Invasión contra la democracia y ambigüedad en América Latina
Según Putin y sus justificadores, el propósito de su invasión a Ucrania es prevenir su incorporación a la Unión Europea y a la OTAN y detener su avance hacia sus vecinos, exrepúblicas soviéticas --avance que supuestamente amenaza la seguridad de Rusia. Pero en realidad la invasión es un ataque a la democracia ucraniana, cuyo presidente, Volodimir Zelensky, fue electo con 73% de los votos. Putin pretende decapitarla, subyugarla y restaurar la dominación imperial rusa en Europa Oriental. También es una agresión a la democracia europea y al mundo democrático/liberal en general.
Lo que enfureció a Putin fue el deseo de Ucrania en 2014 de unirse a la alianza democrática de la Unión Europea y a la OTAN para proteger su democracia. Después de todo, ¿a qué países ha invadido, ocupado o subyugado militarmente la OTAN? La verdadera amenaza a Putin son las democracias adyacentes. La democracia es su némesis; el tirano teme su efecto de demostración. De allí su represión interna, encarcelamiento y asesinato de opositores y cierre de medios. Lo que Putin quiere es detener el avance de la democracia hacia sus fronteras. Tal es su temor que hasta violentó los supremos principios de no-intervención, integridad territorial, respeto a los derechos humanos y solución pacíficas de controversias establecidos en la Carta de la ONU.
El operativo bélico es parte de una nueva Guerra Fría ideológica entre el mundo democrático liberal, liderado por Estados Unidos y la Unión Europea, y la autocracia absolutista, liderada por China, potencia económica emergente y por Rusia, potencia militar/nuclear resurgente y revisionista. Ambas potencias autocráticas desafían el orden democrático liberal e irrespetan las normas e instituciones internacionales.
Por ello conviene advertir que América Latina está en la mira de la estrategia expansionista y desafiante de ambas autocracias, como lo fue con el comunismo. Ambas pretenden desafiar en el hemisferio el orden democrático y la preeminencia estadounidense. Su creciente penetración en lo comercial, económico, tecnológico/cibernético, financiero y militar constituye una potencial amenaza a la seguridad y la democracia de los países continentales.
China, con su comercio e inversiones en sectores críticos de recursos naturales (minería, hidrocarburos) e infraestructura (energía, telecomunicaciones, transporte), y su cooperación científica y espacial inevitablemente genera dependencia económica y vulnerabilidades políticas en países débiles. La Argentina y varios países de la región ya son parte del plan estratégico global multibillonario chino: la Iniciativa de la Franja y la Ruta. Así, China busca ganar y ejercer influencia, crear lealtades y avanzar sus intereses geopolíticos en el mundo.
La presencia rusa en América Latina se destaca por el apoyo militar que sostiene a las dictaduras de Venezuela (su principal socio militar), Cuba y Nicaragua, y que desafía la preeminencia de EE.UU. y el orden democrático del continente. Sus dictadores respaldan la invasión rusa a Ucrania. Además, Rusia cuenta con el “coqueteo estratégico” de países como la Argentina y Brasil por razones comerciales, y junto con México pretenden marcar un no-alineamiento automático con EEUU. Sorprendió el ambiguo pronunciamiento inicial de los dos primeros a la brutal invasión de Ucrania y su no adhesión a la declaración condenatoria de OEA, aunque luego condenaron la invasión en la ONU. Pero los tres se niegan a imponer sanciones contra Rusia. La declaración de la OEA debería haber insinuado la suspensión de Rusia como observador de la organización.
Sin embargo, parece imperativo reconocer que la invasión rusa es, en efecto, un ataque al mundo de la democracia liberal, al cual esos tres países pertenecen. No se puede ser ambiguo ni neutral ante la arremetida autocrática y su potencial amenaza a la seguridad democrática del continente, implícita en la creciente presencia china y rusa.
En este nuevo mundo turbulento y desafiante para la seguridad de las democracias de la región, no se puede dudar ni vacilar a qué mundo se pertenece. Imposible ser “amigos de todos”. No hay equivalencia moral entre los demócratas y los autócratas criminales. En política exterior se requiere tener claro cuáles son lo valores e intereses prioritarios.
Los recientes viajes del presidente Fernández a China y Rusia, además de inoportunos y con comentarios improcedentes contra EE.UU., dejaron la impresión de que el gobierno carece de una brújula moral/ideológica que marque las prioridades y que guíe su política exterior. Exhibieron más bien vestigios de una recurrente política exterior cortoplacista, errática, sin rumbo claro (“a la bartola” diría Juan Pablo Lolhé), inconducente para los intereses estratégicos de largo plazo del país.
La política exterior del país, y de otros países del hemisferio, parece confundida por corrientes intelectuales marcadas por el deseo de una imaginaria autonomía (periférica, estratégica, heterodoxa), o por conceptos similares como “no alineamiento automático,” “diplomacia equidistante”, “realismo periférico,” que en la práctica parecen ambigüedad o “coqueteo estratégico” que conducen al aislamiento.
Para ser efectiva en la defensa y promoción de los intereses estratégicos nacionales (democracia, soberanía, bienestar), una política exterior no sólo requiere prioridades y una brújula ideológica consistente con los valores democráticos del país, sino también una economía solida, próspera y una democracia funcional. Sin tales condiciones no se puede pretender jugar en las grandes ligas de las grandes potencias. De lo contrario, es sólo un coqueteo estratégico inconducente. Tener una brújula moral/ideológica no es alinearse automáticamente con EE.UU., sino con la causa de la democracia y las normas y principios internacionales fundamentales.