Isla Bryson, los mapuches y el despertar de las mayorías
Es la opinión pública la que permite, con su pasividad o su aprobación, que unos matones extorsionen a sus vecinos o que un violador escocés se declare mujer para burlar a los jueces; lo permite hasta que deja de hacerlo
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En el último par de meses, mientras en Mendoza la gente se manifestaba contra la cesión de tierras a mapuches autopercibidos, en Escocia anunció su renuncia la primera ministra Nicola Sturgeon. Estos hechos, en lugares y sociedades tan distantes, tienen más en común de lo que parece. En la Argentina la mayoría parece, de golpe, haber tomado conciencia del absurdo: el Estado nacional regala bienes raíces, sin otro requisito que declarar que uno se siente mapuche, mientras ignora o condena a quienes compraron esas tierras en buena ley. En cuanto a la mandataria escocesa, su renuncia también se origina en una cuestión de autopercepciones.
En 2020 un escocés llamado Adam Graham fue juzgado por violar a dos mujeres; cuando la sentencia ya era indudable, se declaró mujer bajo el nombre de Isla Bryson y fue trasladada, de acuerdo con la reciente ley trans, a la cárcel de mujeres de Cornton Vale. Ese privilegio –cumplir una condena en un entorno menos duro que una cárcel de hombres, poniendo de paso en peligro a las otras reclusas– causó indignación; la mayoría de los escoceses protestaron contra la legislación que había impulsado la primera ministra Sturgeon y que obligaba a reconocer el género “autopercibido” como una realidad jurídica. El único requisito: declarar que uno se siente mujer.
¿Por qué la gente reacciona a estos casos? Tal vez son tan grotescos que lograron, por una vez, vencer la parálisis que suele acometer a las mayorías cuando la ideología woke ruge sus verdades. Vale la pena repasar el caso mapuche, el más tragicómico de ambos: dos familias del sur, los Jones Huala y los Colhuan Nahuel, deciden un día hacerse mapuches. Los Colhuan Nahuel eran mormones; le comentaron a un vecino, Nelson Cárdenas, que iban a hacerse mapuches para tomar tierras y así dejarles algo a sus hijos. Parafraseando a Simone de Beauvoir: mapuche no se nace, se hace. El propio Cárdenas cuenta que viajaron a Chile, a modo de pasantía, para aprender la lengua y la vestimenta. Después se dieron el nombre de Lafken Winkul Mapu, ocuparon una plaza y un hotel abandonado, quemaron una cabaña, rociaron a un hombre con nafta y casi lo queman también, amedrentan a vecinos con disparos y destrozos.
Así lo narra Gonzalo Sánchez, que entrevistó a los protagonistas de esta historia picaresca que, para algunos, ya terminó mal: Santiago Maldonado se ahogó mientras escapaba de los gendarmes, Rafael Nahuel murió o lo asesinaron (el caso está siendo juzgado) en un enfrentamiento con Prefectura, después de lo cual el Gobierno prefirió abandonar Villa Mascardi a la ocupación de los ex mormones hasta octubre de 2022. Pero algo está claro: si los Jones Huala y los Colhuan Nahuel, descontado el cotillón ancestral, son buscavidas que merecerían lástima si no causaran tanto daño, lo que agrandó su figura hasta las proporciones de una crisis nacional no sucedió en la Patagonia sino en Buenos Aires.
Fue ahí donde ideólogos como Magdalena Odarda, exdirectora del INAI, o Sabrina Frederic, exministra de Seguridad, creyeron ver en esas patotas módicas la encarnación de su propio deseo: un alzamiento nacionalista y anticapitalista, que permite olvidar, entre otras cosas, la base china instalada en Neuquén durante el gobierno de Cristina Kirchner; alzamiento que además, por venir de presuntos oprimidos, paraliza las defensas de la opinión pública. Es esa opinión pública la que permite, con su pasividad o su aprobación, que unos matones extorsionen a sus vecinos o que un violador escocés se declare mujer para burlar a los jueces. Hasta que deja de hacerlo.
En el fondo, que los mapuches sean fraudulentos es secundario: aunque documentaran su ascendencia hasta el Toqui Lautaro, no tendrían más derechos que sus vecinos descendientes de italianos o croatas. En realidad, ningún pueblo es originario de ninguna parte; la idea misma de “pueblo originario” es racista y obtusa. La raza humana se originó en África oriental y desde entonces no hace otra cosa que migrar. También los hombres y mujeres que los españoles encontraron en América eran inmigrantes: descendían de tribus asiáticas que cruzaron el estrecho de Bering hace unos 16.000 años.
¿El que migró primero tendría más derechos? ¿También, entonces, merece más el descendiente de españoles llegados en 1700 que el coreano que todavía habla con acento? Por suerte la Constitución de este país es más generosa: ofrece un lugar para todos los hombres y mujeres que quieran habitar suelo argentino. Lo que significa esa idea, la más hermosa de todos nuestros textos fundamentales, es que la nacionalidad argentina no la define ninguna raza, religión, antigüedad o siquiera idioma, sino sólo la voluntad de vivir juntos en este lugar, bajo estas leyes. Eso que se llama –mal que le pese a tanto reaccionario de cuero negro y tanto fascista vociferante que usurpa el nombre– liberalismo.
Por otro lado, si la idea es volver al statu quo anterior a 1885, ¿con qué derecho nos limitamos a la Patagonia? ¿No correspondería volver a anexar Uruguay, devolver el Chaco Paraguayo? ¿Qué justifica la primacía del derecho mapuche sobre Vaca Muerta en desmedro del derecho querandí sobre Talcahuano y Viamonte? Como dice el ensayista David Rieff, el pasado es una materia demasiado dócil, que puede justificar cualquier cosa y su contrario, y por eso es repugnante usarlo para legitimar la política del presente. ¿Qué es lo justo? Lo justo es la igualdad ante la ley que sostenemos los vivos, no los mitos racistas apropiados por el pícaro de turno y sus cómplices con poder.
Pero (y con esto retomo la verdadera discusión) esta ideología enquistada en los Estados, el sistema educativo y el mundo empresario hace algo más grave. No sólo crea privilegios espurios, sino que los funda en el peor lugar posible: la subjetividad pura. Esto anula la posibilidad de cualquier pacto social basado en parámetros racionales; lo que queda es la primacía del más poderoso, el que tenga el mejor lobby, el que incendie más casas. Sea ésta la meta consciente de la movida woke o un daño colateral, lo cierto es que algo pareció romperse, como ocurrió cuando los presuntos mapuches extendieron sus reclamos a Mendoza, con el caso Isla Bryson.
Cuando una persona es encarcelada, pierde derechos civiles como la libertad o el voto, pero tradicionalmente conserva el de practicar su religión; la misma excepción se hizo, en el caso de Adam Graham, con el género autopercibido, lo que ayuda a revelar a la agenda woke como lo que es: una vocación teocrática, fundada en exaltaciones y visiones, en potestades elevadas a alturas sublimes sobre la razón y el derecho, y en la extorsión moral perpetrada por minorías iluminadas.
¿Cómo es que en nombre de las personas trans, que constituyen el 0,3% de la población, se llega a encubrir a un violador y se desprecian los derechos de las mujeres? Al menos Isla Bryson, después del escándalo, fue trasladado a una cárcel de hombres. ¿Y cómo es que una treintena de rateros se arroga la representación de los miles de argentinos descendientes de mapuches que viven en paz? Tal vez no sea descabellado ver en la caída de Magdalena Odarda o Nicola Sturgeon, socios de aquellos iluminados en el poder político, un indicio del despertar de las mayorías.