Juicio político a la Corte, una iniciativa caprichosa y boba
Es una cuestión que representa una expresión extrema de un momento también extremo: una etapa de aciago delirio en la trágica comedia en que se ha convertido la historia argentina
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Quisiera presentar algunas reflexiones constitucionales a partir de la iniciativa de juicio político a la Corte Suprema, impulsada por el Poder Ejecutivo, porque la iniciativa en cuestión representa una expresión extrema, de un momento político también extremo: una etapa de aciago delirio en la trágica comedia en que se ha convertido la historia argentina. Me preocupa menos el juicio político en sí –una iniciativa caprichosa y boba, que tiene poco sentido tomarse en serio– que lo que la decisión de activar el juicio expresa, en este momento. El impulso dado al juicio nos refiere a una administración desorbitada, repudiada aun por sus integrantes, que se anima a tomar una medida extemporánea y carente por completo de consenso social (hay consenso en torno al mal funcionamiento de la Justicia en todas las instancias, pero en absoluto a favor de la remoción de los miembros de la Corte), para la que (lo sabe) no va a encontrar respaldo institucional, y con el solo fin de ofender, embarrar y deslegitimar al máximo tribunal de la Nación. Ello, mientras ese mismo gobierno se muestra impávido e inmovilizado frente a una crisis (económica, social, política) difícilmente equiparable en la historia nacional. El edificio social se cae a pedazos, y el Gobierno usa las poquísimas energías políticas de las que dispone para agredir a aquellos (casi todos) a los que identifica como sus adversarios.
Pero no interesa aquí examinar la iniciativa del juicio político en sí (una iniciativa, otra más, llamada a perderse en la alcantarilla de los trabajos sucios del Gobierno), sino lo que dicha iniciativa torna evidente: el alarmante estado en que se encuentra nuestra democracia constitucional, que hace posible que un gobierno pueda adoptar iniciativas disparatadas; mientras la ciudadanía no puede sino mirar azorada, ya que no cuenta con ningún instrumento institucional apropiado para llamarle la atención al Gobierno, o reprocharle por lo que hace o no hace. Nada. Como ciudadanos, la herramienta institucional que nos ha quedado, para ejercer nuestra autoridad democrática entre elección y elección, es ninguna. Lo que se ha ido imponiendo en los últimos tiempos (como construcción política más que como legado de la historia) es la más pobre versión de la democracia constitucional que hemos visto: la democracia (kirchnerista) como sinónimo de “elecciones, y si no le gusta, arme un partido político y gáneme en la próxima”. Mientras tanto, todos los incentivos institucionales que ofrece nuestro aparato constitucional aparecen orientados en la dirección equivocada; y nosotros –ciudadanos del común– no podemos hacer nada, salvo esperar la próxima elección, y luego prenderle alguna vela a algún santo, para rogar que los elegidos cumplan con las promesas que nos han hecho.
Hoy, todos los incentivos institucionales que ofrece el sistema de checks and balances trabajan en contra de los objetivos comunes (progreso económico, justicia distributiva, paz social, etcétera). Los mecanismos institucionales hoy vigentes alientan el conflicto antes que la cooperación (cuanto más concentrado está el poder, más importa obtener o retener los cargos ejecutivos, destruyendo a –antes que cooperando con– el adversario); favorecen y auspician el trabajo de los lobistas antes que la movilización social (cualquier lobista tiene más chances de avanzar una demanda propia golpeando la puerta del despacho presidencial que cientos de miles de lograr lo mismo, movilizándose por las calles durante días); y promueven la corrupción político-empresarial antes que la transparencia en la gestión (los beneficios que pueden obtener políticos y empresarios pactando entre sí son extraordinarios, sobre todo cuando los principales mecanismos de control al poder han sido desmantelados. Solo como apostilla que nos habla del disvalor de nuestra dirigencia política, recuérdese que llevamos 15 años sin designar al defensor del Pueblo).
Dificultades como las señaladas nos muestran de qué modo nuestro sistema constitucional agudizó, con el paso del tiempo, problemas que eran propios del sistema de checks and balances, desde su nacimiento. Es cierto que, en su momento fundacional, el modelo constitucional que hoy tenemos fue el resultado de una diversidad de buenos propósitos (aunque no solo esto). En un contexto marcado por luchas sangrientas entre facciones con intereses opuestos, la idea fue la de diseñar un aparato constitucional capacitado, a la vez, para integrar institucionalmente a todas esas facciones (la idea era que todos –”grandes propietarios” y “pequeños propietarios”; “mayoría” y “minoría”– ocuparan posiciones de gobierno); otorgarles a tales facciones un poder institucional equivalente, y obligarlas a negociar y acordar entre ellas, antes de convertir sus demandas en un decreto o en una ley. La idea era, en términos de Alexander Hamilton, usar la Constitución para favorecer la paz social, evitando las “mutuas opresiones”. Con la misma lógica a la que apeló en su momento Adam Smith para pensar sobre la economía, James Madison pensó el constitucionalismo asumiendo que los funcionarios “egoístas” terminarían trabajando para el bien común (impidiendo los excesos de la rama de gobierno contraria) si se dotaba a cada sección del gobierno de los medios e incentivos institucionales apropiados (veto presidencial, juicio político, etcétera).
Lamentablemente, y ya desde su origen, el sistema constitucional de los “frenos y contrapesos” apareció sujeto a problemas graves. Algunos de esos problemas fueron detectados en el propio tiempo de su creación y otros se tornaron evidentes mucho después. Entre los primeros se encontraba el problema de que las distintas ramas de gobierno no “negociaran” entre ellas, sino que ingresaran en una dinámica de “guerra” o de “bloqueo mutuo”, como admitió el propio Madison pocos años después de haber ideado el sistema de checks and balances. El “juego” proyectado, de este modo, podía derivar en uno que ni favorecía la paz social, y mucho menos la cooperación entre facciones diferentes: “guerra” o “bloqueo mutuo” constituían las dinámicas previsibles.
De los problemas menos previsibles, el más importante fue el derivado de la “explosión del multiculturalismo”. Cuando las sociedades modernas dejaron de entenderse a sí mismas como lo hacían en el siglo XVII o XVIII –sociedades divididas en unas pocas facciones, internamente homogéneas (artesanos, comerciantes, grandes propietarios, etcétera)– y pasaron a reconocerse como las reconocemos hoy: sociedades fragmentadas en millares de grupos heterogéneos, todo cambió, y sin vuelta atrás. Hoy, el sueño institucional propio de un momento –el de lograr la representación plena de la sociedad, integrando a “todos” los grupos al sistema constitucional– se esfumó para siempre. En la actualidad resulta simplemente irrealizable la aspiración de incorporar a la estructura de gobierno (no a 4, 5, 10 grupos sociales, sino) a millares de grupos de composición heterogénea. El resultado esperable es alarmante: los representantes políticos, una vez electos, previsiblemente representarán a muy pocos (y trabajarán –de modo previsible también– más en favor de los intereses del aparato partidario que en nombre de intereses generales); mientras que la ciudadanía (desprovista de herramientas de control formal sobre el poder) carecerá de toda capacidad institucional formal para exigir políticas particulares o (re)orientar el rumbo de gobierno. Nada por hacer, salvo esperar la próxima elección y rezar.
Llegados a este punto, podemos volver a la cuestión inicial sobre el juicio político y entender mejor la naturaleza y gravedad de las dificultades que enfrentamos. Que un gobierno pueda, en un momento de crisis extrema de cualquier tipo, quedarse indiferente e inmóvil frente a la debacle, y optar por utilizar sus escasas fuerzas para agredir a quienes identifica como adversarios (empujado por los caprichos reales de cualquiera) no es solo muestra de una dirigencia que ha perdido el rumbo. Se trata, sobre todo, de un accionar patológico que el sistema constitucional hace posible y alienta. Y eso es lo preocupante: no bastará con lo urgente –cambiar de elenco gobernante– en la próxima elección, porque el problema que enfrentamos no nace a partir de personas (cada vez peores, digamos), sino a partir de instituciones que nos resultan cada vez más ajenas.