Interrogantes incómodos sobre la resiliencia del sistema democrático
A poco más de una semana del frustrado intento de magnicidio contra la vicepresidenta, se plantean interrogantes que, a la luz del bajísimo umbral de desarrollo institucional que caracteriza a nuestro enclenque sistema político, podrían derivar en conclusiones alarmantes. ¿Cuán lejos estuvimos de experimentar una eventual regresión autoritaria? ¿Qué características habría tenido? ¿Podríamos haber entrado en un tobogán de autodestrucción como el que hubiera implicado el retorno de la violencia como método o comportamiento sistemático en la lucha por el poder por parte de al menos algunos actores políticos o sociales? ¿Cuáles hubieran sido los bandos en pugna? ¿Con cuánta sofisticación, financiamiento, logística y apoyos domésticos e internacionales habrían contado?
Cabría también cuestionarse cuánto apoyo o legitimidad social hubieran tenido las facciones en pugna considerando que, según un sondeo reciente realizado por D’Alessio-Irol/Berensztein, casi dos tercios de la ciudadanía están decepcionados del funcionamiento del sistema democrático. A casi cuatro décadas de su refundación, las prestaciones, sobre todo en términos económicos, fueron pésimas y se reflejan fundamentalmente en una pavorosa incapacidad para brindar bienes públicos esenciales, como seguridad, acceso a la justicia, educación, salud, infraestructura física básica y cuidado del medio ambiente. La sensación de que estaría generándose un caldo de cultivo propicio para que se elaboren narrativas o propuestas específicas que tácita o implícitamente entrañen mecanismos no democráticos de selección de liderazgos o ejercicio del poder es incómoda, pero inevitable.
¿Dónde anida la democracia argentina? ¿Cuáles son sus fortalezas o pilares fundantes? ¿Fuimos capaces de construir un conjunto de valores, principios, ideales, símbolos y horizontes compartidos por los principales protagonistas de la vida pública nacional? ¿Sigue predominando en nuestra sociedad el compromiso por respetar las diferencias, valorar el disenso, priorizar la búsqueda de consensos básicos y usar las leyes junto con la negociación para dirimir nuestras diferencias? ¿Contamos con una masa crítica de líderes con los atributos, la experiencia, la capacidad y la visión como para consolidar las prácticas y mecanismos democráticos que consagran nuestra Constitución y el acervo de leyes y regulaciones complementarias? ¿Hemos demostrado capacidad para aprender de nuestros errores, de experiencias complejas de nuestra historia y de otras sociedades, como para evitar deslizamientos hacia regímenes primero híbridos y cada vez más autoritarios? ¿Disponemos de los recursos, la decisión y los acuerdos como para contener, disuadir y si fuera necesario rechazar comportamientos o acciones que atenten contra el sostenimiento de la cultura democrática, incluidos los riesgos de limitar, cercenar o incluso castigar la libertad de prensa y expresión?
La pistola que apuntó a Cristina desnudó que nuestro frágil sistema de convivencia podría perecer fácilmente. El nuestro es un país en el que, al menos hasta ahora, a la mayoría de los políticos los incomoda tener custodia: si esta actitud irresponsable no se modifica, nadie puede garantizar que estos intentos no vayan a repetirse. Las instituciones deben ser diseñadas y construidas de forma tal de estar preparadas para sobrevivir a situaciones extremas que pongan en juego la gobernabilidad y hasta su propia supervivencia, al igual que el sistema inmunológico está listo para enfrentar virus y bacterias: tomando esta analogía, podemos asegurar que nuestro país se encuentra, en términos democráticos, inmunodeprimido. En una entrevista radial reciente, el interventor en la AFI, Agustín Rossi, aseguraba que este tipo de conflictos se desmantelan “construyendo”. El concepto puede ser apenas un latiguillo, pero es muy descriptivo del esfuerzo que requiere repensar los pasos a seguir: una construcción requiere de un plano (de una mirada estratégica), de voluntad, recursos y tiempo, todos elementos que no parecen abundar. Las actitudes mezquinas que emergieron apenas minutos después del frustrado atentado (búsqueda de ventaja política, partidaria o electoral) lo comprueban.
En este episodio también quedó en evidencia la remanida lógica de nuestra cultura política consistente en hacer política en la calle: el ágora como espacio consagrado de la res publica. Coinciden en este sentido ambos lados de la grieta: por un lado, la tradición populista para la cual la movilización de “masas” (aunque la cantidad efectiva de participantes no supere los sufragios requeridos para elegir un mero diputado) constituye un mecanismo de consagración y una fuente de legitimidad incluso más relevante que el voto popular; por otro lado, las prácticas más modernas de “contacto directo” con el “vecino”, un sujeto político desideologizado y hasta “desciudadanizado”, al que se interpela desde una lógica de “gestión”. Ambas tradiciones tienen en común la prescindencia de los mecanismos institucionales de mediación política, como los partidos, los sindicatos, las organizaciones de interés, los grupos de la sociedad civil. Más: esa cercanía supuesta que se logra saludando gente por la calle, firmando libros, compartiendo un mate en una mesa de living y hasta besando niños o incluso maniquíes no alcanza para disimular la enorme distancia real entre representantes y representados: no quedan lazos reales de comunicación ni formas concretas de garantizar el seguimiento de una temática determinada, mucho menos exigir una devolución luego de una propuesta o el necesario control que deben ejercer los órganos correspondientes. En una democracia sana las demandas de la sociedad se deben canalizar de forma regular, sistemática y con trazabilidad, no de manera espasmódica, eventual o a través de los típicos papelitos que los asesores de nuestros funcionarios van acumulando a su paso.
A menudo, segmentos determinados de una sociedad pueden experimentar algún berrinche, desarrollar demandas concretas, aunque a la postre temporales, o involucrarse en debates de elite que de ningún modo involucran al promedio de la ciudadanía. Parecen entonces surgir agendas en apariencia legítimas que pueden confundir en términos de su verdadera encarnadura o representatividad. Algo de eso quedó de manifiesto con el plebiscito constitucional hecho en Chile el domingo pasado. Una lección similar puede extraerse de la experiencia del Brexit en Gran Bretaña. No deben descartarse obviamente los mecanismos de democracia directa ni ignorarse nuevas formas de participación e involucramiento en la vida pública, potencialmente incluso con el uso de tecnologías de la información. Sin embargo, el verdadero juego democrático se nutre de un debate fluido de múltiples actores que contribuyen a generar y enriquecer propuestas de políticas públicas, lo que a su vez, en una suerte de círculo virtuoso, se traduce en un fortalecimiento de las instituciones y la construcción de confianza entre las partes involucradas.
Ojalá no sea demasiado tarde: observando al país, pueden identificarse conductas y discursos que sugieren que hemos alcanzado un umbral irreversible en términos de fragmentación e intolerancia: actores relevantes no ven a algún otro como adversario o contrincante coyuntural, sino como verdadero e irreconciliable enemigo.
Quedará verificar si este fenómeno está restringido a determinadas “minorías intensas” o si las divisiones existentes involucran a un segmento más amplio de nuestro tejido social. Si este último fuera el caso, deberíamos evaluar si existe la posibilidad de establecer condiciones para evitar que esto escale aún más o si ya traspasamos el punto sin retorno. Siendo un poco más ambiciosos, incluso podríamos pensar en identificar estrategias para revertir el daño generado y reconstruir lazos de confianza mutua no solo entre personas, sino fundamentalmente en un plano institucional.