Juan Andrés Videla y la magia de pintar sin mapa ni destino
En la galería Otto, el artista exhibe obras que revelan el deleite del oficio
¿Se puede pintar y dejar que el comando lo lleve el cuadro mismo? ¿Lograr que la pincelada se adivine, se oculte, se vuelva evidente o se esfume en la creación de climas atravesados por la bruma?
Ese es el ejercicio en el que está empeñado con gozosa entrega Juan Andrés Videla, quien vuelve a sorprender en la galería Otto con las series Conurbano, La vida de los museos, Salas de época y Luz artificial. Esta última formada por pinturas de flores, en pequeño formato, en las que se vuelve evidente el deleite del oficio.
Pintar es, en su caso, un ejercicio en el que conjura los propios fantasmas para que llegue la magia. Dicho con sus palabras: “No hay dedicación ni trabajo esforzado que garantice la aparición de esa magia; de eso que hace viva una obra”.
A veces es un toque de color, un borde esfumado, huidizo, o el intencional trazo abocetado. Del universo conocido y familiar de los suburbios, Juan Andrés Videla, vecino de Adrogué, salta a los interiores sofisticados, barrocos y soberbios del Met neoyorquino. Más que el motivo o la composición, importa la manera de apropiarse de lo que mira. Es una aproximación a veces desenfocada, que obliga a mirar de nuevo, como en la impronta abstracta del Monet de la última época. Son aproximaciones personalísimas, el destello de una mirada sin ataduras dispuesta a tomar el riesgo y, sobre todo, a disfrutarlo. “No hay mapa ni destino, sino un responder atento y amoroso a lo que se presenta de momento a momento”, dice Videla.
Alguna vez, hace tiempo, un periodista del The New York Times le preguntó a Gerhard Richter, cómo sabía cuándo había terminado un cuadro y el alemán de los múltiples lenguajes respondió: “Es el cuadro que me lo pide”. Acá, muy cerca, Juan Andrés Videla responde de la misma manera al ser interpelado por la ausencia de personajes en sus obras: “Es la tela que me lo pide”.
No parece casual que de común acuerdo, y en lógica complicidad, Eugenio Ottolenghi, director de la galería, y el artista hayan titulado la muestra Pintura. De eso se trata. De pintar. A veces el paisaje queda atrapado por una oscuridad ominosa en un ángulo de la tela, capaz de transformar y redimir la cotidianeidad. Como en La lluvia, pintura que ilustra el catálogo enriquecido por un texto de Eduardo Stupía, artista, docente, amigo y testigo de la “la integridad monacal con la que Videla asume sus indagaciones”.
Permitir la pausa, el espacio vacío; detenerse en el descanso de una escalera, en el lobby de un edificio o en la platería que se exhibe en las salas del Metropolitan son estrategias con graduaciones imperceptibles para seguir haciendo lo mismo: pintar.
Cuando ya es historia el canto agorero que vaticinaba la muerte de la pintura, hay más y más pintores. En la última FIAC (Grand Palais, París) deslumbraron los negros gestuales de Pierre Soulages y la explosión descontrolada de color y materia de Katharina Grosse. Otro tanto ocurrió en la primera edición de arteBA Focus: la pintura volvió a encontrar su lugar. Basta con citar las pinturas “corporales” de Sofía Böhtlingk. El cuadro, sí el cuadro, cobra protagonismo en un universo de fronteras corridas, con más preguntas que respuestas, con más incertidumbres que certezas.
Trazo ceñido, expansión gestual o contención monocromática, en Pintura Juan Andrés Videla se permite ejercitar varios instrumentos al mismo tiempo. De los paisajes velados por la bruma a un sillón rojo furioso, magistralmente pintado. Es un sofá otomano firmado por Jean-Baptiste Tilliard (Francia 1686-1766), fechado circa 1750, de madera de haya y tapizado en brocato de seda, de la colección del Museo Metropolitano de Nueva York. Ahí está, y casi se lo puede tocar. Como en las sencillas Fresias tocadas por la luz, enmarcadas por la sombra y por el deseo de que allí mismo, aunque sea una mera ilusión, la pintura haya atrapado la realidad. Algo de ella. Sin nombrarla.