Internet y la utopía de un mundo sin reglas
Sin tiempo para procesar, digerir ni regular los cambios, internet parece llevarnos, a los empujones, a un mundo sin reglas. Quizá suene a nostalgia por las certezas perdidas, pero lo cierto es que la cultura digital está transformando a una enorme velocidad nuestro modo de vincularnos, de comunicarnos, de viajar, de comprar, de leer, de informarnos y de trabajar. Está revolucionando, en definitiva, nuestra vida en todos los planos. Y nos excitamos con la magia y las facilidades de esas transformaciones, sin detenernos demasiado a evaluar cuánto tiene eso de positivo y cuánto de negativo y peligroso.
Fascinados por las novedades de la modernidad, nos zambullimos con entusiasmo en una cultura que debilita a los intermediarios, si es que no los elimina lisa y llanamente. Nos parece tentadora y atractiva la irrupción de Uber , que nos permite, con un clic, ganar dinero extra como transportistas ocasionales y nos ofrece, como clientes, tarifas más bajas y servicios más flexibles. Nos desentendemos de las implicancias de esa modalidad que se impone súbitamente, sin someterse -muchas veces- a regulaciones, licencias, exigencias y controles. Parece tentador, pero ¿qué consecuencias provoca la ruptura de los sistemas establecidos? ¿Adónde nos conduce ese mundo sin reglas, sin árbitros y sin intermediarios, en el que nadie sabe bien quién es, en definitiva, el responsable?
Nos está pasando en ámbitos muy diversos y sensibles. También suena tentadora la comunicación sin filtros ni "editores" que proponen las redes sociales. Pero advertimos, con demora, que por esa vía se han impuesto las fake news y la manipulación informativa. Es atractivo que la información circule sin barreras ni tamices. Pero ya lo sabemos: eso ha empobrecido y devaluado la calidad del debate público. En la política, también irrumpen movimientos de acción directa, como el de los "chalecos amarillos" en Francia. Sin liderazgos, sin conducción, sin interlocutores, generan la fantasía del poder real en manos de los ciudadanos. Pero ¿qué cauce adquiere la protesta? ¿Quién negocia, quién acuerda?
Internet nos está llevando a concretar la fantasía de un mundo sin intermediarios, que por momentos parece más sencillo, más "eficaz" y hasta más barato. Sin embargo, empezamos a tener noticias de lo costoso que puede ser a largo plazo. Por otra parte, podemos estar todos de acuerdo en que "el sistema" es malo. Faltaría acordar otra cosa: el "antisistema" es peor.
Hay algo que remite a aquel célebre poema de Bertolt Brecht: "Vinieron a buscar a los comunistas; guardé silencio, porque yo no era comunista... Vinieron a buscar a los... Cuando finalmente vinieron a buscarme a mí, no había nadie más que pudiera protestar". Se dirá, con razón, que comparar internet con el nazismo o con cualquier forma de totalitarismo suena disparatado e irrazonable. Lo es. Pero valga la desproporción para advertir sobre los peligros de abolir las reglas bajo el amparo de la revolución tecnológica. Los "intermediarios" -vale recordarlo- somos nosotros mismos. La cultura Uber rompe el sistema de transporte urbano que rigió históricamente. Lo mismo hace Airbnb con los servicios turísticos. Son inventos geniales. Abren posibilidades fantásticas; tienden puentes; facilitan; agilizan; generan competencia; bajan precios. Pero al mismo tiempo muchos operan sin red (sin seguros ni coberturas), con un esquema por lo menos laxo de responsabilidad, sin marco legal, sin control de calidad ni supervisiones de ningún tipo. Mientras funcionan bien, el usuario queda conforme. Si algo falla, sobrevienen la desprotección y la ausencia de responsabilidad. ¿Y las reglas de la sana competencia? La tecnología parece, por momentos, arrasar con lo establecido.
¿Qué hacer frente a estas transformaciones? Sería tan absurdo resistirse como ignorar las ventajas y potencialidades de estos nuevos sistemas. Pero hace falta regularlos. Y se deben multiplicar los esfuerzos para que los marcos normativos no lleguen demasiado tarde ni sean meros enunciados.
Romper las reglas suele ser más fácil y más rápido que construir nuevos sistemas de normas. Pero la velocidad de las transformaciones digitales contrasta cada vez más con la obsolescencia de la legislación. Vivimos en un mundo digital, regido por leyes "manuales". Las facultades de Derecho enseñan el contrato de transporte sin mencionar a Uber; el derecho a la intimidad, sin tener en cuenta el anonimato en las redes sociales; el derecho comercial, sin ningún capítulo que mencione a Mercado Libre ni a OLX. Se enseña una legislación laboral que no habla de automatización, de robótica ni de inteligencia artificial. Y el derecho de propiedad intelectual se estudia como si internet no hubiera nacido. Por supuesto, en los programas de derecho financiero no se menciona el bitcoin, como no se contempla en derecho tributario la naturaleza contributiva de plataformas como Netflix o Cabify. El Código Civil (aun reformado en 2015) no habla de redes sociales. Recién están apareciendo algunas leyes que tipifican "delitos digitales", como el grooming. Hay que decirlo sin vueltas: internet domina nuestras vidas, pero prácticamente no aparece en las normas que nos rigen. Como si lo digital transitara por un mundo paralelo en el que el descontrol y la anarquía formaran parte de su propia identidad.
Imaginar una "policía digital" sonaría chocante y generaría naturales resistencias, además de dificultades prácticas para su instrumentación. Pero ¿podemos convalidar una especie de anarquía tecnológica en la que los límites sean completamente difusos, así como los marcos regulatorios? No se trata, por supuesto, de defender el statu quo; mucho menos, de propiciar un paternalismo regulatorio, proponer prohibiciones o consagrar privilegios para determinados sectores. Se deben pensar nuevas categorías normativas para garantizar la sana competencia. La intermediación no siempre es buena, como no es siempre sana ni conveniente la regulación. Pero la economía digital tampoco puede desarrollarse sin reglas claras ni quedar librada a la ley del más fuerte.
Todas las revoluciones han implicado incertidumbre y desafíos. Todas han transitado por etapas de transición y acomodamiento a nuevas reglas. Quizá la novedad de este tiempo pase por la extrema velocidad con la que irrumpen los cambios. Al lado de internet, todo parece una carreta.Nuestros hábitos y rasgos culturales se transforman a un ritmo vertiginoso. Los motores de búsqueda cumplen la fantasía de "todo ya" y al alcance de la mano. La cultura digital alimenta una idea de acceso ilimitado a todas las cosas. Y eso tiene aspectos maravillosos, pero también encierra peligros enormes. Implica, además, algunas paradojas: la web es, supuestamente, un universo de amplitud y libertad ilimitadas. Los algoritmos, sin embargo, se han convertido en vigilantes de nuestros hábitos, nuestros gustos y nuestras necesidades. Enfrentar esas múltiples aristas que tiene internet es, seguramente, uno de los desafíos de este tiempo.
Es fantástico bajar gratis, a través de una aplicación, todos los libros y toda la música que se nos ocurra. Es tentador no preguntarse de dónde vienen. Es seductor informarnos sin pagar "precio de tapa", como lo es alquilar o concretar compraventas sin contratos, mediación ni comisión inmobiliaria. Pero es ilusorio creer que eso no tiene costo. El costo, al fin y al cabo, lo vamos a pagar todos, de una manera o de otra, más tarde o más temprano. El costo es la pérdida de empleos formales. El costo son las fake news. El costo es la quiebra de grandes industrias y el auge de la piratería digital. Y hay costos que todavía no hemos visto pero que no tardarán en aparecer. Habrá, también es cierto, nuevas oportunidades. ¿Alcanzarán a compensar las pérdidas? En esa pregunta, todavía sin respuesta, quizá resida el miedo al futuro.