Javier Cercas: "Hoy no basta con contar la verdad, hay que destruir las mentiras"
MADRID
Javier Cercas es un detective. Les pisa los talones a muchas criaturas -reales o ficticias- y, según su intención, las invita a tomar un café o las espía en su descenso a los infiernos. Algunos son héroes, otros son monstruos. Su estilo combina la autoficción y la narración sobre la aventura de escribir (o de investigar) a través de novelas donde desenmascara farsantes (El impostor) y saca de la oscuridad a personajes anónimos de la historia que merecen ser recordados (El monarca de las sombras y Soldados de Salamina). La justicia, con sus matices, y precisamente aquella que no se dirime en tribunales, juega una partida en cada párrafo. El autor español regresó este año con una obra que desanda ese sendero. Se trata de Terra Alta, un policial por el que obtuvo el Premio Planeta, y con el que abandona la primera persona de sus novelas anteriores, una voz tan noble, tan precisa, tan concentrada en su afán por comprender las entrañas del ser humano. Terra Alta es una furiosa novela sobre el odio. Melchor Marín es un policía que oculta un pasado oscuro pero también heroico, que investiga una tragedia personal y también el crimen de dos ancianos ocurrido en una fastuosa masía catalana en la aldea que da nombre a la novela. Las vísceras de las víctimas salpican la sala de estar donde aparecen sus cuerpos, mientras las fibras más íntimas de un autor que elige la tercera persona se cuelan por los renglones de una trama tejida con el terrorismo islámico, el independentismo y el Opus Dei. Melchor es adicto a Los miserables, el clásico de Victor Hugo, y devoto de Javert, el controvertido agente que en esa novela persigue a Jean Valjean. Melchor, como Javert, como Cercas, es un detective.
¿Cuándo fue la primera vez que leyó Los miserables?
Creo que tendría 18 o 19 años y naturalmente fui absorbido, casi aplastado, por la potencia del libro. Pero no produjo en mí el mismo efecto que en Melchor, cosa que es prácticamente imposible. Hay novelas de esa época que creo son más importantes, como Madame Bovary o Moby Dick. Lo que llama la atención de Los miserables es su potencia brutal, desmesurada, abrumadora. Es también una novela muy ajena a nuestro gusto actual. La opinión de Melchor no es literaria, es vital, visceral. Melchor no lee solo con la cabeza, lee con el corazón, con las tripas. Para escribir esta novela tuve que aprenderme Los miserables prácticamente de memoria.
¿De memoria?
Prácticamente sí, de memoria, porque Melchor se la sabe de memoria. No es posible memorizar 2000 páginas, pero casi lo hago.
Hay quizás un cierto arco que va desde Soldados de Salamina hasta Terra Alta -no contaremos los detalles- con respecto a aquello que hace un hombre cuando se encuentra frente a una presa: ¿la salva? ¿La aprisiona?
No lo había pensado. Qué bueno, qué curioso...
Quiero decir, se pone de manifiesto el poder que tiene un hombre de cambiar el destino de otro. O, mejor dicho, de no dañarlo.
Miralles [el héroe de Soldados de Salamina] es pariente de Melchor Marín [protagonista de Terra Alta], ambos se escriben con la letra eme. Están hechos de la misma pasta, de la pasta de los héroes. Pero para Miralles haber salvado la vida de ese hombre no es ningún problema, hasta que sesenta años después viene un periodista a preguntarle si ha sido él. Melchor se siente cercano a Javert, quien, cuando tiene delante a Jean Valjean, en lugar de detenerlo, se suicida. Es brutal. Pone en duda sus fundamentos: ¿cómo es posible que salve la vida de quien cree culpable?
Hay otro personaje que empieza con la letra eme, Marco [Enric Marco, de El impostor].
¡Joder, todos se llaman con eme! Marco es lo contrario, no es de la pasta de Melchor Marín ni de Miralles. Hay algo que está en los libros que he escrito: la virtud es secreta o no es. Cuando la virtud se hace pública, deja de ser virtud. Nadie sabe lo que ha hecho Miralles, nadie sabe eso que sabe el narrador: que Miralles es un héroe. Melchor también es un héroe y se esconde, como el "héroe de Cambrils" [el policía de Tarragona que logró abatir a cuatro terroristas en 2017]; nunca menciona eso y cuando alguien lo hace, cambia de conversación. En cambio, Marco no hacía más que hablar de su propio heroísmo. Cuando la virtud se hace púbica, cuando algo bueno se hace público, se pudre, como los vampiros.
¿Tiene algún héroe?
Qué pregunta tan difícil. Sí, hay gente que es capaz de hacer cosas que admiro.
¿En el campo del arte o de la historia?
Desde el punto de vista literario, muchos. Lo de Jorge Luis Borges es excepcional. Mi admiración por él no tiene límites. Lo leo desde que tengo 15 años y siempre me ha parecido extraordinario. Borges nunca se te cae de las manos; él hablaba precisamente del heroísmo. Y desde el punto de vista personal, no sé? Sí hay un hombre que admiro profundamente, pero ¿quién no admira a Nelson Mandela?
Entre los hechos que se asocian con Mandela están la cárcel, la privación de la libertad. ¿Ha estado alguna vez en una prisión?
Sí, he visitado bastantes cárceles. Primero he ido para documentarme, y luego he ido porque me lo han pedido. Me interesa la gente que hay allí, y me parece que es útil acudir cuando me llaman.
Como Ventosa, un personaje que aparece en Terra Alta, un autor que asiste a un encuentro con presos.
La escena carcelaria de esta novela está inspirada en mis experiencias personales. Mis libros se han leído en cárceles. El impostor se leyó en italiano, en la cárcel de Roma. Haría que fuese obligatorio para los chicos visitar alguna cárcel. La salud de un país se mide por sus cárceles y por sus escuelas.
Borges, uno de sus héroes, era profesor. Usted lo fue. ¿Extraña enseñar?
A mis colegas les digo que sí, pero no es verdad. Nunca fui un profesor que de vez en cuando escribía novelas. Siempre fui un novelista que se ganaba la vida como profesor. Dicen que no era mal profesor; hacía lo que podía.
En La verdad de Agamenón escribe que los escritores de éxito a veces se ponen en ridículo, por la cantidad de entrevistas y eventos en los que tienen que participar.
Me río de mí mismo cuando doy entrevistas. Creo que lo mejor que podemos hacer por un libro es no dar entrevistas, porque nosotros mismos nos banalizamos. Lo mejor que tengo que decir sobre cualquier cosa está en mis libros. Es más, el mejor Javier Cerca no es el que ahora está hablando contigo; es el que está en los libros. Esto lo dijo Proust hace mucho tiempo y para siempre. El otro es una persona social, más o menos interesante, simpática. Un impostor.
Su estilo ha sido estudiado en congresos, en la universidad: una primera persona muy nítida, una combinación de diversos géneros. ¿Qué es lo que cambia al escribir en tercera persona, como lo ha hecho en Terra Alta? ¿Por qué ha elegido esta voz?
Este cambio de persona ha sido crucial. Hasta Soldados de Salamina, todos mis libros habían estado escritos en primera persona. Por eso cuando terminé de escribir El monarca de las sombras tuve la impresión de que aquello era el final de un camino. Tuve esa certeza: sentí que si continuaba así podría correr el peor riesgo de un autor, que es el de repetirse. Mis novelas anteriores se caracterizaban por la falta de respeto con algunas normas del género. En cambio, aquí he respetado normas y he utilizado una tercera persona muy distante, muy fría. Paradójicamente, eso me ha permitido decir cosas que antes no había podido decir; me ha permitido escribir de una manera mucho más visceral, sacar cosas de dentro que me importaba mucho sacar: furia, odio. Necesitaba un cambio para decir cosas nuevas. El motor de este libro es el odio.
Es un narrador en tercera persona, como el narrador de la novela decimonónica que tanto le gusta a Melchor.
Pero también es un narrador posmoderno, se parece más al de Madame Bovary que al de Los miserables, que es muy intervencionista, que se mete con mucho desparpajo en el relato. El narrador de Terra Alta es, en cierto modo, kafkiano.
Quizá sea mi impresión a partir de la lectura de sus libros, pero ¿puede ser que con la terapia y el psicoanálisis no se lleve bien?
El psicoanálisis y la literatura tienen puntos en común. Ambos son géneros narrativos donde te cuentas a ti mismo. Hay un cliché que dice que la literatura es terapéutica. Los clichés lo son no porque contengan falsedades, sino porque al menos contienen una parte de verdad. Que la literatura es terapéutica es una evidencia, y yo lo sé. Si no fuera escritor, sería mucho más peligroso de lo que soy. Tan peligroso que creo que el Estado del Bienestar debería pagarme por escribir, porque si no escribiera, sería un oligofrénico peligroso. Entonces, el mismo poder que tiene la literatura lo tiene también la palabra en el psicoanálisis. En un momento de mi vida, hice terapia y me sirvió. Hoy, no.
Hay heridas que buscan sanarse en terapia y hay otras, más amplias, sobre las que se vuelve. Me refiero a la Guerra Civil Española.
El pasado nunca acaba de pasar. Porque el pasado del que hay memoria y del que hay testigos, no es pasado, es solo una dimensión del presente sin la cual el presente está mutilado. Estamos acostumbrados a pensar estúpidamente que el presente es solo hoy. Es mentira. La Guerra Civil no es el pasado, es el principio del presente. No transcurrió, como dicen los libros de historia, de 1936 a 1939. Eso es falso. Acabó en 1975, cuando muere Franco. O en 1978, con la Constitución, o con el Golpe de Estado de 1981. La dictadura no fue el fin de la guerra, fue la prolongación de la guerra. Qué hacemos con el pasado es una pregunta que recorro en mis libros.
¿Y qué hacemos con esa herencia?
Yo lo tengo muy claro. En primer lugar: hay que conocer el pasado en toda su complejidad. Eso es muy difícil, porque tendemos a edulcorar y a inventarnos un pasado alternativo, más agradable y menos conflictivo. En segundo lugar, y no menos importante, hay que comprender, lo que no significa justificar. Significa darse los instrumentos para no cometer los mismos errores.
Una comprensión que aplicó a la historia de Enric Marco, en El impostor, quien se hizo pasar durante décadas como sobreviviente de un campo de concentración.
Así es. Esto les ocurre a las personas y a los países. Si no se conoce y comprende una herencia, esta lo gobierna a uno. De modo que se repiten errores ya cometidos. Es lo que nos está ocurriendo ahora en Occidente; estamos incurriendo en los mismos errores que se cometieron en los años 30 porque hemos olvidado que ocurrió, porque lo hemos conocido de una manera superficial, porque lo hemos edulcorado. O porque no hemos querido entenderlo.
Usted ha ejercido como periodista, hace investigaciones para sus libros. ¿Cómo se vive en este mundo de fake news?
Tenemos la impresión de que hoy se cuentan más mentiras que nunca. Pero no es verdad. Es falso. Lo que ocurre es que la mentira tiene mayor poder de difusión que nunca. Sabemos desde el Evangelio que la verdad hace a los hombres libres, y que la mentira solo fabrica esclavos. Hoy ya no basta con contar la verdad, hay que destruir las mentiras, sobre todo las grandes mentiras escritas como grandes verdades. El poder abrumador de la mentira lo estamos viviendo a diario: en Cataluña lo vivimos en 2017 de manera palpable; y están el Brexit, la llegada de Donald Trump al poder. Todo esto demuestra que las mentiras son letales. El periodismo tradicional tenía filtros, pero las redes no. Son el campo perfecto para las mentiras. Por eso los periodistas son más necesarios que nunca.