Juan José Arreola: más cerca de Kafka que de Borges
El siglo XIX, que nos brindó el canal de Suez, el gigantismo de la torre Eiffel y (para algunos) la megaprosperidad de la Revolución industrial, consagró también las "grandes" obras de la literatura universal, cuyos modelos históricos eran –no se trata aquí de discutirlos– dos obras larguísimas: La Divina Comedia, de Dante Alighieri, y Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes. La monumental novela realista también aportó lo suyo.
Sin embargo, la lengua es una materia maleable, que permite el disfrute en formatos más modestos, como lo demuestra, sin ir más lejos, nuestro Borges, que otorgó categoría estética superior al género del cuento.
Siguiendo la huella de Borges, o sin imitarla, brotaron en el mundo hispanoparlante cuentistas que merecen ser releídos, aunque no hayan escrito la historia de tres familias a lo largo de 1500 páginas. Es el caso del mexicano Juan José Arreola, de cuyo nacimiento, además, se cumplen cien años en estos días, por lo que será de buena ley rendirle un pequeño tributo. Los centenarios suelen tener algo de solemne y mecánico, pero a veces despiertan de su aire amodorrado y nos recuerdan que existieron creadores importantes sin que nosotros nos hubiésemos enterado.
Juan José Arreola y Zúñiga nació en Ciudad Guzmán (entonces Zapotlán el Grande), estado de Jalisco, México, el 21 de setiembre de 1918. Sus ascendientes eran inmigrantes vascos, sin que faltara en su genealogía la gota de sangre indígena. Como él mismo escribió: "Procedo, en línea recta, de dos antiquísimos linajes: soy herrero por parte de madre, y carpintero a título paterno… De allí mi pasión artesanal por el lenguaje".
Hay que decir que fue una pasión de autodidacta, porque Arreola, con el fondo de una revolución cristera, debió dejar la escuela y ponerse a trabajar en labores muy diversas, hasta recalar en una imprenta local, donde aprendió el oficio de encuadernador. Mientras tanto, aún en plena adolescencia, desarrolló una vocación literaria que iría madurando con maestros a la vez lejanos y cercanos, como Franz Kafka, Marcel Schwob y Giovanni Papini. En 1944, a la vuelta de un viaje a Francia que había conseguido gracias a la intercesión del actor Louis Jouvet, obtuvo un puesto en el Fondo de Cultura Económica. En adelante su vida sería su literatura, sumándola, eso sí, a una intensa gestión cultural. Aunque se consideraba a sí mismo un autodidacta debido a la pobre escolarización que tuvo en su infancia, siempre amenazada por las rebeliones en Jalisco.
Tres libros muy peculiares constituyen el principal legado de Juan José Arreola: Varia invención (1949), Confabulario (1952) y Bestiario (1972). El primero es significativo más por lo que promete que por lo que cumple: allí, en esos textos breves (¿podemos llamarlos cuentos?), el joven Arreola se anticipa como un apóstata del realismo narrativo, desdeñoso de los folklorismos y nacionalismos literarios entonces en boga.
El segundo libro, Confabulario, pese a superar apenas el centenar de páginas, es un clásico hispanoamericano y la más lograda obra de su autor, porque contiene una llamativa originalidad en sus obsesiones, su estilo y su estructura. Se trata de treinta textos de carácter disímil, pero con parejos hallazgos en personajes y situaciones.
No hay aquí relatos malogrados, pero si se quiere destacar algunos de entre ellos, quizá valga la pena hacerlo con "La canción de Peronelle" (que no figura en todas las ediciones de Confabulario, puesto que el escritor acostumbraba a cambiar el orden y aun la inclusión misma de los textos), donde se relata, a través de la delicada reescritura de la poesía en prosa medieval y trovadoresca, el romance del viejo y tuerto poeta Guillaume du Machaut con una espléndida jovencita; en el relato "En verdad os digo" se narra la organización de un concurso destinado a que un camello pase por el ojo de una aguja; en "Pueblerina", don Fulgencio, un buen jefe de familia burguesa, se encuentra un día con que le han crecido los cuernos; tal vez el mejor de todos los cuentos o fragmentos del libro sea "El guardagujas", en el que asistimos al diálogo entre un pasajero perdido en una solitaria estación de tren y un viejo guardagujas que mezcla el enigma del destino con los absurdos cotidianos. Me cuesta omitir "Baby HP", en el que una empresa anuncia un artefacto que mediante una estructura metálica se adosa al cuerpo infantil, con la intención de transformar la energía de los chicos en corriente eléctrica para uso familiar mientras éstos despliegan sus juegos y entusiasmos.
El terceto privilegiado de la producción de Arreola se completa con Bestiario, una especie de carpeta con 24 textos que describen poéticamente a otros tantos animales individuales o razas de animales. Son en realidad estremecedores poemas en prosa, ocultos tras una salvaje jerga zoológica. Valgan como ejemplo dos fragmentos de descripciones en las que el autor afila su arte verbal. Primero, se trata de "El búho": "Armonioso capitel de plumas labradas que apoya una metáfora griega; siniestro reloj de sombra que marca en el espíritu una hora de brujería medieval: ésta es la imagen bifronte del ave emprendiendo el vuelo al amanecer y que es la mejor viñeta para los libros de filosofía occidental."
Vayan, en segundo lugar, algunas líneas de "Las focas": "Criaturas de vida infusa en un barro de forma primaria, con probabilidades de pez, de reptil, de ave y de cuadrúpedo. En todo caso, las focas me parecieron grises y manoseados jabones de olor intenso y repulsivo".
Por supuesto, las obras a las que prestamos mayor importancia no son las únicas que publicó Arreola: hay otras que merecen ser citadas, como es el caso de Gunter Tapenhorst (1946); Cinco cuentos (1951); La hora de todos (teatro, 1954); Punto de plata (1958) y una sola novela, La Feria.
Arreola organizó diversas aventuras editoriales y fue lo que hoy se llamaría un excelente comunicador social debido a su facilidad de expresión, simpatía y su cercanía con la gente. Lo que no pudo hacer en su infancia lo hizo en su madurez: estudiar. Eligió como disciplina a las artes teatrales y trabó relación con personalidades como Xavier de Villaurrutia y Rodolfo Usigli. Aparte, fue un más que discreto ajedrecista. Sus programas televisivos tuvieron éxito, y fue el primero en trasladar a la pantalla chica los problemas de la literatura y la comunicación.
Se ha insistido en atribuir influencia de Jorge Luis Borges a los escritos de Arreola. Más allá de la gravitación universal de nuestro escritor, nos parece que se han exagerado esas semejanzas. Tómese en cuenta una sola observación estructural, que una vez adoptada tiene otras consecuencias: en tanto los personajes de Borges prácticamente no usan el diálogo directo, y el narrador es el que habla por ellos, en Arreola ocurre a menudo lo contrario. Más bien lo que encontramos en el escritor mexicano es la presencia de Franz Kafka y, buscando más atrás, la de Alfred Jarry y el presurrealismo.
Sí, es seguro que Arreola admiró a Borges, y es casi seguro que Borges lo admiró a Arreola. La cultura humana procede por suma y no por eliminación. Podremos convivir con los Gabriel García Márquez y los Mario Vargas Llosa, siempre y cuando sean respetadas nuestras preferencias.
Es significativa la escena que tuvo lugar en una entrevista que Arreola le hizo a Borges, en ocasión de una estadía de este último en México. Ya los dos escritores habían concluido su conversación con predominio, al menos cuantitativo, del pujante y verborrágico Arreola. Ante esta situación, el mexicano no pudo menos que excusarse. Las últimas palabras de Borges fueron: "Bueno, sí. Al menos me dejó intercalar algunos silencios".
Juan José Arreola murió en Guadalajara, el 3 de diciembre de 2001. Vale la pena que lo sigamos leyendo, tanto como a los creadores de grandes sagas narrativas.