Inteligencia, una extensión oscura del poder presidencial
En estos días, el periodista Nicolás Wiñazki decía en Twitter, con razón, que en la Argentina se toma como algo natural que la Secretaría de Inteligencia espíe a políticos y apriete a jueces. Y tiene razón. De hecho, esa naturalización me llama la atención desde aquella vez que un profesor de derecho procesal penal alardeaba de que todos los teléfonos de su fiscalía estuvieran pinchados. Siempre me pareció una anomalía incomprensible que no cuadraba con la historia reciente de transición y consolidación del régimen democrático. ¿Por qué esa anomalía?
Uno podría pensar, por ejemplo, que se trata de un caso típico de "enclaves autoritarios" que son el resultado de las transiciones "negociadas", donde el régimen autoritario saliente impone condiciones a las jóvenes y débiles democracias. Es lo que sucedió, por ejemplo, en Chile y Brasil. Pero en nuestro país la transición fue "por colapso": el régimen militar se fue con la cola entre las patas después de iniciar y perder una guerra absurda. Ni siquiera pudo imponer la autoamnistía, que en otros países -Brasil, por caso- todavía es derecho vigente.
La explicación, entonces, debería ser otra. Y sugiero que la realidad es más oscura y deprimente: la inteligencia nacional no es una herencia de un pasado oscuro, sino una característica esencial de nuestra democracia. No se trata de una anomalía: es una expresión cabal del tipo de democracia que los argentinos supimos construir durante los últimos treinta años.
Para entender por qué ello es así es necesario, primero, comprender qué hace la inteligencia en la Argentina. Como en las películas, nuestros agentes tienen la capacidad técnica y la autorización legal para meterse donde no los llaman: para infiltrar partidos políticos disidentes, sindicatos combativos o grupos estudiantiles de izquierda; para seguir a comunidades "sospechosas"; para controlar a través de sobresueldos en negro a jueces y periodistas; para escuchar las conversaciones privadas de funcionarios propios y extraños. Y sirve a placer del presidente de turno.
La inteligencia es una extensión del inmenso poder que nuestra Constitución deposita en los presidentes, quienes tienen la ilusión de que esas enormes estructuras, amparadas por el más estricto secreto, operan bajo su control. Se trata, sin embargo, de una ilusión.
Según la ley, el Congreso tiene algo que decir al respecto: desde el año 2000 existe una ley que establece un sistema de control parlamentario. La Asociación por los Derechos Civiles (ADC) desde 2011 está investigando cómo funciona la comisión y pronto publicará un informe con los resultados. Las conclusiones, sin embargo, pueden adelantarse ya que son conocidas por todos: el sistema no funciona. Los diputados y senadores que integran la comisión -casi todos radicales o peronistas- se ocupan de controlar que no se controle. Porque la inteligencia sigue siendo una fuente de poder y recursos para los partidos que supieron ocupar el Poder Ejecutivo. Por eso el espionaje político interno y los aprietes son prácticas normalizadas por nuestros representantes, que lo toman como una parte más de las reglas del juego. Ningún candidato presidencial ha propuesto públicamente modificar el sistema y no parece haber incentivos para que lo hagan. La presidencia es un premio al que se quiere acceder con todos los beneficios. Así, los presidentes pasan y la Secretaría queda.
Lo que vemos estos días en los diarios es poco promisorio: todo sugiere que lo que está en discusión es quién ejerce el poder y el control de la Secretaría de Inteligencia. Pero no se discute cómo se ejercerá ese poder. La cuestión pasa por cambios de nombres, no de prácticas.
La deprimente vuelta del poder del Ejército -a través del general Milani- se explica en parte como consecuencia de estas "internas" de los últimos años y será un legado difícil de desarticular para quien suceda a Cristina Fernández. Si algo demuestra la historia de la inteligencia en nuestro país es que las estructuras de poder secretas y descontroladas son fáciles de crear y difíciles de desarmar.
El periodista Gerardo Young relataba en SIDE, la Argentina secreta, un libro de hace algunos años, cómo es la primera reunión de un presidente con el jefe de los espías. Este último suele presentarse y entregarle al presidente su carpeta. Allí figura todo lo que la Secretaría sabe del primer mandatario. Un gesto que es, a la vez, una muestra de lealtad y una advertencia. Una dinámica que permite que todo siga igual y nada cambie.
El autor fue director del área de Privacidad de la ADC. Actualmente es candidato a doctor en derecho en la Universidad de Columbia, Nueva York
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