Juan Rulfo y las voces de la memoria
Una nueva edición de la Obra reunida del autor mexicano recupera una prosa compleja y eficaz, que en su tiempo desorientó a la crítica
Al mexicano Juan Rulfo le bastaron menos de trescientas páginas repartidas en dos libros (los cuentos de El llano en llamas y la novela Pedro Páramo) para convertirse en una figura clásica, imperecedera de la literatura latinoamericana y universal. Una nueva edición de su Obra reunida (Eterna Cadencia) agrega El gallo de oro, una breve novela escrita entre 1953 y 1958, pero publicada recién en 1980, con numerosas erratas. Recién en 2010 se publicó una versión depurada.
La vida de Rulfo es una matriz nítida de sus reticencias personales y de la violencia a la vez escueta y explosiva de sus textos. "Por lo sombrío que soy, creo que nací a la medianoche", declaró alguna vez. "En la familia Pérez Rulfo (...) nunca hubo mucha paz; todos morían temprano, a la edad de 33 años." Uno de esos muertos fue el padre, algunos dicen que asesinado por un peón descontrolado, otros que como producto de la "guerra de los cristeros", y otros que por "una nimiedad". La madre de Juan le siguió pronto. A los doce años ya era huérfano, y se crió en un reformatorio, con la consiguiente escasez de alimento, tanto físico como espiritual.
Caminar, recorrer, era la actividad que lo sacaba del aislamiento y la quietud. Buscaba tal vez justamente los sitios que combinaban con su mundo interior: "Cuando vengas algún día a este lugar", le escribe a Clara, la novia que sería su mujer, "te enseñaré una placita que descubrí en mis andulencias. Tiene una iglesia y muchos árboles y nadie pasa. Tengo aquí más de media hora y nadie ha pasado por aquí. Sólo hace rato se asomó a verme una gallina. Después me volví a quedar solo."
Los cuentos que integrarían El llano en llamas irían apareciendo en la revista América. El libro apareció en 1956 en la colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica, y cayó sobre el panorama literario mexicano como una bomba. Se trata de uno de los tres o cuatro mejores libros de cuentos que haya conocido la lengua castellana (o, más propiamente, mexicana). No sólo tiene un altísimo nivel en cada relato. Además es muy variado, tanto en tono como en tema. En parte registra la misma materia que la "novela de la Revolución", pero llevada a un extremo formal de exigencia casi metafísica, bajo pretexto de recobrar el tono exacto de la lengua hablada, que desorientó bastante a la crítica.
Se habló de la "intención de mero registro", como se hizo bastante después y en otro plano con Manuel Puig. En ambos casos, sin embargo, es imposible pasar por alto la aguda conciencia de la estructura, del montaje. Ese supuesto mero registro puede apuntarse (sin mucha razón) en los diálogos, pero es menos evidente cuando la voz narra en primera persona, como en "La cuesta de las comadres", cuando transmite la violencia interna del protagonista, que está cosiendo un costal. Primero dice: "No sé por qué, pero de pronto comencé a tener una fe muy grande en aquella aguja. Por eso, al pasar Remigio Torrico por mi lado, desensarté la aguja y sin esperar otra cosa se la hundí a él cerquita del ombligo. Se la hundí hasta donde le cupo. Y allí la dejé." Poco después viene el remate, tanto formal como asesino: "Por eso aproveché para sacarle la aguja de arriba del ombligo y metérsela más arribita, allí donde pensé que tendría el corazón. Y sí, ahí lo tenía, porque nomás dio dos o tres respingos como un pollo descabezado y luego se quedó quieto."
Esa forma sesgada de narrar tiene una eficacia directa sobre el lector: en más de una ocasión uno se siente mucho más acosado y sacudido que con los excesos de un James Ellroy o un Easton Ellis. "Luvina" es uno de los cuentos más serenos y desolados del volumen. Crea un espacio de literatura fantástica, posiblemente habitado por muertos. Aunque los lectores de 1953 no lo sabían, preanunciaba el clima de Pedro Páramo.
Rulfo por una parte solía declarar, con cierta astucia, cosas como "yo sólo me sé expresar en forma muy rudimentaria". Por otra reconocía que las voces que él oía hacía tiempo faltaban: "Entre el coro de todas las voces universales y gloriosas yo volví a oír la voz profunda y oscura. Tal vez la de un pobre viejo que está a la orilla del fuego volteando tortillas. (?) Y aunque usted no lo crea, esa voz predomina en el coro, y es la del verdadero, la del único solista en que creo, porque me habla desde lo más hondo de mi ser y de mi memoria."
Apuesta audaz
Cuando envió una versión sin corregir de Pedro Páramo (que antes se llamó Una estrella junto a la luna, y un poco después Los murmullos) al Fondo de Cultura Económica, no sospechaba que la publicarían de inmediato, como el número 19 de la colección Letras Mexicanas (1955). A diferencia de la recepción unánime de El llano en llamas, su primera novela fue polémica. Algunos la consideraron desprolija, otros demasiado inclinada al desborde poético. Con el paso del tiempo las opiniones se fueron emparejando en una admiración a la audacia de su apuesta, y el refinado virtuosismo de su ejecución.
A diferencia de los cuentos, donde el lenguaje suele imponerse con la dureza de virutas metálicas, en Pedro Páramo brillan las superficies visuales que se van superponiendo como veladuras, mientras los personajes susurran, se manifiestan imprecisos, y se van gastando, como muertos que son. En sus poco más de 120 páginas se narra la vida completa del cacique que le da título, los destinos de decenas de personajes (sobre todo femeninos), la muerte de su hijo, y en particular el amor imposible por Susana San Juan, cuya locura femenina destruye por filtración incesante la dureza viril de Pedro Páramo. A su vez que el cacique es dueño del territorio y los cuerpos que rodean Comala, su potencia de macho cabrío embaraza a la mayoría de las mujeres de la zona, ayudado por la figura corrupta y deteriorada del padre Rentería.
A ese mundo viaja el héroe, enviado por su madre en su lecho de muerte a buscar al Padre, sin embargo también padre de tantos otros. Ya en el pueblo, el hombre descubrirá de a poco (junto al lector) que todos están muertos, y finalmente él también, después de un "pase" fantástico casi inenarrable: "Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas haciendo remolino sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi."
Cuando después de esperar años, sus lectores leyeron El gallo de oro tendieron a dejarlo de lado, como hizo el propio autor. Sin embargo allí aparece un Rulfo curiosamente contento de narrar, de hacer fluir el hilo del argumento de un hombre con un gallo primero ganador y después muerto, y de su relación con Bernarda, una mujer alejada de las sufrientes madres e hijas de los libros anteriores, dedicada a cantar canciones populares y darle suerte a sus varones apostadores. De todos modos será llevada a la inmovilidad, la tristeza y la muerte por la necesidad (y necedad) masculina de la posesión, aunque con el tono de un vigoroso cuento de terror, lejos de las complejidades estructurales de Pedro Páramo o de la desesperación cósmica de El llano en llamas.
Después, desde 1953 hasta 1986, críticos y lectores de a pie esperaron, y esperaron, y esperaron. Empezaron las leyendas. Que Rulfo tenía miedo. O que sus sucesivas promesas no cumplidas de compilar otro libro de relatos (Los días sin floresta) o escribir otra novela (La cordillera) representaban una astucia para no pisar la cáscara de banana de las expectativas descontroladas. Según testimonian sucesivos reportajes, Rulfo más bien no dejó de estar siempre en trance con sus textos, dándolos vuelta, corrigiéndolos levemente una y otra vez, considerándose siempre (como antes de él Onetti) un tipo que escribía "cuando me viene la afición, si no, no? a esto se debe que no termine La cordillera? pura afición, y no al éxito, al miedo, a todas esas cosas que se dicen."
Entretanto trabajó en el Instituto Indigenista desde 1962, lo que le permitió seguir en sus "andulencias", sacando cientos de fotografías. Un tipo tal vez "torvo, enjuto y trémulo" según lo describió Luis Harss en Los nuestros, pero también dado a la sonrisa para adentro, a la investigación de archivos históricos, a la vida en familia cuando podía. Alguien a quien, cuando le daba la afición y escribía, no le ganaba nadie.