Jorge Ossona: "Los niveles de progreso motivaron la euforia exagerada del Centenario de que el país sería una potencia"
Cómo imaginaba el establishment del siglo pasado la Argentina actual (que para ellos era la Argentina del futuro), qué pasaba con la pobreza entonces, qué significa que las instituciones a veces cumplan hoy sus funciones "de manera inversa" a la defensa del interés general y cuáles son los ejes sobre los que Argentina debería cambiar en los próximos años para alcanzar un futuro mejor. Estos son algunos de los temas en los que ahonda el pensamiento del historiador Jorge Ossona, a la hora de reflexionar sobre el pasado y entregarse al estimulante ejercicio de proyectar el porvenir.
-¿Cómo pensaban los dirigentes del siglo pasado la Argentina del futuro?
-Hay un período que se clausura entre la Gran Depresión del 30 y la Segunda Guerra Mundial, encuentra su vértice en el primer Centenario y está caracterizado por el optimismo de que el país estaba destinado a la grandeza, algo que tenía que ver con el crecimiento abrupto merced a la inmigración, los trenes y la producción agropecuaria desde fines del siglo XIX. Sin embargo, ya en medio de ese auge, había pensadores como Joaquín V. González, que en 1910 escribe El juicio del siglo. Allí plantea un contraste entre el progreso, la prosperidad económica y lo que él denomina "el afán del dominio personal". Él lo inscribía en una ley: la de la discordia. Hablaba de una especie de móvil supremo de la vida política: el dominio personal en detrimento de los acuerdos. De todos modos, no dejaba de formar parte del optimismo positivista. Porque compensaba esa ley con otra: la de los "hombres superiores", aludiendo a las élites políticas. Todavía había una ilusión sobre la posibilidad de ajustar la política a este progreso económico, social, con una democracia mejor, una república más genuina y un Estado que prosiguiera conflictos en procura del interés general.
-¿Qué pasó después?
-Esto recibe el impacto de la Primera Guerra, que fue una crisis civilizatoria para todo Occidente. Si bien la Argentina no participó, sus consecuencias llegaron aquí a través de sus secuelas económicas y políticas. Desde 1930, y salvo etapas muy eufóricas, como los primeros años del peronismo, lo que cunde es un sentimiento de frustración, de confección fallida: un país que está mal hecho con una tendencia congénita a reincidir en los mismos errores, que dura hasta hoy.
-¿Se podía imaginar lo que sucede hoy en términos políticos?
-Todo comenzó con la deslegitimación del "régimen falaz y descreído", expresión con que Yrigoyen descalificaba a sus opositores en el marco de la primera experiencia de democracia de masas en la Argentina. A lo que se replicó con la "chusma radical", que en los años treinta habilitó el fraude en la provincia de Buenos Aires. Luego, en tiempos de Perón, la oligarquía, los vendepatria, para caratular a todos los antiperonistas. Después de la caída de Perón, los peronistas, la negrada. Más tarde, los "subversivos apátridas" y los "enemigos del pueblo" y la tragedia de la última dictadura. Solo después de la guerra de Malvinas reaparece una ilusión democrática. Pero las cosas terminaron siendo distintas, a casi 40 años de distancia. Tenemos democracia, que no es poco. Pero es mucho peor que la imaginada en 1983. La república funciona de una manera imperfecta y eso complica el ideal democrático. A eso se suma la crisis del Estado, cuyas instituciones desaparecieron o han sido vaciadas. Más: a veces cumplen una función inversa a la defensa del interés general. Es uno de los dramas argentinos. Y se lo ve en todos los órdenes de la vida cotidiana.
-¿Por ejemplo?
-Una banda de policías delincuentes, o una banda de políticos corruptos. Gente que toma a las instituciones públicas por vías legales o ilegales para realizar venalmente intereses privados en contra de los colectivos. Ese es el gran drama que tiene la Argentina de hoy.
-¿No sucedía en el pasado?
-Sí, por supuesto, pero antes había una mayor ética del funcionario público. En la cotidianidad, eso se veía a través de personajes emblemáticos como el vigilante de la esquina y la maestra normalista o el médico del hospital público. Lo que se denominaba "excelencia", pasión por lo público a veces desinteresada, que era lo que te obligaba respecto de una sociedad a la que se la quería bien. De ahí que cuando el Estado intervenía, se tornaba imponente, porque hacía cumplir y sabía hacer cumplir las normas. Como contrapartida, esas autoridades generaban confianza y un enorme reconocimiento social. ¿Qué nos pasó? Podría pensarse en que la consolidación democrática ha dejado su huella: los funcionarios se parecen cada vez más al ciudadano medio. Pero cada vez peor educados, más irracionales y formados cívicamente según criterios pasionales absolutos, totales, y trayectorias mitológicas tan heroicas como transgresoras. Eso termina plasmándose en la violencia de nuestra vida cotidiana en el tránsito, en los conflictos intervecinales, en el fútbol. Cada uno se siente un pequeño héroe bárbaro, bestial. Hay un término que simplifica esa forma de ser: "argento", que quiere decir "bruto", "vulgar". Una vulgaridad peleadora y contestataria que se asocia a un nacionalismo que se ostenta con orgullo. Hasta deviene un aspecto. Algo así como la culminación de antiguos repertorios ideológicos convertidos en actitudes. Tal vez el camino de reversión de esa tendencia también lo plantee Joaquín V. González en su concepto de "hombres superiores" pero no como casta o etnia, sino como una élite rectora que, inclusive, sabe ir en contra de la opinión pública o de lo que dice una encuesta en función de un interés general.
-¿Qué sucedía con los sectores marginados en el siglo pasado?
-"Pobreza" es un término que evoca decadencia, frustración, desilusión. Es un tema de las últimas décadas. Pobres hubo siempre; después está la cuestión de la pobreza como idea. Si hay algo que caracterizó a este país desde fines del siglo XIX hasta bien entrados los años setenta, fue la movilidad social ascendente. La idea de que vos vas a estar mejor que tu padre, y tu hijo, mejor que vos. Es la ética de las clases medias: sectores de origen humilde que con el tiempo dejan de estar flanqueados por las necesidades perentorias, para empezar a prosperar y a apostar por el futuro. La Argentina fue un país vacío que se llenó de contingentes humanos que vinieron a buscar progreso, y hasta los setenta lo encontraron. La Argentina fue una gran esponja, un gran laboratorio social que permitía progresar. Esa idea meritocrática tan propia de la sociedad burguesa y que fue de la mano de nuestra identidad nacional está puesta hoy en tela de juicio. Un país en el que vastos sectores sociales suponen la existencia de una vieja oligarquía fundacional inconmovible y perversa, pero que en los hechos terminan apoyando a otras oligarquías bien actuales, con las peores cualidades, como la transmisión hereditaria de sus prerrogativas, y que no creen, como en otros países, en el progreso gracias a la superación de los progenitores por sus hijos. Estos segmentos plasman verdaderas dinastías: uno lo ve en los medios, en la farándula, en la política. Todo lo contrario a la meritocracia. Más bien, una caquistocracia, un régimen de privilegios en manos de los peores.
-¿Cómo influyen esos sectores?
-Lo curiosos es que esas minorías poseen una gran popularidad. Explotan, expolian y empobrecen, material y culturalmente. Pero se les agradece como a los antiguos poderes feudales. Esa mediocridad explica también los problemas económicos. La Argentina exhibe niveles de producción decepcionantes desde hace décadas. El último decenio de la saga anterior tal vez hayan sido los años sesenta, los más conflictivos de la historia argentina, con problemas políticos y socioeconómicos muy graves que derivaron en la violencia. Pero materialmente era un país que crecía un 2,5% per cápita anual. Los niveles de progreso social de esa década eran similares a los del período 1880-1914, que motivaron aquella euforia exagerada del Centenario acerca de que este país estaba por convertirse en una potencia. En los sesenta habían empezado la inseguridad, la inflación, pero si querías trabajar y esforzarte, progresabas. Era un país que seguía creciendo. Pero el decadentismo se expandió en el canal político y derivó en la violencia de la década siguiente. Y terminó abarcándolo todo.
-¿El decadentismo es parte del ser argentino, como considerar siempre que uno es peor de lo que realmente es?
-¿Como una especie de determinación tanguera? No lo creo, porque no creo en las esencias. No creo que haya un ser nacional. Ni una cosa anterior a nuestro nacimiento, al estilo de una raza, una etnia o un espíritu. La idea del "ser nacional" se nos inculcó machaconamente durante décadas, sin que hubiera siquiera un acuerdo básico sobre sus contenidos. Creo lo que decía Machado: "Caminante no hay camino, se hace camino al andar". No hay esencia, hay contratos. Tenemos que volver a respetar las leyes, que equivale a respetar al resto, a la sociedad. Eso lo tiene que aprender la dirigencia, que no es precisamente demasiado respetuosa de la ley. Hay una institución mucho más básica que es la palabra. La palabra era sagrada en la Argentina. Hoy es la dimensión más volátil de la sociedad. Se dice una cosa y, muy sueltos de cuerpo, después se la desmiente mediante actos o incluso mediante la misma palabra, no sin cinismo y desfachatez. Eso deteriora la confianza intersubjetiva y daña todo el tejido social, hecho de pequeños acuerdos garantes de una convivencia civilizada.
-¿Cuál es el valor de la palabra?
Fijate en la importancia de la palabra a raíz de uno de los procesos históricos que hemos abordado. La deslegitimación del otro en términos ideológicos o políticos comienza por la palabra. En principio, era solo verbal, sin otras consecuencias que algunas actitudes intolerantes; pero con el correr de las décadas eso se hace carne en la violencia política: esa idea tan extendida en los setenta, por izquierda o por derecha, de que el mejor enemigo era el enemigo muerto. Todo empezó en la lengua y terminó en la bomba o en la boca del revolver o el fusil. Esa violencia se atenuó en lo político pero ha vuelto a instalarse en el lenguaje de muchos dirigentes. En la sociedad se ha diseminado en la multiplicidad de actos incivilizados: desde un asalto hasta la destrucción del patrimonio público. Si volvemos a fidelizar la palabra, a hacer creíble la dimensión simbólica, podríamos empezar la reconstrucción institucional.ß
Tres propuestas
- Reivindicar las instituciones políticas. Es necesario para mejorar la democracia y revigorizar un Estado que en muchas esferas ha dejado de existir. En 1983 nos pusimos de acuerdo en que la única vía posible para el ejercicio del poder son las elecciones y eso no es poco
- Volver a crecer. Diseñar una agenda orientada a desarrollarnos en este apasionante mundo global que nos reserva nuevas posibilidades. Y no solo para comprar nuestros productos, sino también nuestros servicios
- Recuperar el optimismo. Hay que acotar la idea de frustración, decadencia, desilusión, asociada por distintos vasos comunicantes con la pobreza como idea