Ir al gimnasio para comer sin culpa
Están las deportistas de siempre, las que entrenan todo el año y están las que solo van al gimnasio cuando empieza el verano. Aquellas que se anotan y faltan, las que se quejan y hacen la mitad del ejercicios, las que preguntan en voz alta cuánto falta y no hablan con nadie. Yo soy una de esas.
Porque mi única motivación para hacer actividad física es comer y beber sin culpa. Salir a tomar cerveza, comprarme un pancho con lluvia de papas en la estación mientras espero el tren, pedir un kilo de helado después de cenar o disfrutar de un buen chocolate de postre.
Como suelo hacer cada principio de año, en marzo me anoté en un grupo de runners que se juntan a entrenar a las ocho de la mañana en la plaza, a cuatro cuadras de mi casa. Nunca me gustó correr, pero hacer una actividad al aire libre me entusiasmaba más que encerrarme en un gimnasio rodeada de espejos y cuerpos trabajados.
Pero cuando empezó el invierno y tuve que salir casi de noche a transpirar con bufanda y guantes dejé de ir. Por un tiempo me siguieron llegando los WhatsApp con la información para anotarse en las distintas carreras y las fotos de mis compañeros mostrando sus medallas, hasta que sin chat de despedida ni excusas falsas abandoné el grupo para siempre.
Ahora que empezó el calorcito me anoté en el polideportivo de mi barrio y hago aerobox. Pago ochenta pesos por mes, el diez por ciento de lo que me salía pertenecer al team runner de la plaza. La clase se da en el quincho, afuera, frente a la parrilla. La primera media hora entramos en calor pegando piñas al aire con actitud de boxeadoras, la otra mitad hacemos abdominales y trabajo de fuerza.
Y para mi sorpresa, acá siempre hay alguien que se queja antes que yo. "Profe, dale, nos estás matando" o "Qué pasa hoy, te pusiste exigente", se escucha desde el fondo. El otro día una mujer confesó sin vergüenza que se acababa de comer tres torta fritas y por eso no podía moverse; y también están las que cuando se cansan se van en silencio hacía un costado y se sientan a mirar, como si estuviesen esperando a alguien.
No sé cuánto tiempo voy a ir al polideportivo pero creo que por fin encontré un lugar donde no me siento un outsider del fitness. Hasta me hice una amiga. Se llama Dani y, mientras intentamos imitar los movimientos de la profesora, charlamos de lo que hicimos el fin de semana, de nuestras parejas, del trabajo, pero sobre todo hablamos de comida. Ella es cocinera y por eso muchas veces le pido que me lleve bandejas de ravioles o milanesas congeladas que hace para vender, así cuando llegó a mi casa no tengo que cocinar.