Jóvenes con la esperanza en crisis
Cada mañana nos angustian las noticias. La actualidad del mundo nos asusta y el futuro va perdiendo gradualmente su condición de proyecto con la que, hasta no hace tanto, nos ayudaba a sobrellevar nuestras incertidumbres. Y esto es grave, porque socavar el futuro implica resquebrajar aún más el propio presente, cuyos males son más tolerables cuando puede sostenerse en la espera de un porvenir mejor.
Quizá por eso, de todas las noticias, las que más deberían inquietarnos son las que nos involucran a los jóvenes: nuestro futuro desde un presente pobre; nuestro presente con una esperanza en crisis.
Si nos detuviéramos a analizar la presencia de los jóvenes en los medios masivos de comunicación, observaríamos que se enmarca, generalmente, en situaciones de abismo o de frivolidad: por un lado, violencia, anomia, adicciones, descontrol; por el otro, la fama, la ostentosa algarabía, y rostros a la moda y cuerpos esculturales. Por supuesto, son muchos los jóvenes consagrados al rescate de este presente, pero mi reflexión se centra ahora en la alarmante constatación de que, en nuestro país, son más de un millón los jóvenes que ni estudian ni trabajan.
Aparecen, entonces, las propuestas para su solución. Se cree, en el mejor de los casos, que la educación formal por sí sola y una carrera desesperada tras títulos de grado, posgrado, maestrías y doctorados salvarán a los jóvenes, y hasta los harán más felices. Otras veces se supone que no se nos ha inculcado suficientemente la cultura del esfuerzo y del trabajo, lo que lleva a muchos a preferir la vida fácil del robo y los alucinógenos, por lo que, en consecuencia, urge atacar esos males con políticas públicas que ayuden a formar personas trabajadoras. Y exitosas.
Sin embargo, el problema no radica en el fracaso de una u otra política pública. Tampoco su solución. Creerlo demuestra que se insiste en aplicar recetas meramente técnicas a problemas que, por definición, no lo son.
Porque la verdadera crisis, la que frustra a los jóvenes y mina su futuro, es más profunda. Es una crisis de intangibles. Es una crisis de ideales. De modo que una eficiente política pública de la juventud será aquella que tome en cuenta la transmisión de los valores. Que no son innatos. Los valores se transmiten de generación en generación, de padres a hijos, de maestros a alumnos. Son genes culturales que se hacen carne en el individuo para seguir evolucionando naturalmente. Hasta pueden llegar a transformarse. Pero es necesario que sean transmitidos.
Mal podrán sanarse las debilidades que padece la juventud si no se asume que derivan de los objetivos que nos han sido enseñados como ideales de vida, con sus consiguientes expectativas y frustraciones. Cuando lo que se muestra como valor es el ideal del éxito, los ideales dejan de tener éxito como motores de cambio social.
Se dice que la felicidad surge de la simple diferencia resultante entre nuestros logros y nuestras expectativas. De acuerdo con esto, habría dos modos de acrecentar la felicidad: reduciendo nuestras expectativas o incrementando nuestros logros. Los jóvenes agónicos de hoy no sólo no pueden lograr lo segundo, sino que además han de aceptar, frustrados, el aumento constante de lo primero. Por lo demás, las expectativas y logros se desdibujan y confunden en un éxito mal entendido, cuya contracara ya no es un fracaso de aprendizaje, sino el resentimiento y el odio. El famoso "ejército de reserva" del que hablaba Marx, pero ya no para los intereses del capitalista, sino para las fauces del delito, el narcotráfico y las adicciones.
Aunque en forma desigual, éste es un mal global que afecta a países pobres y ricos. Tanto a Israel como a Turquía. Tanto a Nueva Zelanda como a la Argentina. Los países más desarrollados, sin embargo, cuentan con mayores posibilidades de manejar los resultados fatídicos de este fracaso moderno. Pero no sus frustraciones. La solución a este estado de angustia no se encontrará sólo en el aumento del trabajo ni en la educación formal. Tampoco en devaluados -aunque necesarios- paliativos económicos que agudizan la sensación de fracaso en una sociedad escindida como la nuestra.
Mientras el "éxito" se mida en términos de riquezas, de imagen y de poder -sin cuestionar siquiera el camino elegido para conseguirlo-, algunas sociedades podrán alcanzar tasas ínfimas de desempleo y de deserción escolar -lo que será un logro-, pero no dejarán de albergar jóvenes violentos, deprimidos y frustrados. En tanto que las sociedades que no conquisten estos objetivos sumarán, además, jóvenes resentidos. Todo esto dibuja el paisaje de un mundo errando hacia la infelicidad. Ciertamente, muchos jóvenes de hoy son exitosos, o llegarán a serlo en su adultez, pero sin lograr, por eso, convertirse en lo que requiere la humanidad para salir de este atolladero espiritual en que se encuentra sumida: hombres y mujeres de valor que puedan hacer del presente de mañana un ámbito en el que el futuro recobre su condición de esperanza y posibilidad.