Internet y el hombre creativo
Información e inteligencia artificial: sin creadores de contenidos nada existe en la era digital; las cuestiones de la publicidad y los derechos de propiedad intelectual cobran ahora inusitada vigencia y relevancia
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Corría 1998. Fue el momento en que Google fijó su misión: “Organizar la información del mundo y hacer que sea útil y accesible para todos”. Disponía así ordenar una serie de datos e informaciones de acuerdo con un criterio común a todos ellos para facilitar su consulta y análisis en la incipiente internet. Lo haría a través de su motor de búsquedas, denominado “Search”. En el mundo digital eso significa “indexar”.
El contenido es preexistente a internet. Puede parecer una afirmación simplista o superficial, pero refleja un concepto que concierne a toda la problemática entre los creadores de contenidos y a las plataformas de internet que basan sus negocios en la utilización de aquellas creaciones. Sin contenidos internet no sirve, no existe. Es como cualquier producto vacío, sin alma, sin vida. Una heladera sin alimentos. Un ramo sin flores. Una obra sin argumento. Un diario en blanco.
Era esperable que semejante acción global y simultánea de la indexación inicial se hiciera de forma compulsiva, de manera adolescente, revolucionaria, sin pedir permiso a nadie, sin tener en cuenta derechos de propiedad sobre los contenidos existentes antes de la irrupción de internet. La revolución es un (a)salto entre pasado y futuro donde el caos general se apodera de la legalidad.
Tanto en el mundo analógico como en los comienzos de la era digital, los medios de comunicación creaban y vendían contenidos y espacios publicitarios que se ofrecían a los anunciantes. En esos comienzos de una nueva era, los productos periodísticos tenían restricciones de tiempo y espacio. Las noticias se escribían de un día para otro, salvo aquellas cuya importancia obligaba a una segunda o tercera edición vespertina o de madrugada. Por su parte, la potencia conectora de la red requería contenidos para conferir sentido y relevancia a su existencia.
Los intereses de ambas piezas, fueren medios o plataformas, resultaban complementarios. Sin embargo, los comienzos colaborativos y armoniosos dieron paso en cuestión de años a confrontaciones abiertas por los derechos de propiedad intelectual y por una modalidad crucial para la subsistencia: la publicidad. Al cabo de veinte años, las dos cuestiones –publicidad y derechos de propiedad intelectual– cobran ahora inusitadas vigencia y relevancia.
Por un lado, el Departamento de Justicia de Estados Unidos de América y un grupo de ocho estados presentaron la semana pasada una demanda contra Google. La acusan de abusar ilegalmente de un monopolio sobre la tecnología que impulsa la publicidad online. En la demanda se afirma que Google ha “corrompido la competencia legítima en el sector de la tecnología publicitaria al emprender una campaña sistemática para hacerse con el control de la amplia gama de herramientas de alta tecnología utilizadas por editores, anunciantes e intermediarios para facilitar la publicidad digital”.
Además, le imputan intermediar entre la oferta y la demanda de publicidad digital en detrimento de editores, anunciantes y consumidores. El monopolio construido por Google no es deseable, pero tampoco ilegal. Lo que cruza la línea de la legalidad es abusar de una situación monopólica. El ataque de las autoridades del gobierno norteamericano a una de sus empresas principales se hace fuerte por ese flanco.
En cuanto a los derechos de propiedad intelectual, nos encontramos ante el desafío que propone la inteligencia artificial. El ChatGPT (chat.openai.com) es un sistema de chat basado en el modelo de lenguaje por inteligencia artificial ajustado con técnicas de aprendizaje. Es realmente sorprendente. Responde con supuesta precisión todas las preguntas que se le hagan en relación con cualquier asunto informativo. Fue creado por la startup OpenAI, en la cual Microsoft está realizando una inversión multimillonaria para aplicar esa inteligencia artificial a su buscador Bing.
Google presentó la semana última su propio chat de AI, llamado Bard, aunque sufrió un traspié cuando respondió una pregunta de manera incorrecta. La misión de la startup Open AI, según surge de su página web, es “asegurar que la inteligencia artificial general beneficie a toda la humanidad”. Una misión similar a la de Google de 1998, aunque ninguna de las dos contempla, como tampoco lo contemplaba antes, su dependencia de los contenidos de terceros.
El usuario de Twitter @juancsimo consultó al ChatGPT cuáles habían sido las fuentes específicas de medios de comunicación de la Argentina con las que había sido entrenado. “Algunas de las fuentes específicas de medios de comunicación argentinos que podrían haber sido incluidas en mi entrenamiento son Clarín, La Nación, Página 12, Infobae, TN (Todo Noticias), Cronista, Perfil, entre otros”, respondió el bot, con una dosis de inteligencia artificial y otra de honestidad brutal.
El argumento por el que los medios de comunicación reclaman el reconocimiento económico a las plataformas que usan sus contenidos para ganar dinero cobra nuevamente de tal modo una importancia decisiva. Opera como un déjà vu: el sistema revolucionario ChatGPT o Bard –así como las búsquedas en internet– no arrojaría ninguna respuesta si no tuviera una fuente de nutrición para su inteligencia. Y para que sean realmente valiosos, esos resultados deberían fundarse en informaciones veraces, certeras y de una calidad que casualmente son provistas por medios de comunicación que sostienen su existencia sobre esos pilares.
El tiempo circular de Borges nos ubica nuevamente en el big bang de internet. La heladera vacía y el ramo sin flores. Otra vez nos enfrentamos a la realidad de que sin creadores de contenidos nada existe en la era digital. Y de manera increíble, los creadores de esos contenidos tienen que seguir luchando para que se les reconozca ante la ley y la Justicia el valor de lo que hacen y que es aquello con lo que medran las plataformas cuestionadas.
El contenido cuesta. El contenido vale. En la era analógica o en la era de internet, ese contenido imprescindible siempre y exclusivamente brota del hombre creativo.