Jenny Erpenbeck. "Me interesa lo que sucede cuando todo cambia y uno debe reinventarse"
Escritora alemana, autora de El fin de los días (Edhasa), ha hecho de la exploración de la identidad un eje que le permitió acercarse a la historia del siglo XX, los refugiados y hasta la última dictadura argentina
BERLIN.- Los relatos de una abuela marcada por las catástrofes europeas del siglo XX, la imagen de los refugiados atrapados como espectros en un limbo legal en Alemania, las noticias de los niños apropiados por la dictadura argentina? Jenny Erpenbeck observa el mundo y encuentra, una y otra vez, una misma historia. "Siempre me interesó cómo actúa uno en esa situación: cuando todo cambia de pronto y uno debe encontrarse o reinventarse a sí mismo", explica la escritora alemana al recibir a la nacion en su casa de Berlín.
Esa exploración de la identidad -de la pérdida, búsqueda y reinvención de la identidad- inspira una obra considerada ya como una de las más atractivas de la narrativa alemana actual y suma ahora un nuevo título en español con la publicación de la novela El fin de los días (Edhasa). Narradora fina y musical, formada como directora escénica y pareja de un director de orquesta con el que tiene un hijo, Erpenbeck (Berlín, 1967) abre las puertas de su casa con la misma mezcla de esmero y naturalidad que dedica a sus personajes. En su biblioteca, que se expande orgánicamente a todas las habitaciones, se agolpan libros, partituras, discos, un piano y un cartel que arroja la pregunta: "Do you read me?!"
La conversación aporta pronto una sorpresa: la propia Erpenbeck es, como sus personajes, una exiliada interior. También ella tuvo que reinventarse cuando el mundo en el que había crecido se extinguió una noche de 1989.
Usted nació y creció en el Berlín comunista. ¿Cómo influyó la caída del Muro en su biografía?
Yo tenía 22 años, una edad en la que uno ya es adulto, pero todavía joven. Cuando cayó el Muro, mi sensación fue que mi niñez se acababa junto con el país en el que había crecido. De pronto me encontraba en otra sociedad y esto fue muy curioso, porque había que aprender todo de nuevo y sentía que vivía en otro país, aunque no me había movido. Me pareció interesante lo rápido que puede cambiar un sistema completo.
Siempre vivió en zonas de Berlín muy próximas al Muro. ¿Qué le inspiraba esa presencia?
Recuerdo haber pasado toda mi niñez cerca de estaciones de subte que habían sido cerradas en la zona oriental. A veces se oía el ruido del tren o se lo veía pasar a través de una rendija. Era una forma muy extraña de percibir un mundo paralelo. Naturalmente sabía que ahí estaba el Berlín occidental. Tenía una tía ahí, nos llegaban los ruidos. Esa experiencia de una frontera es, por supuesto, excelente para escribir: vista en negativo, una frontera es una limitación, pero en positivo significa que lo que uno conoce no es todo, que detrás hay algo más.
En su familia hubo además varias historias de fuga y desarraigo.
Sí, pero no a través del Muro. Mis abuelos paternos eran comunistas y emigraron a la Unión Soviética. Sobrevivieron a Hitler y luego a Stalin antes de volver a Alemania del Este. La otra parte de la familia viene de Prusia oriental, que tras la guerra se convirtió en Polonia. La abuela de mi madre tuvo que marcharse con sus niños a pie o en tren o como fuera hasta las cercanías de Berlín. Todos sobrevivieron de algún modo. Mi familia está llena de historias brutales sobre cómo se sobrepone uno en circunstancias difíciles.
Hablamos de fronteras, emigración, reconstrucción de la identidad. ¿Cómo se convirtieron estos temas en los ejes de su obra?
En mis primeros libros reflexiono sobre qué es una transición. Uno sabe lo que había antes y lo que hay ahora, pero lo intermedio, la transición de una identidad a la otra, es para mí un secreto. Historia de la niña vieja trata de una joven que se inventa la niñez de nuevo. La pureza de las palabras es en realidad una historia argentina de una mujer que descubre que sus padres son los que mataron a sus padres reales: otro caso donde el origen está extinguido, ya no es accesible. Siempre me interesó cómo actúa uno ante esa situación, cuando todo cambia de pronto y cuando uno debe encontrarse o reinventarse a sí mismo.
Es también el hilo central de la novela que se publica ahora en Argentina, El fin de los días. No quiero revelar mucho de su estructura tan particular, pero tal vez usted sí.
En principio es un juego mental que creo que hace cualquiera cuando pierde a alguien: preguntarse qué habría pasado si no hubiera muerto, si las cosas no hubiesen sido así. En mi libro la protagonista muere cinco veces en diferentes momentos, y eso me da la posibilidad de contemplar una y otra vez desde nuevos ángulos el mismo material vital. Hemos inventado un sistema para intentar darle un sentido a la muerte, como si la muerte formara parte del sistema. Pero luego otras vidas hacen que las cosas se desplacen y estén en movimiento. Me parecía atractivo explorar esos movimientos.
Esa estructura le permite además repasar las diversas tragedias del siglo XX en Europa.
Quería colocar a la misma persona en diversas situaciones. Quería ver cómo se comportaba mi protagonista, que es una mujer fuerte, curiosa y resuelta, en diversos contextos sociales. Durante un tiempo intenté no recurrir a la biografía de mi abuela, pero luego entendí que no tenía sentido (ríe). Vivió el imperio, la miseria tras la guerra, la emigración a Moscú, la vida en Berlín del Este. No son juegos teóricos míos, sino una historia y un material que conozco bien por relatos personales.
Un crítico dijo que su obra puede entenderse como la búsqueda de un lenguaje válido para expresar el luto por una pérdida. ¿Se identifica con esa descripción?
A ver: antes de que empezara a escribir este libro murió mi madre. Reflexioné mucho sobre eso. Tuve la sensación de que una muerte se observa de muchas maneras. Una es privada: la mía como hija. Pero luego hay idiomas diversos, diversas percepciones para alguien que muere: muertes solitarias que no son lamentadas por nadie, funerales de Estado? Me interesaron estos diferentes lenguajes. La muerte se presenta en la vida, y debemos procesar eso como seres humanos comunes y corrientes. Y sólo tenemos el lenguaje para entendernos a nosotros mismos y con los demás y para describir cosas. Y al mismo tiempo la muerte escapa a cualquier descripción, sigue siendo siempre ajena. No sabemos qué hay ahí. No se la puede describir. Pero tal vez sí se puede describir lo que falta.
¿La escritura la ayudó a procesar la muerte de su madre?
En realidad no. Lo bonito de escribir es que una puede tomarse el tiempo para reflexionar sobre los temas que la ocupan, y para procesar pérdidas hace falta tiempo. Pero por supuesto que sigo extrañándola.
Hemos mencionado muchos temas que ahora vuelven a Europa con los refugiados: de algún modo se repiten, pero con otros protagonistas. ¿Es la idea de su último libro, Gehen, ging, gegangen?
El protagonista aquí es un profesor alemán que acaba de ser nombrado emérito. Es decir, también tiene este quiebre vital y debe inventarse de nuevo en su vejez. Esto lo impulsa a entrar en contacto con refugiados, que son jóvenes y vienen de África pero tienen en realidad el mismo problema: han sido arrancados de su antigua vida y se encuentran en un estadio intermedio. No pueden instalarse, porque las leyes europeas se lo impiden, están también en una transición eterna. Viven condenados a la inactividad: no pueden fundar una familia, buscar mujer, tener niños, hacer dinero. No pueden comenzar una existencia. Como usted dice, la huida es la misma, pero los protagonistas cambiaron. Es un modo bonito de formularlo.
Para escribir el libro entró en contacto con refugiados. ¿Había algo en sus relatos que le recordara lo que escuchó de su abuela y de la Europa del siglo XX?
Para ser sincera, hay cosas que son igualmente espantosas. Por ejemplo, las descripciones del cruce en bote a Europa me recordaron mucho a los relatos de sobrevivientes judíos sobre los trenes de la deportación: el hedor, la mugre, el no beber ni comer, el no saber cuánto falta para llegar, la oscuridad. Son horrores similares. Una huida no es una deportación, claro. Naturalmente los refugiados que llegaron a Europa sobrevivieron. Pero siguen siendo refugiados de guerra que buscan su lugar. Creo que uno debería simplemente recordar que el mundo es un planeta y que Europa es una idea. Y luego están otros temas como el colonialismo, la exportación de armas, las materias primas? Tenemos nuestra parte de responsabilidad en que los refugiados sean refugiados.
Usted asumió esa responsabilidad: acoge a un refugiado en su casa.
Sí. Es extremadamente amable. Lo conocí cuando investigaba para mi libro. Figura también en la novela.
Vive con un personaje de su libro...
(Ríe) Se dio así, no tenía a dónde ir. La gente que quiso ayudar acogió sobre todo a sirios, pero de los africanos, que están aquí desde 2012, ya nadie habla. Por la historia de mi familia tengo presente que yo podría estar en esa situación, que sólo por casualidad no lo estoy. Pero la posibilidad de imaginarse, al menos como juego mental, que uno también podría ser un refugiado es una idea que mucha gente tiene negada.
¿Le sorprendió algo en particular del trato directo con los refugiados?
Aprendí mucho de ellos. Uno me contó: "Mi padre me dijo quién soy. Ahora está muerto, fue asesinado, y ahora ya no sé quién soy". Son extranjeros no sólo en Europa, sino que también son extranjeros para sí mismos. Primero deben reencontrarse a sí mismos y luego encontrar su lugar aquí. Instalarse podría ayudarlos a comenzar una nueva identidad, pero cuando les negamos esa llegada creamos "holandeses errantes" que sólo existen entre la vida y la muerte.
La búsqueda de la propia identidad es central en La pureza de las palabras, una novela inspirada en la dictadura argentina. ¿Cómo llegó a ese tema?
Leí mucho sobre eso. Conozco muy bien esa historia tremenda. Llegué al tema de un modo algo banal: por un documental de televisión sobre una mujer que descubre de adulta que es hija de un desaparecido. Tiene que elegir qué familia quiere, si la de la dictadura o la de su abuela, que la había identificado, y opta por los padres de la dictadura. Eso es interesante: es una decisión supuestamente incorrecta desde un punto de vista moral, pero muestra que no se pueden reaprender las emociones, que no se puede tener unas emociones diferentes de las que se tiene. Ellos habían sido sus padres y los quería. No pudo reaprender el amor a sus padres.
Otros decidieron lo contrario...
Lo interesante es que los falsos padres le enseñaron el lenguaje y con ello también historias que dependen de las palabras, incluidas mentiras y ocultamientos. Escribí el libro para ver si esas cosas dejadas de lado y esas historias desaparecidas quedaban en algún lugar. Los padres son los primeros manipuladores de lo que entra en la cabeza de un niño. Es difícil salir de eso. La infancia fue falsa, bien. ¿Y ahora? Ya no se puede recibir otra..
¿Por qué el libro no menciona explícitamente que transcurre en la Argentina?
Reflexioné mucho sobre si debía aclararlo. Decidí que no: quería un extracto de una dictadura, de la dictadura en sí. Pienso que cuando la sociedad está hecha de un modo que permite esas atrocidades, que una gente torture a otra, esa gente siempre existe. En la Argentina, en Alemania, en la Unión Soviética, en Estados Unidos, en todas partes. La ideología es intercambiable. En el libro inventé una dictadura con muchas cosas de la argentina, pero también de otras. El comportamiento siempre es similar, los rituales, el hecho de que la gente sea tratada como niños y el líder como un padre bueno. Hay paralelismos más allá del sistema concreto.
¿Dónde encuentra inspiración?
Es difícil decirlo. Encuentro inspiración en la naturaleza, tal vez. En ella veo que hay sistemas en marcha con su propia lógica y sus funciones y mecanismos de los que no tengo la menor idea y que probablemente son fantásticos. Uno puede aprender ahí un lección de modestia: que el ser humano tiene mucha fuerza de destrucción, pero tampoco es tan importante.
Biografía
Jenny Erpenbeck nació en 1967 en Berlín oriental. Es escritora y directora teatral. Su debut en la literatura se dio en 1999 con la muy exitosa Historia de una niña vieja. Escribió luego un volumen de cuentos, Tand, y la novela La pureza de las palabras. En la Argentina acaba de publicarse El fin de los días (Edhasa)
¿Por qué la entrevistamos?
Porque su obra -a la que se puede acceder en español- es considerada una de las más atractivas en la escena alemana.