Jorge Luis Borges, artífice de la palabra poética
Este año, en el que, con motivo de su muerte en 1986, se han multiplicado los homenajes a la memoria de Jorge Luis Borges, se cumplen 56 años de su definitivo regreso a la poesía.
El hecho de que Borges, desde la publicación de Cuaderno San Martín (1929), no haya dado a conocer en más de tres décadas un nuevo libro de poemas, podría llevarnos a pensar que el género ya no despertaba su interés o que éste ya no era una prioridad en su labor. Sin embargo en 1960, próximo a su cumpleaños número 61, prepara para sus lectores una sorpresa. Hacia fin de año se distribuirá El hacedor, en el que presenta una serie de textos breves en prosa acompañados de un número significativo de poemas inéditos, que en la reunión de su obra poética formarían un volumen individual.
El Hacedor, como lo fueron en la década de los 30 sus ensayos, en los que anticipa su concepción de la narrativa, y El jardín de los senderos que se bifurcan (1941), es un nuevo punto de inflexión en su obra, una puesta a punto de su poética. Asimismo, es el libro que inaugura uno de los períodos más intensos y productivos de su vida.
Su prólogo, que supera la noción y alcance de un texto introductorio, es en realidad una ficción, el breve relato de un sueño en el que narra un encuentro imaginario con Leopoldo Lugones, a quien le está dedicado el libro. En esta instancia el autor de las Odas seculares y Romances del Río Seco, pareciera ser un espejo en el que Borges vislumbra o calibra su propia obra dentro del corpus de la tradición literaria argentina. Su no confesada intención: suceder a Lugones, convertirse en el Poeta Nacional.
En el epílogo aclara la organización y génesis del mismo: “...esta miscelánea (que el tiempo ha compilado, no yo, y que admite piezas pretéritas que no me he atrevido a enmendar...”, una afirmación poco creíble: el que haya dejado librada la selección de los textos al paso de los años, como si éstos se hubieran ido acumulando sucesivamente en su mesa de trabajo y él simplemente se hubiera limitado a su acopio final.
Sin embargo, lo más llamativo es cuando Borges, el gran simulador, dice que no tuvo el atrevimiento de corregirlas pues: “... las escribí con otro concepto de la literatura,” sugiriendo que este libro no es sólo un nuevo título en su extensa bibliografía, sino la afirmación de una voz en el que todo énfasis será limado, y cuya complejidad afirmará, como sostiene Pere Gimferer: “Su profunda capacidad de identificarse con la literatura, entendiendo por tal aquello que hace que una determinada combinación de palabras o sintagmas adquiera la entidad de un objeto verbal irrefutable...”.
En lo que respecta a sus detractores, a partir de la publicación de El Hacedor hallan una nueva manera de incomodarlo poniendo en duda su condición de poeta. Entre ellos Luis Harss quien llega al paroxismo cuando escribe en Los nuestros (1966): “Algunos dudosos admiradores lo han piropeado por su poesía, que es relativamente insignificante.”
En el extenso período en que estos textos fueron escritos, Borges leyó a distintos autores con preocupaciones similares a las suyas. Entre ellos Rudyard Kipling, quien en lo que concierne a la crítica vivió circunstancias parecidas a las de nuestro poeta en el Río de la Plata. En la introducción a una selección de su poesía T. S. Eliot las expone con claridad: “Cuando un hombre es conocido principalmente como un escritor de ficción en prosa nos inclinamos —usualmente, pienso, justamente— a considerar sus versos como un subproducto. Yo, confieso, abrigo siempre dudas respecto de si cualquier hombre puede dividirse a sí mismo para lograr la plenitud creativa en dos géneros de expresión tan diferentes como lo son la poesía y la prosa imaginativa. Si hago una excepción en el caso de Kipling es porque su prosa y su poesía son inseparables.
La aludida división del escritor en prosista y poeta es inconcebible en Borges. Él ante todo es poeta y no habría producido las ficciones que le dieron fama internacional, si no fuera el poeta que es. La prosa borgeana indudablemente está atravesada por su práctica poética. Sus textos narrativos y ensayos son deudores de su labor como poeta, la que enriquece su prosa, que se distingue, entre otras cosas, por lo que William Shakespeare en su Soneto VIII denomina “la verdadera armonía de sonidos bien afinados”- “... the true concord of well tuned sounds... ”-.
Entre 1960 y 1986, año de su muerte, dedica mayormente su tiempo y energía a la actividad poética. Escribe en verso libre, recurriendo al versículo, combinando lo narrativo y anecdótico; y paralelamente produce una cantidad importante de poemas, principalmente sonetos, valiéndose del metro y la rima, práctica esta última que ha llevado a muchos a definirlo como un poeta neoclásico, categorización relativa, si consideramos que su escritura sólo en contadas ocasiones pierde el tono coloquial. Su ritmo y pausas, se corresponden con las de un hombre que conversa, no las de uno que canta. En cuanto al metro, particularmente el endecasílabo castellano, en el prólogo a La moneda de hierro (1976), refiere su intención de aligerarlo mudando de posición el acento prosódico. En ‘The Thing I Am’ (Historia de la Noche, 1977) confiesa: “Soy al cabo del día el resignado /que dispone de un modo algo distinto / las voces de la lengua castellana”.
En los títulos que le siguieron a El Hacedor: El otro, el mismo (1964) Para las seis cuerdas –milongas criollas-(1965); Elogio de la sombra (1969); El oro de los tigres (1972); La rosa profunda (1975); La moneda de hierro (1976); Historia de la noche (1977); La cifra (1981) y Los conjurados (1981), continuará explorando los temas que lo desvelaron desde su juventud, construyendo la intrincada trama de su obra poética, un círculo sin principio ni fin.
En ella es notoria una característica propia de la poesía moderna, su escepticismo hacia el lenguaje, cuya materia considera inadecuada para el acto nominador, dado que en el universo no existe “una cosa que no sea otra, o contraria o ninguna”. Sus especulaciones sobre la palabra —la gastada, la impura palabra— serán la prueba de sus intereses metapoéticos que nutren su misión y voluntad como poeta: restituirle a las palabras, siquiera de modo parcial, su primitiva y oculta virtud.
Esteban Moore