Insultar a los jueces, nueva muestra de desmesura en el ataque al Poder Judicial
El partido gobernante dedica sus mejores esfuerzos a arremeter contra la Justicia, cuando las necesidades de los gobernados, agobiados por la inseguridad, la pobreza y la falta de certezas sobre el rumbo del país, pasan por otro lado
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En una muy acertada nota de opinión aparecida recientemente en este diario, el profesor de Derecho Constitucional Félix Lonigro mostró su preocupación por la forma en que la vicepresidenta de la Nación se dirigió a los jueces del juicio “Vialidad”. En plena cara los calificó como “un pelotón de fusilamiento”, lo que llevó a Lonigro a señalar que ese destrato a representantes de otro poder del Estado (con rango de camaristas), no se había escuchado siquiera cuando los integrantes de las Juntas Militares se dirigían a los jueces que tuvieron a cargo su juzgamiento.
Estas expresiones, así como las frecuentes menciones de Cristina Fernández por las que asegura estar enfrentando los designios de un “partido judicial”, lejos están de ser un exabrupto. Son representativas de una larga corriente de gobiernos populistas que simplemente descreen de las virtudes del republicanismo y consideran impensable que funcionarios que no deben su cargo de manera directa al voto popular pretendan ponerles algún límite. La mención a “directa” es porque, históricamente, la designación de jueces federales y de la nación dependió de las propuestas que hicieran los sucesivos poderes ejecutivos primero, y del acuerdo senatorial después. Y si bien con la instalación del Consejo de la Magistratura a partir de la reforma constitucional de 1994 quedó atemperada la influencia de los sectores políticos en la designación de jueces (al incorporarse a ese Consejo otros estamentos), nadie puede sostener que esas designaciones estén totalmente desconectadas de la voluntad popular. Siempre será necesario, luego de finalizado el proceso previo de selección en el Consejo, que el Poder Ejecutivo eleve una propuesta y que el Senado la acepte.
Para que los populismos puedan llevar a cabo su cometido de “domesticar” a los jueces que consideran un obstáculo a sus desmesuras, es necesario realizar, respecto de la justicia, una permanente tarea de descrédito. Se trata de una técnica bastante maquiavélica. Si la sociedad percibe a los jueces como indignos del cargo que ocupan, y si la Justicia, como institución, es vista como una rémora poco menos que monárquica (otra expresión del cuño de la vicepresidenta), es claro que pocos incentivos existirán para salir en su defensa ante cada ataque a algún juez que ponga límites a las frecuentes y poco constitucionales búsquedas de mayor poder, nota distintiva de ese tipo de gobiernos. Hay desde ya otra faceta tremendamente perniciosa, que es la “protección” de los jueces leales al partido gobernante y en cuya actuación dicho partido confía. La manera en que el juez Oyarbide logró conservar su cargo en los años 90 con apoyo de toda la bancada peronista en el Senado debería ser suficiente muestra de esta triste faceta. Ese apoyo oficial, es sabido, lo acompañó luego por muchos años.
Otra vía útil para instalar el descrédito consiste en llenar los cargos de quienes, desde el gobierno, interactúan con el Poder Judicial, con personas conocidas por su agresividad e inexistente vocación de diálogo. Baste recordar la postura asumida por el actual ministro de Justicia en su última visita a los jueces de la Corte Suprema, donde aquél se limitó a enrostrarles una serie de críticas sin ofrecer ningún tipo de cooperación, para que quede claro a qué me estoy refiriendo. Paralelamente, es fácil observar tanto en la Cámara de Diputados como en la de Senadores “espadas” del oficialismo siempre dispuestas al ataque y al descrédito de cualquier juez que incumpla con el deseo de asegurar un ejercicio irrestricto del poder.
Descontando, claro está, las interrupciones provocadas por golpes militares, nuestra historia muestra igualmente variados ejemplos de ataques a la independencia del Poder Judicial. Por lo pronto, salvo honrosas excepciones, muchos presidentes constitucionales ni siquiera aceptaron su obligación de convivir con una Corte Suprema en cuya integración no pudieran influir, salvo ante la aparición de una vacante. El punto de partida fue el escandaloso juicio político de 1946 contra los integrantes de la Corte cuya designación precedía a la instalación del nuevo gobierno, en ese mismo año. Esa Corte Suprema había dado signos de independencia respecto del gobierno de facto surgido del golpe de 1943, y en especial había limitado el poder de la Secretaría del Trabajo y Previsión, a cargo del coronel Perón. Así, en el caso “Cia. Dock Sud de Buenos Aires”, había declarado la inconstitucionalidad de un decreto del Poder Ejecutivo que permitía a esa Secretaría del Trabajo la aplicación de multas en todo el territorio del país, en detrimento de la jurisdicción de los jueces de faltas locales. También esa Corte había considerado ilegal la remoción por decreto presidencial del juez federal de Córdoba, dr. Barraco Mármol, quien había hecho lugar a distintos pedidos de habeas corpus por personas detenidas por orden del presidente provisional, al no considerarlo la “autoridad competente” para disponer un arresto. La historia es conocida. Con invocación de Acordadas dictada por esa Corte que habían “legitimado” a los gobiernos militares surgidos de los golpes de 1930 y 1943, se los acusó de haberles acordado validez a esos golpes. Pero, contradictoriamente con esa imputación, se los acusó también de no haber aceptado la creación de nuevas Cámaras de Apelaciones, justamente por el carácter “de facto” del gobierno que las impulsaba y la falta de necesidad de la medida en cuestión. Bajo estos, y otros cargos tales como haber incluido en la lista de conjueces de la Corte a “abogados del capitalismo extranjero o pertenecientes a la oligarquía dominante”, los jueces fueron finalmente removidos.
Como historia reciente, todos recordamos la ampliación de la Corte Suprema dispuesta por el gobierno de Menem a comienzos de los años 90, de manera de “licuar” a los magistrados que venían actuando hasta allí, iniciativa no demasiado diferente a la surgida del reciente proyecto de ampliación que cuenta con aprobación del Senado, y que contempla un tribunal de quince jueces, con argumentos tales como “afirmar el federalismo”, de total endeblez. También por medio de juicio político fue que se lograron vacantes en la Corte durante la presidencia de Néstor Kirchner. Y con independencia de los méritos de los jueces finalmente removidos, las imputaciones lejos estaban de configurar una causal de “mal desempeño”.
En la actualidad se conocen, también, los tironeos producidos para conformar las mayorías y minorías en la integración del Consejo de la Magistratura. Ello adquirió gran trascendencia a partir de haber considerado recientemente la Corte Suprema un “ardid”, o una “maniobra” incompatible con la buena fe, la partición del oficialismo en dos bloques que de hecho pertenecen al mismo partido político, para de esa manera ampliar indebidamente su representación en el Senado. Una imputación semejante se le ha hecho a la oposición en relación con su representación en la Cámara de Diputados, aun cuando la oposición sostiene que ella se conforma verdaderamente de partidos políticos distintos.
Como puede verse, la relación de tensión entre la política y el Poder Judicial en nuestro país lejos está de ser un fenómeno reciente. Lo que quizás sí lo sea, es la desmesura que acompaña a los actuales ataques. Y también lo es observar cómo el partido gobernante dedica sus mejores esfuerzos a embarcarse en esos ataques, cuando las necesidades de los gobernados, agobiados por temas de inseguridad, pobreza y falta de certezas sobre qué rumbo tomará nuestro país, pasan claramente por otro lado.