Intrusas: la doble voz de las poetas mujeres
Dos libros, que recuperan las obras de Estela Figueroa y de Diana Bellessi, abren una discusión sobre el lugar de la poesía en el canon literario
“Los libros de ella, al no estar pegados a una moda de la época y al haber seguido siempre un estilo personal, son libros que están vivos”: Pedro Mairal escribió sobre Sara Gallardo esta frase que aparece citada a modo de recomendación en la edición de Fiordo de Pantalones azules. Dos libros publicados con sólo unos meses de diferencia, El hada que no invitaron. Poesía reunida de Estela Figueroa (Bajo la Luna, que ya había publicado La mitad de la verdad, la poesía reunida de Irene Gruss) y El otro lado de las cosas. La poesía como restauración de una voz en la obra de Diana Bellessi (Blatt & Ríos), de Natalia Romero, hacen pensar en esa relación nombrada como al pasar por Mairal entre el carácter marginal o intruso de un autor y la capacidad de su obra de superar el paso del tiempo, como obra viva y no como museo.
En el caso de Figueroa y de Bellessi, hablamos de intrusas por partida doble, en su carácter de mujeres y de poetas, ese género marginado a veces por los cánones y siempre por el mercado. Por partida triple, en realidad, si contamos otra casualidad de las circunstancias: ambas nacieron en Santa Fe, lejos de esa Buenos Aires que en ocasiones parece creerse el centro de todo, hasta de la literatura. Por si fuera poco, además de la ciudad, Bellessi y Figueroa comparten el año de nacimiento: 1946.
La sensibilidad y la poética de Estela Figueroa están perfectamente sintetizadas en la contratapa de El hada que no invitaron, que reproduce un poema suyo, “A Manuel Inchauspe, en el hospicio”: “Las nuestras, mi amigo, son obras pequeñas. / Escritas en la intimidad / y como con vergüenza. / Nada de tonos altos. / Nos parecemos a la ciudad / donde vivimos. // Perdiste tus últimos poemas / y yo casi no escribo. // De allí / esos largos silencios / en nuestras conversaciones”. La voz de Figueroa es tal cual ella misma la caracteriza: se escribe en los silencios de los objetos, se escribe limpiando y dándole de comer al gato, se escribe recordando y pensando un presente calmo pero en el que siempre acecha la posibilidad de la irrupción de la poesía, del corrimiento del sentido. Es modesta, por supuesto, Figueroa en su caracterización: su obra es íntima y pequeña en mejor de los sentidos, pero es rica en recursos poéticos, en imágenes abiertas, en falsas metáforas detrás de las cuales no hay respuestas claras, en símbolos rotos.
Una voz propia
En El otro lado de las cosas, Natalia Romero anuda la pregunta por el significado político y existencial de la afirmación de la voz que implica escribir, en particular escribir poesía, y en particular en el caso de las mujeres (la afirmación de algo que ha sido, previamente, negado), y el modo en que estas cuestiones pueden leerse en la obra de la poeta Diana Bellessi. Lo anuda, justamente, con su propia voz: es a partir de la construcción de su voz de narradora, discreta pero no fría, poética pero precisa, que Romero puede hilvanar el registro académico con la crónica, la entrevista y la narración en primera persona de su experiencia como investigadora, como poeta y como mujer. Es esa voz la que va al encuentro de la de Bellessi, a buscar el gesto político en el gesto poético.
¿Por qué estas mujeres, por qué ahora? Hay al menos dos maneras, igualmente valiosas y necesarias, de responder esa pregunta. La primera: porque sí, porque se puede, porque por qué no. Como dice la poeta y crítica Alicia Genovese en su libro La doble voz: poetas argentinas contemporáneas, “no (se) trata de establecer nuevas jerarquías ahora dentro de un supuesto subgrupo de mujeres, sino (de) trazar nuevas lecturas, abrir el campo de visión para que se vea algo de lo mucho que no se ha podido ver”.
“De por sí el concepto de canon me suena medio anacrónico, por no decir monárquico”, dice la poeta y teórica Tamara Kamenszain. “En un coloquio dedicado a Saer, Beatriz Sarlo –a cuyo edificio teórico no parecen haberle movido el piso nunca los estudios de género– dictaminó que el canon de la literatura argentina post-Borges está integrado por Saer, Fogwill y Aira. Sonaría igual de anacrónico contraponer, por ejemplo, un canon post-Silvina Ocampo, a la que le seguirían Sara Gallardo, Sylvia Molloy y María Moreno. O, por qué no, contraponer poetas –sean mujeres u hombres–, ya que la misma antigualla del canon opera para considerar que literatura es sinónimo de narrativa. Por suerte en algunos escritos más contemporáneos ya se puede ver que ni el género literario ni el sexual logran imponerse. ‘No elegir’ fue una premisa lamborghiniana que hoy parece estar naturalizándose. Así, aparecen textos bisexuales donde ensayo, narrativa, poesía y etcéteras conviven amablemente. Entonces, para los que todavía quieren canon, no queda otra que aplicar el arma más práctica y contundente que detentan los estudios de género: el cupo. Todo el resto es literatura”.
María Moreno, que ha escrito en varias ocasiones sobre qué significa ser escritora y mujer en un mundo que todavía piensa esa figura en términos de rareza y excepción, también insiste sobre la necesidad de desnaturalizar ciertas clasificaciones: “Quizás deberíamos acordar no responder a la pregunta por ‘las escritoras’”, dice. “Todos leemos parcelando y haciendo series de acuerdo con los efectos inconscientes de los suplementos literarios y sus abrevaderos en el mercado. Y la parcelación suele ser entre otras por generaciones. No se nombra a Selva Almada junto a Hebe Uhart o a Matilde Sánchez con Gabriela Cabezón Cámara, ni se nombra a mujeres con varones. A pesar de la revalorización de la crónica no se nombra a Cristian Alarcón o a Martín Caparrós junto con Daniel Guebel o Sergio Bizzio. No se junta a best sellers con escritores estabilizados por la crítica académica. Alguna vez Ricardo Piglia, como una bendición de padrino, dijo que yo era el mejor escritor argentino, y como el campo intelectual suele ser cholulo, esa frase me abrió bastantes puertas. Pero esa frase era sobre todo estratégica para desalojar a sus probables rivales en ese puesto. No digo que mintiera y no lo pensara desde su habitual generosidad, pero en la frase hay que atender a quienes no nombra. Si sos mujer se te lee siempre a título de excepción, de lugar para negociar antagonismos, desde una misoginia positiva o desde una bendición patriarcal. Y en esa forma de leer participan también las mujeres, son consensuadas”, dice Moreno.
Y para terminar reconoce el potencial de ese lugar de extranjero en el campo literario: “Como en ‘La intrusa’ de Borges, la posición intrusa permite no participar de las contiendas de linaje o por el lugar actual en el mercado o la valoración crítica”.
Irrumpir en la escritura
Atendiendo a estas advertencias y utilizándolas como talismanes, se puede pensar qué es eso que hay en la obra de ciertas poetas, obra que puede tener varias décadas ya, que se nos aparece hoy tan vivo y casi urgente. Éste es un poco el camino que emprende Romero. En su búsqueda sobre Diana Bellessi recupera dos conceptos muy productivos para la pregunta que nos ocupa.
El primero es el de la escritura femenina, de la filósofa feminista Hélène Cixous. Lo interesante de esta idea es que habla de escritura y no de “literatura femenina”: de esta manera, no hay una generalización o un encasillamiento de la literatura producida por mujeres, sino que la atención está puesta en el acto de apropiación y la toma de posición que implica ser mujer y escribir, irrumpir en la escritura. Esa apropiación, que es una reapropiación (“el poema busca restaurar la voz en el jardín”, dice Bellessi), no tiene por qué ser grandilocuente ni mucho menos tener un contenido político explícito; todo lo contrario. Bellessi, como Figueroa en su poema, habla de la pequeña voz de la poesía y contrapone la poética al discurso: son dos cosas diferentes, e incluso llega a afirmar que “toda ideología mata al poema”. La politicidad está en el acto de tomar la palabra, en esa restauración de lo que había sido silenciado.
El otro concepto interesante es el de la doble voz, que Romero toma de Genovese. La autora se enfrenta al Foucault (y así a toda la tradición de la crítica estructuralista) que preguntaba “¿qué importa quién está hablando?” y le contesta que sí, sí importa quién habla. Pero no para preguntarse por la psicología o las intenciones del autor, o para decir que las escritoras “cuentan otra historia”, sino para poner en evidencia que los discursos sociales son también intertextos, y que una mujer que toma la pluma, en ese solo acto, les está contestando a esos discursos. Ahí está el movimiento de la doble voz: la que escribe y la que responde, la que se exhibe y la que se oculta, la que escribe y la que se crea escribiendo, la que busca una identidad que le fue negada.
No se trata de ninguna historia alternativa ni de ningún “lado femenino de la literatura”: es esa doble voz, esa que se produce en la escritura femenina, la que hoy escuchamos como un estruendo en la poesía sin tonos altos de Estela Figueroa y la pequeña voz restaurada en el jardín de Diana Bellessi.