Insultar y agraviar no suelen ser virtudes políticas
Las diatribas de Milei son ofensas; palabras como “basuras”, “ratas”, “idiotas”, “ensobrados”, algunas de las más habituales, abundan en su vocabulario hasta constituir algo así como la letanía de un relato dominante
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Los insultos de Milei a periodistas y políticos adquieren centralidad no por su calidad retórica, sino por la investidura de quien los emite. Insultar y agraviar no suelen ser virtudes políticas, muchos menos si quien lo hace es el presidente de la Nación. En este punto, Alberdi, Mitre y Roca –deliberadamente menciono a tres integrantes del panteón de nuestra tradición liberal– eran exigentes y cuidadosos. “Un presidente no puede ni debe decir palabras irreparables”. Pues bien, Milei no parece prestar atención a esto. Por el contrario, lo que predomina en su lenguaje es lo irreparable. Calificar a Patricia Bullrich de terrorista y asesina es, además de una mentira, un insulto irreparable. Bullrich podrá perdonarlo, pero yo como ciudadano no olvido, sobre todo porque en ningún momento el señor que ahora considera que Bullrich es una de sus mejores ministras pidió disculpas públicas, jamás dijo que su insulto fue un error o una mentira dicha en un momento de arrebato. Imputarle a López Murphy la condición de “basura” o manifestar alegría porque presuntamente una empresa quiebre no son los atributos que una república democrática le exige a un presidente.
El ensayista Jean-François Revel decía que a los enemigos de la libertad de prensa se los conoce por sus obsesiones contra la prensa. Milei pareciera empecinado en encuadrarse en la advertencia de Revel. Sus recientes ataques a Jorge Lanata, Jorge Fernández Díaz, Romina Manguel o Jorge Fontevecchia son ilustrativos. Ilustrativos y ruidosos. Un presidente tratando de imbécil a uno de nuestros más distinguidos periodistas y a un escritor cuyas ficciones son apreciadas por miles de lectores debería aprender a respetar, pero sobre todo a respetarse a sí mismo. Los insultos de Milei a Fernández Díaz no nos dicen nada del periodista, del escritor y del ciudadano, pero nos dicen mucho de Milei.
Milei argumenta que él tiene derecho a expresar su opinión. Por supuesto. Pero yo no creo que los términos “basura” e “imbécil” expresen una opinión, y mucho menos la opinión de un presidente.
Al presidente Arturo Frondizi se le atribuye haber dicho: “No discuto personas, discuto ideas”. Impecable. Milei está en las antípodas de esta frase. Sus diatribas son ofensas. Palabras como “basuras”, “ratas”, “idiotas”, “ensobrados”, por mencionar algunas de las más habituales, abundan en su vocabulario hasta constituir algo así como la letanía de un relato dominante. Repaso en los ejemplos de nuestra historia y no encuentro ejemplos parecidos. Salvo Juan Manuel de Rosas. El Restaurador solía excederse en los insultos. “Mueran los salvajes, inmundos, asquerosos unitarios”. Estoy hablando de un déspota detestado por la tradición liberal. De un déspota que gobernó a mediados del siglo XIX. ¿Milei quiere contemplarse en ese espejo? Supongo que no. Sin embargo, las vibraciones de su lenguaje evocan reminiscencias color punzó. Milei podría decir que Sarmiento solía excederse con las palabras. No es así. Sarmiento era colérico y pendenciero en el llano, porque como presidente Sarmiento sabía muy bien cuáles eran sus responsabilidades. Sarmiento –Milei seguramente lo sabe– conocía el valor de las palabras. Facundo o Recuerdos de provincia así lo testimonian.
El insulto, el agravio, la ofensa ejercida desde el poder es el recurso de los dictadores, los tiranos, los autócratas. Es decir, los que ignoran los límites o están decididos a avasallarlos. En el mundo actual, groserías verbales de ese nivel las he escuchado en bocas de algunos teócratas de Medio Oriente o, para no irnos tan lejos, en boca del señor Trump. No sé si a Milei lo aliente o lo estimula este último ejemplo, pero sí sé que ese no es el lenguaje que aprecio en el presidente de un país civilizado.
Se sabe que la violencia se inicia con la palabra. Un insulto político no se propone la verdad, sino la ofensa. Se insulta al enemigo y ya se sabe que con el enemigo no se dialoga, se lo destruye. El insulto es el recurso vulgar de los irascibles y, por qué no, de los débiles. Puede ser también, lo fue en más de un caso, la antesala de la guerra. El insulto está reñido con los hábitos democráticos y republicanos y con aquella tradición liberal fundada en la tolerancia. El insulto no puede confundirse con la polémica, el debate, la discusión abierta de ideas. Por el contrario, es lo antagónico. El debate es la apertura, la expectativa de que aquello que llamamos verdad pueda ser construido con ideas diversas. El insulto no es la apertura, es la clausura, el cierre, el punto final. El insulto es el recurso previsible de un provocador; imposible pensarlo en el presidente de una nación. No hay excusa ni coartada que lo justifique.
No voy a pretender que Milei comparta con Borges el criterio de preferir que el otro tenga razón. Lo que vale para la literatura o la ética no vale necesariamente para la política. Milei es dueño de defender sus razones, pero una razón se puede defender con la palabra o a punta de pistola. Y la palabra puede iluminar, pero también puede ensuciar. El Milei racional despeja, limpia; el Milei vomitivo ensucia.
La democracia reclama sus propios requisitos: el debate, la polémica en el marco de la ley y la resolución pacífica de las contradicciones. No estoy del todo seguro de que Milei comparta sinceramente estos principios. Por lo menos lo que conocemos parece estar reñido con ellos. A un presidente elegido en democracia se le hace difícil convivir con la contradicción de ser un garante de la paz y la convivencia con un lenguaje crispado por las desmesuras verbales.
A decir verdad, la contradicción suele ser uno de los rasgos distintivos de Milei. La contradicción constituye la vida y un poeta de la calidad de Walt Whitman sostenía que sus contradicciones contenían multitudes. ¿Será esta la virtud de Milei? ¿Sus contradicciones explican sus amplias adhesiones populares? Disfruto del poema de Whitman, pero no estoy tan seguro de que sus versos sean extensivos a la política, y en particular a la personalidad política de Milei.
¿Cómo compatibiliza su racionalidad económica liberista con su misticismo religioso? ¿El “espíritu” liberal fundado en la tolerancia con las agresiones e insultos a quienes lo objetan? ¿La república liberal y sus límites al poder con el avasallamiento de hecho a los límites y controles? ¿El pluralismo con el ejercicio del pensamiento único? ¿El concepto libertario con la tendencia a la concentración del poder?
La lógica de la política tiende al orden, no al caos. Y si bien Milei pondera la virtud del orden, su fraseo además de contradictorio corre el peligro de provocar consecuencias caóticas. Humilla, lastima, exaspera. Es el lenguaje de la guerra, no de la paz. ¿Sus soluciones económicas necesitan de esta discursividad que tiende a reproducir periódicamente la contradicción amigo-enemigo? ¿Acaso en ese persistente ataque a la prensa y a los políticos no hay un eco de aquello que durante más de una década constituyó la verdad política del kirchnerismo? Más de una vez Cristina Kirchner prometió “ir por todo”. El comportamiento de Milei ¿no posee resonancias parecidas?