Irse a dormir en París y despertar en China
Los franceses tardaron en reconocer la magnitud de la pandemia del coronavirus y la vida cambió para ellos de un día para el otro
Si Argentina es una fábrica de thrillers políticos, Francia ha sabido deslumbrar al mundo con grandes épicas históricas: bravos jóvenes yendo a conciertos días después del peor atentado del siglo, trabajadores montando tenaces cada sábado el espectáculo de la revolución, incendios majestuosos. Sin su grandeza, Francia no es Francia, o eso pensaba De Gaulle, para quién la mediocridad, si existía, era una falta del pueblo, pero nunca del "genio de la patria". Quién iba a decir que un virus nacido de un murciélago chino iba a poner en jaque el ideal francés. Los reveses de la globalización.
Al principio parecía una enfermedad mediática. Un síntoma esperable de la prensa amarilla, habituada a lucrar con el morbo insaciable de la gente. Un virus de moda para asustar jubilados y seducir la mente maravillosa de los hipocondríacos, siempre en la vanguardia de la realidad. Para encender la fantasía anticomunista y la anticapitalista al mismo tiempo, y darle cuerda a innumerables teorías conspirativas. Pero el jueves 12 de marzo la crisis sanitaria tomó en Francia dimensiones oficiales. Desde el Palacio del Elíseo, el presidente Emmanuel Macron le habló a "sus queridos compatriotas" con su clásico traje azul, una corbata oscura y tres tomos de la Bibliothèque de la Pléiade –De Gaulle, Stendhal y Gide– sobre su escritorio estilo imperio (al lado de Rojo y Negro, una foto de Brigitte). Después de acompañar el dolor de las víctimas y reconocer a los "héroes de delantal blanco", el presidente saludó la sangre fría del pueblo francés: "frente a la propagación del virus, pudieron sentir inquietud o angustia, por ustedes o por sus seres queridos. Pero todos estuvieron a la altura, sin ceder al enojo ni al pánico, y más aún: obrando bien, demoraron la difusión del virus. Esto es lo que hace una gran nación". Fue necesario halagar el narcisismo francés durante veinte minutos para llegar al fin a la única información que una profesora como yo estaba esperando: a partir del lunes, se cerraban guarderías, colegios y universidades. Anticipé la indignación general de los queridos compatriotas. Todos negaban que Francia pudiera estar cerca de la afamada Fase 3. Quizá por eso, cediendo a la voluntad de un pueblo que parece conocer bien, el presidente anunció que las elecciones municipales del día domingo no serían suspendidas, como si los valores de la democracia fueran capaces de evitar por unas horas el más implacable de los contagios.
París –artera, como siempre– decidió que, ahora que nadie podía salir, era un buen momento para que el sol lo hiciera. La luz del viernes encontró a multitudes reunidas en terrazas: a distancias mínimas como son diminutas las mesas de cualquier café parisino, viejos, jóvenes y niños respirando juntos sin temor a nada. Esa misma noche la calle parecía un carnaval. Al día siguiente, cuando me asomé por la ventana al ruido de petardos y arengas, vi a los chalecos amarillos todavía fieles a su cita sabatina. El "Acto 70" era esta vez algo más que un rechazo a la reforma previsional: amontonados en las calles, los trabajadores reclamaban medidas estrictas contra el coronavirus. Tal vez no fuera para ellos curioso que esa misma epidemia que querían combatir –y que sin duda propagaban a velocidades inusitadas– les hubiera dado una nueva arma contra la policía: ¿quién necesita fuego cuando lleva el terror en la saliva? Por primera vez, vi a los CRS (Compagnies Républicaines de Sécurité) intimidarse ante hombres que solo podían escupirlos.
Horas después, Édouard Philippe, el primer ministro, anunciaba el cierre de comercios, templos, cines y bares. Otro político felicitando al pueblo por su necedad para poder exigirle luego un poco más de disciplina: "Somos un pueblo alegre (sic), al que le gusta juntarse, y más cuando el miedo empieza a ganar terreno". Esa misma noche, sin una sola terraza abierta, escuché música y algarabía: la gente había decidido juntarse en las plazas. El domingo se votó, y como el día era soleado, los parisinos decidieron salir a hacer picnics en los parques, compras en los mercados al aire libre y tiempo en las escalinatas del Sacre-Coeur.
Aunque no era solo necedad, también había bullying. El COVID 19, ecuánime y católico, no discrimina entre ricos, pobres, chinos, franceses o argentinos. Como una piedra de toque, sin embargo, el virus ha llegado para confirmar el ethos social de cada pueblo, una comedia de costumbres que, si bien conocemos, ahora emerge al ritmo de la propagación: mientras los napolitanos cantan desde sus balcones con la resignada nostalgia de sus panderetas y el ingenio argentino nos da los mejores memes que conoció Twitter, los parisinos le hacen un discreto bullying a cualquiera que se tome en serio la pandemia. Un profesor cubano se pasea precavido por los pasillos de la facultad con barbijo y guantes de látex, exótico para sus colegas y alumnos franceses que al verlo parecen pensar "such is life in the tropics". Un virólogo argentino, radicado en Francia y hondamente francés, aprovecha la ocasión para plantear un problema terminológico en Radio Mitre: quién te dice que no hubo coronavirus el año pasado, si no sabemos cuál es el pico, ¿es pandemia o epidemia? Un obstetra malhumorado del burgués barrio 7 acusa de vaga a una paciente embarazada de seis meses y medio: "¿qué quiere? ¿Un certificado médico para no ir a trabajar? No se lo puedo dar". Tercos maridos que niegan la existencia del peligro porque en realidad prefieren morir antes que quedarse con sus mujeres y sus chicos en casa. El heroísmo francés ocultando siempre su idiosincrático sadomasoquismo.
Lo que De Gaulle llamaba grandeza y Macron sangre fría quizá no sea otra cosa más que la elegancia de la negación. Para este pueblo, no tocarse la cara con las manos es más difícil que renunciar a la imagen que tiene de sí mismo. "Francia, tal y como es, entre los demás países, tal y como son, bajo pena de un peligro de muerte, debe mantenerse erguida y apuntar alto", escribía De Gaulle, héroe de la Resistencia y primer presidente de la V República, cuya biopic empapela todavía los pasillos del metro. ¿Debía Francia, como Notre Dame frente al fuego, permanecer imperturbable mientras se la devoraba el virus? Esa noche me fui a dormir pensando que el genio de la patria, en tiempos de COVID 19, quizá fuera su propia perdición.
A la mañana siguiente, para mi gran sorpresa, amanecí en China. O eso me pareció cuando abrí el teléfono y vi un SMS del gobierno que decía: "ALERTA COVID 19: EL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA ANUNCIA QUE…" "¿Recibiste el mensaje?", le escribí a una amiga. "Big Brother is watching you", me respondió. De ahora en más, nadie podía salir de su casa a menos que estuviera munido de un permiso especial. ¿Pero dónde conseguirlo? No lo sabíamos aún. Había que esperar instrucciones. El hashtag dominante en Twitter ahora era: "Quédese en su casa. Salve vidas".
Había hecho falta declarar "la guerra sanitaria" e inventar un decreto para controlar la desobediencia civil. A imagen y semejanza de su administración pública, el Estado puso en marcha un sistema de papeletas que es menester imprimir o copiar a mano y firmar. Salir sin documentos y sin declaración jurada puede costar caro: la multa de base es de 135 euros, pero por motivos desconocidos que solo ellos sabrán graduar y distinguir con la sutileza cartesiana de su lengua, puede subir hasta 375 euros. Las calles no están desiertas, pero los pocos transeúntes que hay llevan todos su permiso. La policía, enguantada en látex turquesa, vigila puentes y esquinas.
Cada noche, a las ocho, se escuchan gritos y aplausos. El rayo de la torre hace su ronda por el cielo sin estrellas de París. Los balcones se encienden en todos los edificios clamando bravos y vivas. No es folklore italiano, sino ovación francesa al heroísmo de médicos y enfermeras que pelean por nosotros esta nueva guerra. El pueblo parece haberse acomodado al rol secundario de una audiencia expectante y confinada por ley, hasta nuevo aviso.