John Keats, el poeta camaleón de Cortázar
“A beauty thing is a joy forever” (“Una cosa bella es una alegría para siempre”) debe ser uno de los versos más citados de todos los tiempos. Es el primero de “Endimión”, de John Keats. Lo que invariablemente se omite –o directamente se olvida o no se sabe– es que ese primer verso no inaugura un simple poema: dividido en cuatro partes, “Endymión: a Poetical Romance” suma en total más de 4000 pentámetros yámbicos.
La historia del pastor griego que se enamora de la diosa lunar, Selene, es lo que Keats –el martes último se cumplieron dos siglos de su muerte en Roma, a los 25 años– llamaba un “cuento poético”. La idea de poema extenso y orgánico, uno de los aportes insoslayables del inglés, fue razonada por él mismo en sus cartas: “¿Por qué esforzarse en escribir –pregunta en una de ellas–un poema largo? A eso contestaría: ¿No les gusta a los amantes de la poesía tener una pequeña comarca donde vagabundear, donde se pueda elegir a gusto, donde las imágenes sean tan numerosas que muchos se olviden y se las vuelva a descubrir como nuevas en una segunda lectura, y que constituya alimento para una excursión estival de una semana?”
“Endimión” es una alegría para siempre, pero no solo por su primer verso. Julio Cortázar, que conocía el poema en todos sus recovecos –lo leía, según confesaba, puntualmente cada dos años– lo definió como una larga travesía por las profundidades de la tierra, el fondo del mar, el espacio, un paseo por frescos mitológicos y “un entrenamiento de la inmortalidad en lo mortal”.
La microscópica lectura que el argentino hizo de ese poema y de toda la obra del inglés quedó registrada en Imagen de John Keats, un ensayo del que ya se conocía la existencia en vida de Cortázar, pero que solo se publicó de manera póstuma en 1996. No sorprende la cercanía fervorosa que Cortázar siente por Keats. Al momento de escribir, cuando tenía treinta y tantos, en la Argentina el neorromanticismo estaba en boga. Lo asombroso es el método: tal vez aburrido de su período pasado en Chivilcoy (donde empieza el libro), Cortázar se acerca a Keats como un amigo íntimo que lamentablemente vive en un lugar inaccesible, pero con el que entra en contacto mediúmnico gracias a la poesía. El tono informal, casi de conversación, que ya anuncia sus obras de los años sesenta, va contrastado biografía, análisis de los poemas (que también traduce), epistolario, entusiasmos líricos y la propia vida cotidiana del que anota. Es posible que esa intimidad casi naif haya postergado la publicación de esas 500 páginas que son –contra lo que podría aparentar– una formidable guía para acercarse al poeta.
Llevado por sus intereses poéticos, Cortázar tiene el instinto crítico de vincular a Keats con Arthur Rimbaud, otro visionario que, medio siglo después, produjo su obra en un puñado de años, con la fulguración de un meteoro. En una carta que Keats le escribe a Richard Woodhouse en 1818, ve un adelanto de las dos célebres “Cartas del vidente” que Rimbaud le envió a su exmaestro Izambard y en las que figura aquella fundacional consigna moderna: “Je est un autre” (“Yo es otro”).
Cortázar hace notar que en “la carta del camaleón” –como la bautiza–, también Keats, complicando el romanticismo con que se lo asocia, abogaba por la impersonalidad: “Un poeta es la menos poética de las cosas existentes: porque no tiene Identidad… es constantemente forma y materia de otro cuerpo”. Contra el egotismo de Wordsworth, la falta de personalidad le permite gozar con la luz y la sombra, deleitarse –indica Keats– en “lo horrible y lo hermoso, noble o vil, rico o pobre, mezquino o elevado… Lo que choca al virtuoso, encanta al poeta camaleón”.
Salido de una cuna muy distinta a la de sus pares contemporáneos más conocidos –quedó huérfano temprano, era en comparación pobre, estudió como aprendiz de médico–, Keats se entregó como pocos a la poesía por la poesía misma. Tal vez se puede repetir con Cortázar la frase con que objeta toda acusación de sensiblería: “Lo desagradable de Keats está en que es encantador”.