Intervenciones en la historia
Suspender la autonomía de una provincia descarriada no es un remedio novedoso, aunque sí incierto
A menudo con la intención de domar gobiernos provinciales desafectos, a muchos presidentes se les hizo costumbre, desde Santiago Derqui en adelante, echar mano al recurso extraordinario de la intervención. Basta recordar que sólo Marcelo Torcuato de Alvear (1922-28) dispuso diez intervenciones federales (siete por decreto, apenas tres por ley) para apreciar que las seis que hubo en los últimos veinte años de democracia continuada exhiben un considerable ahorro del recurso.
Se cuentan seis intervenciones pero, en realidad, hubo desde 1983 sólo cuatro provincias intervenidas, porque a dos de ellas, Corrientes (por decisión de Menem y de De la Rúa) y Santiago del Estero (Menem y Kirchner), se consideró necesario repetirles la medicina. Las dos que se bastaron con una intervención cada una para volver, se supone, al redil institucional --la Constitución habla de garantizar la plena vigencia del régimen republicano-- fueron Tucumán (intervenida por Menem en enero de 1991) y Catamarca (también Menem, tres meses después).
De tan comentadas que fueron ahora las idas y venidas de la administración Kirchner con la intervención a Santiago del Estero pasó casi inadvertida su singularidad, la extraordinaria longevidad biológico-política del caudillismo en demolición. ¿O será que las intervenciones son sólo un recreo en el inextinguible feudalismo y aún veremos a Juárez --o a su esposa o su herencia política-- volver otra vez? Porque una vez ya volvió.
Quien atendía desde el Ministerio de Economía provincial antes de quedar preso junto con la gobernadora --su segunda mujer-- merece un Guiness criollo. Con 87 años y cinco mandatos en su haber, se trata del único caudillo vigente (y junto con Antonio Cafiero y Manuel Quindimil únicos octogenarios justicialistas de peso) procedente del primer peronismo. Eso equivale a decir que el juarismo resistió en Santiago la erosión de todas las presidencias peronistas, de tres dictaduras militares y de los gobiernos radicales, y atravesó, en fin, todos los vaivenes de la Argentina. Existía antes del voto femenino y llegó al siglo XXI con muchos menos raspones que unos cuantos partidos políticos de grosor memorable. Aquel joven abogado devenido gobernador en 1949, a quien Eva Perón apreciaba, fue el mismo --ya no tan joven-- que estaba guiando la provincia desde las sombras cuando multitudes enardecidas la pusieron en llamas, el 16 de diciembre de 1993. Como se suele decir en esos casos, se dijo entonces que el pueblo, hastiado, le había puesto una bisagra a la historia. Pero en verdad el "santiagueñazo" motivó una intervención de un año y medio a cuyo término el juarismo volvió a gobernar.
Pudo pensarse que Juan Schiaretti, el interventor de aquel turno, no tocó las estructuras feudales en atención al detalle de que él, el presidente que lo había comisionado y el caudillo al que había guardado, eran todos del mismo partido. Pero un poco más al oeste otra dinastía feudal igualmente sembrada en tiempos de Perón y Evita, la de los Saadi, pasaba en los 90 a convertirse en partido opositor cuando el interventor Luis Prol, peronista igual que Schiaretti, volvía a Buenos Aires para decirle al presidente Menem "misión cumplida". Es cierto que después, a la usanza saadista, los Castillo, padre e hijo, se sucedieron en nombre del Frente Cívico en la gobernación; también es cierto que mucho más tarde brotó de entre los escombros del saadismo Luis Barrionuevo, catamarqueño incombustible a quien el Senado actual de mayoría peronista protegería tras la quema de urnas. O que el propio Ramón Saadi volvió al Congreso. Pero es innegable que Catamarca no fue la misma tras la intervención provocada por los sucesos que siguieron al asesinato de María Soledad Morales.
Aparte del caso particular de Corrientes, donde se sucedieron los interventores Francisco Durañona y Vedia, Claudia Bello e Ideler Tonelli sin mayor éxito en la tarea de consolidar instituciones capaces de contener en forma ordenada las severas disputas domésticas del Pacto Autonomista Liberal, del PJ y la UCR (años después, la misma faena le tocó al radical Ramón Mestre), Tucumán fue otra provincia justicialista intervenida por un gobierno central del mismo partido. Pero el efecto alcanzó allí mayor espectacularidad, expresión para nada ociosa. Como corolario de la intervención de Julio César Aráoz --quien terminó con la gobernación de José Domato--, el cantante Palito Ortega, invitado por Menem, entró de lleno en la política. El 8 de setiembre de 1991 Ortega fue votado exactamente por la mitad de los tucumanos; el 44% optó por Antonio Bussi.
Raúl Alfonsín, como Arturo Illia, no intervino provincias, acaso porque la cuota de los radicales ya había sido colmada en los años veinte. Su antecesora constitucional, Isabel Perón, en cambio, durante su breve mandato quebró las autonomías de Salta, Santa Cruz, Misiones y Mendoza, aunque quizás sea este último el caso más recordado, porque le dio fama Antonio Cafiero.
Un claro ejemplo de otras aplicaciones de la intervención federal la dio el presidente Frondizi tras las elecciones de 1962, cuando el peronismo ganó diez de las catorce gobernaciones en juego, entre ellas la de la provincia de Buenos Aires. Bajo presión, Frondizi intervino las provincias adversas, calmante para lo que entonces se llamaba en los cuarteles "el problema peronista". Cuatro décadas antes Hipólito Yrigoyen había hecho suya la idea de que las provincias debían ser intervenidas para extirpar de ellas los gobiernos de familia y asegurar la expresión popular libre mediante elecciones sin fraude. Por eso, durante su presidencia hubo veinte intervenciones federales (sólo cinco por ley).
Intervenciones hubo a partir del siglo XIX de todo color y vigor, y sus efectos político-institucionales fueron tan variados como los múltiples usos del propio instituto, al que muchos constitucionalistas ven hoy con cierta antipatía, precisamente, por la desfiguración que sufrió con la praxis política.
Probablemente ningún admirador de las prolijas instituciones suizas adivinaría que el término intervención adoptado por los constituyentes argentinos fue tomado de allí, en tiempos, claro, en que no había un Estado federal sino una confederación de Estados. En latín, interuenire, formado por inter y uenire, significa "venir entre". Etimológicamente, intervenir es interponerse entre dos o más que riñen, de modo que el verbo no alcanza para presentar una reforma profunda del territorio intervenido ni tampoco para alumbrar un sometimiento al nativo sustentado en una interna partidista.
Uno cada nueves meses
Entre 1853 y 1976 se registraron 168 intervenciones federales, lo cual supone que los presidentes argentinos concibieron algo así como un interventor cada nueve meses. En 114 casos lo hicieron in vitro: por decreto. Sólo 54 tuvieron una ley del Congreso. En ese período, Catamarca fue intervenida 17 veces (incluso Perón le envió, temprano, una intervención al patriarca Vicente Saadi, ciertamente de efectos poco renovadores), Corrientes 16 veces, mientras Santiago del Estero logró un tercer puesto en el ranking --que ahora va camino a mejorar-- con 15 intervenciones.
Si se mira la historia no resulta fácil determinar qué es --qué debe ser-- una intervención federal, cuáles son los bordes del paradigma, de qué profundidad se pretende la reparación y cómo se la evalúa. Un par de situaciones contemporáneas referidas a Santiago del Estero refuerzan el dilema. En primer lugar, la contradictoria postura del ministro del Interior, Aníbal Fernández, quien sostuvo que no estaban dadas las condiciones dos semanas antes de enviar el proyecto de ley al Congreso con el pedido de intervención. Según voceros oficiales, en esas dos semanas se comprobó la existencia de una red de espionaje provincial, un agravante de los requisitos para intervenir que, por alguna razón nunca bien explicada, el Gobierno nacional consideró más sustancial que los asesinatos de Leyla Bashier Nazar y Patricia Villalba, las causas judiciales contra el matrimonio Juárez o la casi inexistente división de poderes.
En segundo lugar está el contrapunto que hubo en el Senado entre Cristina Kirchner y Oscar Gómez Diez. Convencido de que la raíz del problema se encuentra en el sistema electoral que rige en Santiago del Estero (donde el que gana se queda con los dos tercios), el senador lopezmurphista pidió que la ley de intervención incluyera una convocatoria a una convención constituyente, destinada a reformar las normas electorales contenidas en la constitución juarista. La senadora Kirchner se opuso a la propuesta sobre la base de que ello significaría avasallar la autonomía provincial y violar la organización federal del país.
La primera intervención de Kirchner, la séptima de la democracia veinteañera, pues, bien puede fijar un estándar para el futuro. Precisamente su profundidad y su eficacia ayudarán a saber si la intervención federal es un instituto en retirada, con mala prensa, o uno remodelado, que viene por más.