Javier Milei esboza un nuevo relato que rompe con los precedentes
Ninguna narrativa fue a la vez tan áspera y ambiciosa, ni tan aplaudida en sus constataciones más amargas, como la que el Presidente ofrece en el inicio de su mandato
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Dice el nuevo presidente de la Argentina que Mauricio Macri, cuando se reunió con él después de las elecciones generales para ofrecerle su apoyo, le dio dos consejos: exponer con crudeza el estado en que recibe el país y “tener una narrativa”. El domingo, Javier Milei siguió el primer consejo hasta extremos nunca vistos en la política argentina; en cuanto al “relato” (término que el kirchnerismo elevó a fervor religioso y después degradó a mala palabra), también rompe con los precedentes. Todas las presidencias que marcaron a la Argentina, como se sabe, ofrecieron su propia versión del pasado, el presente y el futuro del país; esas narrativas proveen sentido y permiten, con un poco de suerte, atravesar las épocas de vacas flacas hasta que las cosas mejoren. Pero ninguna fue a la vez tan amarga y tan ambiciosa, y más aplaudida, precisamente, cuanto más amarga, como la que Milei ofrece en el inicio de su mandato.
Hasta hace poco, por razones obvias, el triunfo de Milei nos hacía hablar del menemismo. Pero basta un poco de memoria para comprobar que la “narrativa”, en tiempos de Menem, fue muy diferente de la que esboza Milei. Por entonces el liberalismo no era un grito popular sino una medicina ingrata, aunque indispensable, que las elites venían a administrar: habíamos comido demasiados caramelos y era hora de tomar la sopa. Una idea fuerte en esos años fue la necesidad de “tomar el tren” de la historia, frase que Bernardo Neustadt, el gran tejedor de la narrativa menemista, se cansó de repetir. Se ridiculizaba a los que “se habían quedado”, los que no sabían que el Muro de Berlín había caído; Mariano Grondona, con una sonrisa entre incrédula y compasiva, le preguntaba a un jovencísimo Jorge Lanata cómo era posible ser de izquierda después de Mijaíl Gorbachov.
No solo es furiosamente distinto el discurso de Milei: también, de manera crucial, es diferente ahora el mundo. Lejos del consenso liberal de 1989, las democracias occidentales hoy están desgarradas por el debate entre la izquierda woke y la derecha populista de Donald Trump, Giorgia Meloni y Jair Bolsonaro. Ese debate no sigue la línea de trincheras clásica (tan clara en la época de Menem) del estatismo enfrentado al libre comercio: todo se volvió más complicado, porque hoy los que reescriben los clásicos de Disney en clave feminista o “anticolonial” reciben el apoyo entusiasta de las elites globalistas; en la vereda de enfrente, Donald Trump se presenta como el azote del wokismo, al tiempo que promete restringir la inmigración y traer las fábricas de autos de la bahía de Bohai de regreso a Detroit, Michigan.
Lo cierto es que la derecha del hemisferio norte se enamoró de Milei: periodistas como Tucker Carlson o Ben Shapiro identifican la lucha del líder libertario contra el “socialismo” con la suya en su propio país. Poco importa que esa palabra signifique cosas diferentes en Washington, Londres y Buenos Aires; poco importa, también, que la justicia social de Juan Domingo Perón, que Milei promete desterrar de la política argentina, tenga poco que ver con los social justice warriors que pregonan el multiculturalismo y el fin del patriarcado. ¿O será que uno y otro comparten la pretensión del Estado de entrometerse en la actividad privada? Indiferente a esos matices, Elon Musk postea, con esperanzados subtítulos en inglés, una entrevista en la que Milei cita a Milton Friedman: “Una sociedad que pone la libertad por encima de la igualdad consigue mucho de ambas.” Abundan en X los que suspiran: “¿Por qué no tenemos a un tipo así en Estados Unidos?”.
Ironías de la historia, entonces: Milei puede jactarse de no ser ya, como habría sido hace tres décadas, un simple pasajero que corre para no perder el tren, sino un héroe global de la nueva derecha, casi un faro que marca el camino desde el lejano sur. No faltan razones para ver esos fervores con escepticismo, pero es indudable que el papel le calza a la perfección a Javier Milei, cuya historia personal y cuya carrera política llevan las marcas del mesianismo. Su infancia dolorosa, su derrotero abundante en traiciones de íntimos y conversiones fulgurantes, la circunstancia de haber sido metódicamente subestimado por todos y por supuesto el hecho de asumir el poder en condiciones desesperantes y con recursos políticos escasos aportan los elementos clásicos de un liderazgo mesiánico.
“No vine a guiar corderos –proclama Milei–, sino a despertar leones”: si el relato menemista invitaba a someterse a lo inevitable, el de Milei, a cambio de sacrificios descomunales, puede ofrecer el sentimiento de orgullo que supone la reconquista de una independencia, la áspera dignidad que otorga la autonomía recuperada, la reparación del amor propio herido por el puntero, el burócrata, el psicopatón con dedito levantado, el que dice “nadie se salva solo” pero quiere decir “sin nosotros no sos nada”, la artista prebendaria que sermonea con la e, el corrupto insolente que se pasea en yate. En una palabra: es un relato de liberación, cuyo sujeto no sería ya el abstracto pueblo, sino los ciudadanos como individuos, y quizá no está mal.
Milei volvió a citar, como lo viene haciendo, el libro de los Macabeos: “En una batalla, la victoria no depende del número de soldados, sino del poder que viene del cielo”. Puestos a basar la narrativa de esta presidencia en las Escrituras, bien podría tomar también una o dos páginas del libro del Éxodo, un documento que resuena en tantas historias colectivas y personales porque contiene algunas verdades psicológicas profundas. La primera concierne a los cuarenta años que, según el relato bíblico, pasaron en el desierto los hebreos tras escapar de la esclavitud en Egipto. ¿Por qué cuarenta años, si para caminar desde Egipto hasta la tierra prometida del Canaán bastaban unas pocas semanas? Porque la huida de Egipto no tiene lugar solo en el espacio, sino que es un hecho político y espiritual. En otras palabras: el derrumbe de un orden tiránico no resulta automáticamente en la libertad, sino en esa gran confusión y una pérdida de referencias que podemos llamar desierto, y que es el lugar donde la libertad se aprende.
Ese aprendizaje está repleto de arrepentimientos a medias, de miedo a la intemperie (“¿acaso no había suficientes sepulturas en Egipto, para que nos hayas traído a morir en el desierto?”) y de la tentación de recaer en la idolatría. Hay un hecho crucial, sin embargo: en el desierto, el primer acto de gobierno de Moisés no consiste en asegurar el pan, sino en nombrar jueces (Éxodo, 18:13). El relato es claro: no será la voluntad discrecional del Faraón, ni siquiera la autoridad del liberador, sino las impersonales tablas de la Ley, el instrumento que libera. Y entonces el pueblo ni siquiera necesita del líder, que bien puede quedar por el camino, sino que orgulloso, dueño de sí mismo y cubierto de harapos, entra en la tierra prometida.