Instrucciones para leer al Gran Cronopio
Procure agenciarse un cómodo sillón orejero y colóquelo de espaldas a la puerta, para que no lo molesten. Si desde allí, orientado hacia el gran ventanal, no dispone de una buena vista de la "Continuidad de los parques", no se preocupe porque es lo de menos. Antes de abrir ese perturbador objeto formado de pliegues cosidos, desabróchese la correa de su reloj y arrójelo tan lejos como pueda. Así, ese diminuto picapedrero amarrado a su muñeca ya no lo distraerá.
Ahora diríjase al Winco que duerme en un rincón y ponga un viejo vinilo de Charlie Parker. Escuche el craqueo de la púa, tome asiento y respire. Justo antes de que lo asalten las dudas y se diga, como "El perseguidor" Johnny Carter, "esto ya lo leí mañana", abra el libro y sumérjase de cabeza, sin preconceptos ni ideas adquiridas.
Entonces verá cómo en esos dos o tres minutos que median entre una estación de subte y otra se abre el misterio. Un misterio en el que puede que encontraría a la Maga, aunque usted no sea Oliveira, o quizás a un axolotl, porque sentirá que cruza a la otra orilla, como si atravesara el parisino Ponts des Arts. Y al otro lado, en las tierras de ese fugaz misterio llamado literatura, caben todos los juguetes de su infancia, las manchas de vino en el mantel, los rostros queridos y aborrecidos y su vida entera. Y ahora sí, congratúlese, usted ya es un Cronopio.
Estas recomendaciones, a la manera del "Manual de instrucciones" de Historias de cronopios y de famas -el libro "más travieso" de Cortázar, según Mario Vargas Llosa, y puede que el más provocador, pese a su aparente ligereza- no es solo un homenaje en el 35º aniversario de su muerte, que se cumplió ayer.
Es también una invitación a la lectura para esos jóvenes lectores que aún no saben qué les deparan cuentos como "La autopista del sur" o "La salud de los enfermos" -dos de mis preferidos, lo confieso-, ambos reunidos en Todos los fuegos el fuego (1966). Para muchos, el mejor libro de relatos del escritor con cara de niño, antes de que se dejara esa tupida barba sandinista, pero en plena madurez. Y también una invitación a revisitarlo para esos jóvenes de más de 65 que en su momento deslomaron de Rayuela (1963) de tanto ir y venir por su endiablada "Bitácora", pero que aún no han perdido su capacidad de asombro.
"Macanudo", dirá el fama, ese reverso del cronopio demasiado apegado a las convenciones sociales, "pero Rayuela ha envejecido mal y otro tanto, su obra más experimental y ambiciosa como 62 Modelo para armar (1968) o el Libro de Manuel (1973)". De acuerdo, le respondería yo a ese aburrido lector que aprieta el dentífrico por el extremo inferior del pomo, pero no se trata de eso, sino de reivindicar el sentido lúdico de la literatura, como hizo el Gran Cronopio, a lomos del nonsense, del azar objetivo o del feroz humor surrealista, para descubrir el misterio agazapado en nuestra realidad cotidiana. "Y cuál es la utilidad de ello", porfiará el fama. Pues, el mero deleite. El sentido lúdico (o poético) sirve "para luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines útiles", decía Cortázar.
No es ninguna broma, porque el sentido lúdico de la literatura (o de la vida) nos ayuda a vivir. Y donde mejor se conserva ese misterio que nos legó el gran ludópata de las palabras es en sus relatos. Verdaderas "cicatrices indelebles" que "respiraban" como "criaturas vivientes", decía él.
Y así llegamos al meollo de esta historia: ¿por qué seguir leyendo a Cortázar a 35 años de su fallecimiento? Porque cuando a usted le regalan un reloj, le regalan la necesidad de darle para ganarle momentáneamente la partida a la muerte. Y porque es usted el regalado a ese mecanismo que se ata en la muñeca. Así, cuando usted lee un cuento de Cortázar, es en realidad el relato el que lo lee a usted. El relato que le da cuerda al misterio que lo mantiene vivo.