través de gestiones que encomendó realizar en Europa a Carlos Pellegrini, al hallar una cerrada oposición en el Parlamento, la prensa y la opinión pública, tuvo la sensatez de dar marcha atrás con el proyecto. Ello le ganó la enemistad implacable de su antiguo amigo y partidario, quien se sintió traicionado. En medio de aquellos días turbulentos, no había vacilado en visitar a su antiguo comandante en jefe en el Paraguay y adversario político durante muchos años, el general Bartolomé Mitre, para pedirle opinión. Este le respondió con pocas pero categóricas palabras que implicaban un claro consejo: "Cuando todo el mundo se equivoca, todo el mundo tiene razón".
Acostumbrado a mandar, como antiguo soldado, como jefe de partido y gobernante, sabía reconocer sus errores y aun disculparse ante sus colaboradores inmediatos cuando un gesto destemplado los ponía en el deber moral de renunciar.
Roca, al igual que la mayoría de sus predecesores, no vacilaba en promover en su despacho conversaciones sobre temas históricos y literarios. La base de su educación estaba en el Colegio del Uruguay, fundado por la munificencia de Urquiza, donde aquel adolescente tucumano, hijo de guerrero de la independencia, venido al mundo el 17 de julio de 1843, había adquirido los rudimentos de la profesión militar, pero también la pasión por la lectura. Acrecentó su devoción por los libros en medio de los combates del Paraguay. Francisco Seeber escribió en carta a un amigo íntimo que algunas de las obras que aliviaban el tedio de la vida de campamento "proceden de los que tiene el capitán Roca, quien por su afición a la lectura dicen que descuida un poco la instrucción de su compañía". Ni sus nuevas obligaciones como jefe del batallón Salta, ni sus comandos posteriores, entre los que se destaca el de la Frontera Oeste, ni su rápida y triunfal campaña contra el general Arredondo, que culminó en la batalla de Santa Rosa, donde recibió a los 31 años los despachos de general sobre el campo de batalla (1874), le hicieron perder ese hábito apasionado. Tampoco las responsabilidades del Ministerio de Guerra, después de la muerte de Adolfo Alsina.
Este había llevado una decidida acción para concluir con los malones indios, garantizar el desarrollo económico de la provincia de Buenos Aires mediante la seguridad de la campaña, y avanzar hacia la Patagonia para ejecutar una serie de decisiones legislativas tendientes a favorecer la radicación de pobladores y manifestar la presencia argentina en zonas sobre las que ponían los ojos desde Chile. Lo sorprendió la muerte, pero su joven sucesor, que sintonizaba con las ideas de la época acerca de la necesidad de recuperar inmensas regiones desiertas, emprendió una rápida campaña que permitió enarbolar por primera vez la bandera celeste y blanca en las márgenes del río Negro, el 25 de mayo de 1879. Sin embargo, su visión de estratega y político le indicaba que, para alcanzar pleno dominio de los espacios australes y consolidar la presencia argentina en el mundo, era necesario asegurar la navegación en aguas oceánicas: "Las naciones no buscan el mar -expresaba- sino cuando han asegurado la dominación del suelo; cuando, zanjadas las dificultades de su organización interna, se sienten estimuladas a ensanchar la esfera de su actividad".
"Paz y administración"
Poco más de un año después, acallados los fragores del alzamiento militar de la provincia de Buenos Aires, que fue vencido por las fuerzas nacionales en junio de 1880, Roca asumió la presidencia de la República, luego de preparar el terreno para obtener los votos que necesitaba con sagacidad, tiempo y vínculos establecidos en casi todo el país. El lema "Paz y administración", expresado en su primer discurso ante el Congreso, exteriorizó la voluntad de construir en un clima de orden y concordia. No obstante el ostensible desarrollo material alcanzado por el país durante esos seis años, varios de sus actos de gobierno provocaron divergencias profundas y generaron enfrentamientos tan traumáticos como el que mantuvo con la Iglesia, hasta provocar una ruptura de relaciones que duró dieciséis años. No faltaron los problemas sociales ni los conflictos internacionales, aunque su tenacidad permitió firmar el tratado argentino-chileno de 1881. Tampoco estuvieron ausentes la violencia política y la injerencia oficial en el momento de elegir a su sucesor, candidato y concuñado Miguel Juárez Celman.
En el postrer mensaje de su primera presidencia, que leyó con la frente vendada tras haber sido herido por Ignacio Monjes, le expresó al nuevo primer mandatario: "Os entrego el poder con la República más rica, más fuerte, más vasta y con más crédito y amor a la estabilidad, con más serenos y halagüeños horizontes que cuando la recibí yo". Era cierto.
Pero quiso ser el poder detrás del trono y Juárez no se lo permitió. Pasó a una especie de ostracismo del que lo sacó el marasmo político y económico que provocó la revolución del 26 de julio de 1890, luego de la cual asumió la presidencia el vicepresidente Carlos Pellegrini. Juntos, a veces muy próximos, otras más o menos distanciados, fueron los árbitros de la política argentina. Nada pudieron las revoluciones radicales, ni la prédica de la prensa antagónica, ni los acuerdos entre los hombres de la oposición. El Partido Autonomista Nacional estaba en todas partes, y fue esa imbatible estructura la que lo colocó por segunda vez en el poder en 1898.
Como se ha dicho al comenzar, los seis años que concluyeron hace un siglo con la entrega de la banda y el bastón presidencial a Manuel Quintana signaron, en múltiples aspectos, un sostenido desarrollo que trazó las bases de la nación próspera y pujante del Centenario, además de marcar el rumbo del país durante varias décadas.
Sin embargo, al dejar el mando no contaba ya con su partido. Su influencia se había desgranado lentamente y el golpe final lo había dado la ruptura con Pellegrini. Se marchó a Europa y, al volver en 1907, tuvo la convicción plena de que su momento había pasado. En 1910 volvió a marcharse al Viejo Mundo. Faltaba muy poco para la gran fiesta dedicada a celebrar el primer siglo de la Revolución de Mayo y temía ser objeto de desaires por parte del presidente Figueroa Alcorta, con quien no simpatizaba. Cuando regresó, vio transcurrir etapas prolongadas en su establecimiento de La Larga. Ahí, fuerte y voluntarioso, se entregó a las tareas rurales y dedicó largo tiempo a la lectura. Hasta su repentina muerte, ocurrida en Buenos Aires el 19 de octubre de 1914. Al día siguiente fue sepultado en medio de grandes honras, muy justas para quien había sido uno de los organizadores de la Nación.
El autor es presidente de la Academia Nacional de la Historia.