Interludio de Pessoa
Por Silvia Hopenhayn Para LA NACION
La poesía debería cumplir con el destino que le dispuso Baudelaire en su Invitación al viaje. Un lugar donde todo sea (o devenga): orden y belleza, lujo, calma y voluptuosidad. Una suerte de regazo de la vida para contemplar la existencia (propia y ajena) desde un palco vigoroso. La lectura de un poema es como la medida de un instante, por más extenso que aquel fuera. Es la letra del instante que ilumina un para siempre. Así, un buen libro de poemas es como un piso de baldosas donde saltar alegremente, dejando que rebote el alma, repentina acompañante de una lectura suprema. No es posible leer un verso sin detenerse en el anverso. Suele haber, detrás de una línea, un mundo que asoma o su comienzo. Los poetas no andan, como los novelistas, buscando un tema o afinando el estilo. Esculpen y esperan. Sobre todo esperan que surja lo que asombra: la revelación del lenguaje, como si éste fuera, dicho por Burroughs, "un virus que viene del espacio". Es cierto que Latinoamérica tiene poetas de gran fervor y lengua suelta, desde José Martí hasta Juan Gelman, pasando por Oliverio Girondo o Lezama Lima, Neruda o Vallejo, Huidobro, Paz o el propio Borges. Todos ellos marcan un itinerario por donde recorrer el continente, para distinguir lo que nos subyuga de lo que nos aterra. Pero hay un poeta que lo inventó todo (o casi), incluso a sí mismo, para luego dejarse a un lado y ver qué salía del vacío que se propiciaba. Se trata del escritor portugués Fernando Pessoa, de quien acaban de publicarse, bajo el título Ficciones del interludio, los poemas editados en vida -salvo los del libro Mensaje-, traducidos por Santiago Kovadloff. Conocido por su anhelo de juntarse en pedacitos, Pessoa dio vida a varios heterónimos: autores con biografía propia que se desentienden de su creador para inventar un estilo cruzado o paralelo. Como cita Kovadloff en un pie de página: "los heterónimos son «otros modos de ser» (de Pessoa) que se valen de su espíritu y su letra para aflorar y manifestarse". Algunos de ellos son Alvaro de Campos, Ricardo Reis, Alberto Caeiro. Por eso, quizá Pessoa afirma en su Autopsicografía que: "El poeta es un fingidor / Finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que de veras siente / Y quienes leen lo que escribe, / sienten, en el dolor leído, / no los dos que el poeta vive, / sino aquel que no han tenido. / Y así va por su camino, / distrayendo a la razón, / ese tren sin real destino / que se llama corazón".
Aquí la distracción es una propuesta casi metafísica que corre para estos tiempos. Distraerse se vuelve de pronto distinto de la desatención. Es la búsqueda de lo propio a hurtadillas de lo impuesto. La distracción, entonces, es el encuentro con lo contingente, lo que adviene sin mandato ni obligación, un paisaje apto para la sorpresa, inmune al condicionamiento. Y este meneo de la cabeza -que aleja demandas y desvelos- permite darse tiempo, "dar el tiempo". Dejando para mañana lo que no quieras hacer hoy. En ese abandono (que es tan sólo una espera), la poesía se revela cómplice. Y la belleza, aunque sitiada en una página, nos circunda.