Jugando a la política hasta que la economía se recupere
Fe ciega en que la estrategia económica generará dividendos de forma tan clara como inminente, en que nadie hizo nunca tanto en tan poco tiempo y en que, más temprano que tarde, los frutos serán contundentes. Eso demuestran el presidente Javier Milei; su ministro de Economía, Luis “Toto” Caputo, y sus principales voceros, como José Luis Espert, además de no pocos colegas suyos que, en público y en privado, evidencian una mezcla de sorpresa y admiración.
Esta confianza férrea se fundamenta en el respaldo teórico que brinda una buena parte de la literatura económica contemporánea y, sobre todo, en las creencias y supuestos que predominan en el mundo de las finanzas (entre ambos hay fuertes vías de retroalimentación). Así se cimienta la visión de los protagonistas de un gobierno que se ve a sí mismo como responsable de una gesta transformacional sin precedente: volver a poner al país en la dirección correcta y corregir para siempre los problemas estructurales que nadie se había animado a enfrentar. Ante semejante dosis de autoestima, no existe dato o elemento de la realidad que haga mella o genere dudas significativas.
“Daños colaterales”, definió un integrante del equipo económico. Inevitables costos de corto plazo que afectan a un sector determinado, pero indispensables de asumir para beneficio del conjunto de la sociedad en un horizonte de mediano y largo plazo. “Es parte de la épica que los define y los impulsa a fugar hacia adelante”, reflexiona desde su escritorio en un suburbio de Nueva York un viejo lobo de Wall Street que convivió hace un par de décadas con Caputo y su nueva mano derecha, José Luis Daza (ratificado en su cargo a pesar de versiones que sugerían lo contrario).
¿Hasta qué punto esta hipótesis que sostiene el Gobierno será refrendada por la realidad? ¿Podrá con sus construcciones políticas endebles seguir contrarrestando su escaso peso relativo en el Congreso para evitar que la fragmentada oposición frene algunas de las iniciativas más polémicas, como ocurrió el miércoles pasado con el veto a la nueva fórmula jubilatoria? ¿Cuál será el costo político (en especial en la imagen presidencial) y electoral que implicará el impresionante esfuerzo que hace la sociedad argentina como resultado de la corrección fiscal que implementó el Gobierno?
Ya se advierte cierto desgaste en la opinión pública que, de confirmarse los guarismos de agosto en las próximas mediciones, implicaría un cambio de clima significativo en relación con los primeros nueve meses de gestión. El último estudio sobre humor social que realizan conjuntamente D’Alessio-IROL/Berensztein muestra un preocupante descenso en el optimismo respecto del rumbo de la economía. Más aún, la imagen positiva del Presidente (que nunca superó por mucho tiempo el umbral del 50%) continúa su tendencia declinante, aunque sigue mucho mejor que la de sus predecesores (naturalmente Alberto Fernández, pero también Mauricio Macri y CFK) y la de su último contrincante (Sergio Massa). Milei continúa contando con casi todo el apoyo de la masa de ciudadanos que lo acompañó en la primera vuelta en las elecciones del año pasado (30%) y de un segmento importante de quienes se volcaron por Patricia Bullrich, aunque entre muchos de ellos produce rechazo su estilo agresivo (a menudo, con deslices groseros y grotescos).
“La única manera que tengo de seguir apoyando a este gobierno es mirando los resultados macro y evitando escuchar al Presidente”, afirmaba un empresario que explicaba su renuencia a concurrir a la presentación de Milei en Mendoza hace una semana, en ocasión del evento del IAEF. Eso ocurrió luego de que Cristina Fernández de Kirchner hiciera públicas sus críticas a la estrategia desplegada por el Gobierno. En efecto, cuando se especula sobre quién y cuándo podría capitalizar el deterioro del oficialismo, aparece presurosa CFK para sostener su papel de principal opositora y obturar el (¿re?) surgimiento de un competidor con mejores credenciales en términos de construcción electoral y capacidad para atraer a los ciudadanos decepcionados del actual estado de cosas.
Se confirman dos cosas: Cristina sigue negándose a cualquier tipo de autocrítica, aunque sea en dosis homeopáticas, y no logró mejorar su capacidad de síntesis. Quedan, en simultáneo, tres interrogantes. ¿Quiere hacerse cargo del denostado aparato del PJ? Mucho se habla de su supuesto interés en conducir una eventual renovación o reinvención del partido con el que históricamente tuvo una relación de amor-odio y con el que estableció, para bien o para mal, una relación simbiótica. ¿Es cierto que esa pretensión fue perdiendo peso a raíz de los contratiempos de Martín Lousteau como titular de la UCR? Y, la última: ¿cuándo presentará su libro Sergio Massa? En un sector del peronismo, incluidos los sindicatos, se especula con que rompería su dilatado silencio para brindar alguna señal respecto de sus planes a futuro. Otros dirigentes son menos optimistas. “¿Para qué volvería ahora? Mientras se mantenga este clima social, la única estrategia lógica consiste en esperar”, afirmó un experimentado exembajador de Cristina y Alberto.
El tiempo se convirtió en la variable clave tanto para el oficialismo como para el resto del espectro político. El Gobierno cree que juega a su favor: cada día que pasa estaría más cerca de que la economía reaccione y cuando eso ocurra todo será mucho más fácil. Imagina un círculo virtuoso: crecimiento sostenido (entre el 3 y 4% en 2025, más vigoroso de 5 o 6% al año luego) para profundizar reformas, seguir bajando impuestos y meterse con temas que hasta ahora prefirió, pragmático, postergar, como los subsidios a Tierra del Fuego.
A diferencia de otros episodios del pasado que se frustraban por la falta de dólares, en esta oportunidad la diversificación de las exportaciones (energía, minería, economía del conocimiento, pesca y turismo, sumado al complejo agroindustrial) permitiría superar los cuellos de botella de las crisis del balance de pagos (la consabida “restricción externa”). Muchos operadores financieros escuchan esta narrativa, calculan las ganancias que podrían obtener apostando a los bonos soberanos, que cotizan a precios más que accesibles, y se les hace agua la boca. Uno de ellos insiste en que el costo de financiamiento para las empresas argentinas converge con sus pares de la región. “El riesgo país está alto por la inercia de desconfianza, pero el año próximo podría desplomarse si el Gobierno consolidara su poder en las elecciones de mitad de mandato”.
Algunos suponen que, por el contrario, el tiempo solo demostrará que la estrategia del Gobierno está destinada al fracaso. Los más críticos apuntan a la falta de dólares, pero también al atraso cambiario. Otros argumentan que la recuperación será mucho más lenta de lo que el oficialismo supone, puesto que hasta ahora el 70% del crecimiento está ligado al consumo y no hay una perspectiva clara de que vaya a recuperarse rápidamente, con ingresos que a lo sumo lo harán de forma segmentada (relacionada con los sectores más dinámicos, intensos en capital). Más: un número indeterminado pero no menor de pequeñas y medianas empresas ligadas al modelo populista-proteccionista no podrá sobrevivir, con el costo que eso trae asociado. Una economía más abierta y dinámica creará nuevas oportunidades, pero las consecuencias de esta transición no serán inocuas en términos electorales.
Ambas visiones coinciden, así, en que las urnas terminarán decidiendo el destino final de esta inusual experiencia.