Jack Kerouac, ángel de la desolación
Jack Kerouac es un mito beat, sí, pero también un malentendido y un inevitable cliché. Su vida y sus libros, inseparables por las múltiples superposiciones entre ambos –que el travestismo de nombres propios está lejos de disimular, pero que sus biógrafos han extremado o simplificado dócilmente–, han sido y continúan siendo un faro iniciático para las nuevas camadas de jóvenes lectores, de jóvenes viajeros y, en fin, de jóvenes de toda clase; pero asimismo han disparado infinitas vulgarizaciones y tergiversaciones.
La paternidad sobre el término "beat", así como sobre su significado, todavía se halla en discusión. Por un lado remite a la música, al ritmo –beat podría traducirse como latido–, pero el mismo Kerouac reivindicó siempre el carácter beatífico de su búsqueda y la de sus compañeros de andanzas. La versión más aceptada es que se trató de una expresión acuñada por el poeta Hubert Huncke –renombrado como Elmo Hazle para En el camino, la gran novela de Kerouac–, referida al tempo de las frases, a su impulso. Luego el novelista John Clellon Holmes utilizaría el término para bautizar como "generación beat" a un heterogéneo corpus de voces en un célebre artículo publicado en 1952 en The New York Times Magazine.
Nacido en 1922 en Lowell, Massachusetts, hijo de una pareja de canadienses de origen bretón –Kerouac habló solo francés hasta los seis años– de profunda raigambre católica, el futuro autor de Los subterráneos es para cientos de miles un símbolo aún vigente de muchas y diversas cosas, no todas dignas de alguien con su linaje y su educación: la vida en la ruta, los excesos, la promiscuidad o la libertad, lo contracultural, pero muy en particular la idea de la escritura como un devenir, un torrente apenas atravesado por la censura de la conciencia o las limitaciones de la razón y de la moral (y, claro está, potenciada por el efecto de las drogas y el alcohol). Desde luego, esa concepción ingenua o religiosa de la espontaneidad pertenece en buena medida al mito: Kerouac solía corregir sus primeras y –sí– espontáneas versiones hasta el hartazgo, y la publicación del manuscrito original de En el camino, en 2007, aquel que Jack derramó sin aliento durante tres semanas de abril de 1951, solo permitió corroborar, por si fuera necesario, el indispensable aunque siempre culposo y bastardeado papel del editor.
Sensible, maduro y frágil a la vez, reacio a toda forma de violencia –no le faltaron sin embargo altercados, el último pocos días antes de morir–, Kerouac tuvo una relación cercana y profunda con su familia, aunque no exenta de sordidez. El padre riguroso llegó a imaginarlo sacerdote. Lo perdió de joven y cuidó de él hasta los últimos días (y al regresar del funeral se puso a escribir furiosamente, como un antídoto contra la muerte). El hermano mayor, fallecido a los nueve años, cuando Jack tenía cuatro, Kerouac lo reverenció como a un santo y se le aparecería en sueños y visiones recurrentes. A él le dedicaría una novela cuyo título, Visiones de Gerard, resulta por demás significativo. Y la madre a la que siempre regresó, la que le brindaba la calma necesaria para volver a escribir o refugiarse de las derivaciones indeseables de la fama, pero que cuando al comienzo de la adolescencia él le confiesa que quiere ser escritor le dice, y quién sabe hasta qué punto no siembra la culpa que lo perseguiría toda su vida: "Tenías que haber muerto tú, y no Gerard".
Mucho antes de la notoriedad tardía –la rechazaron unos cuantos editores– y la histeria cuasi beatle que provocaría En el camino (1957), Kerouac había publicado una primera novela, en 1949, de corte muy distinto. Se llamó El campo y la ciudad, y todavía poseía un clasicismo deudor de sus lecturas de la adolescencia, en especial de Thomas Wolfe. Poco después ya sería otro, o en verdad ya lo era antes de su debut literario, pero esa transformación tardó un tiempo en trasladarse al papel. Entre medio había sufrido un sismo importante, con sus efectos retardatarios y resonancias de toda clase, cuyo epicentro debería anclarse en su breve aunque fructífero paso por la Universidad de Columbia. Kerouac, bien dotado físicamente para los deportes, consigue una beca allí; pero lo fundamental está relacionado con la ciudad de Nueva York en sí, que lo deslumbra y lo invita a nuevas experiencias, y las amistades que directa o indirectamente le provee el medio universitario.
Primero conoce a Lucien Carr, un tipo enigmático y atractivo que poco más tarde lo involucraría en un confuso episodio de asesinato, y a través de él a dos personalidades desbordantes y complementarias, con quienes llegaría a compartir muchas de las instancias centrales de su vida: Allen Ginsberg y William Burroughs. Ginsberg, enamorado de manera casi instantánea y en secreto –entre otras razones porque nadie sabe aún que es gay– de Kerouac, recibe de este último no solo el título del poema que lo volvería inmortal ("Aullido") sino también un contagio, un impulso para liberar su escritura. Al comienzo algo reticente a la efervescencia estilística y la pirotecnia emocional de la pluma de Kerouac, no mucho después gritaría que se trataba del "más grande escritor vivo de la Norteamérica de nuestra época".
En cuanto a Burroughs, al que también le regaló el título para su libro más recordado (El almuerzo desnudo), debía ser imposible abstraerse a su imán y a su influjo; no obstante, lo que más le fascinaba a Kerouac de aquel espectro viviente era el modo en que se comportaba en la ciudad, su desenvoltura, y el nulo temor que le provocaba la presencia de la ley. Burroughs es el guía, el maestro de Kerouac para la vida callejera en Nueva York, y junto con Ginsberg conforman por momentos un triángulo poderoso, en estado de ebullición creativa, lo que incluye además convivencias con diversos coprotagonistas (entre otros Joan Vollmer, futura esposa de Burroughs, a quien este asesinaría en otro –cuándo no– confuso episodio).
Las influencias "estrictamente literarias" de Kerouac fueron numerosas: de Ernst Hemingway y William Saroyan a Céline y Henry Miller, de Dostoievski y James Joyce –con quien más de una vez exigió ser igualado– a Marcel Proust y William Blake (su frase "el camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría" se convertiría en una especie de mantra para él). Pero además de Ginsberg y Burroughs las otras dos apariciones que tuvieron una ascendencia mayor sobre el escritor fueron sin duda Gary Snyder y Neal Cassady. Al poeta Snyder lo conoció en San Francisco, y fue quien lo introdujo en profundidad en el budismo, una de sus debilidades. El protagonista de Los vagabundos del Dharma está más que inspirado en él. A Cassady, que como todo el mundo sabe es el Dean Moriarty de En el camino, lo conoció desnudo en la puerta de su departamento, y el clic fue instantáneo. Junto con el jazz, o más específicamente la latencia y el desarrollo espiralado del bebop, Kerouac tomó de quien se volvería un hermano no solo las experiencias compartidas a través de sus viajes por todo Estados Unidos y México, sino asimismo "el aliento" de una famosa carta de nada menos que cuarenta mil palabras que Cassady le envió a Nueva York, en la que terminó de encontrar su estilo.
Casado en tres ocasiones y con una hija que reconocería recién a los diez años, Kerouac murió a los cuarenta y siete en Florida, el 21 de octubre de 1969, de una cirrosis hepática, poco más de una década después de haber hecho estallar al mundo con una novela, su segunda, que le traería la gloria y también una profunda tristeza. Muchos de sus libros, que se publicaron a mansalva luego de la explosión de En el camino, ya estaban escritos para entonces, y lo cierto es que Kerouac sintió que algo en él se había roto.
Cuesta reconocerlo en las últimas fotos, con o sin su esposa Stella Sampas, hermana de un antiguo amigo de la infancia. Se había vuelto un viejo prematuro, alguien que transmitía una desolación y un cansancio atávicos. Antes de eso se había convertido, claro, en la voz más importante de su generación, una generación que cambió el destino del siglo XX. Y semejante peso en los hombros jamás puede resultar gratuit