Inmunidad y resiliencia: lo que la pandemia nos depara
Dos años de Covid. Dos años de hacernos expertos en conceptos como variante, cepa, ARN mensajero, contacto estrecho. Dos años experimentando la incertidumbre de un porvenir contingente, la contemplación de un paisaje sin horizonte, la extrañeza de un distanciamiento social ajeno a una naturaleza y una cultura propiamente humanas. Dos años de perseguir la inmunidad, idealizándola cual fetiche. De trazar estrategias para alcanzarla y de formular hipótesis respecto del mentado momento en el que el virus decida convertirse en una entidad predecible. Es claro que la trayectoria por la pandemia y sus circunstancias trastornó por completo nuestros esquemas existenciales previos: no solo el virus mutó, nosotros también lo hicimos.
Con este bagaje, identificamos dos capacidades que fuimos conminados a desarrollar a lo largo de estos años: inmunidad y resiliencia. Para la primera, las vacunas jugaron como aliadas en la compatibilización del patógeno con nuestro organismo. Esto entraña en menor medida un acto voluntario; apenas la decisión de inocularse y los mecanismos se gatillan de manera casi automática, escapando en algún punto a nuestro control.
La resiliencia, por el contrario, nos involucra integralmente, aludiendo a nuestro potencial de seguir adelante pese a las adversidades, a nuestra facultad de hacernos fuertes a partir del afrontamiento de eventos traumáticos. Podríamos creer que incluso esto es algo innato, dado o no dado; pero no es así. Boris Cyrulnik, etólogo francés, la define como el desarrollo después de un trauma; mientras que la American Psychological Association la señala como un proceso de adaptación a situaciones adversas, que puede englobar contextos trágicos, amenazas y fuentes de tensión o estrés emocional. Y hoy sabemos que estamos llamados a expandir esta capacidad, que –como muchas otras– se aprende. De este modo, mediante una formación favorecedora de hábitos positivos podemos actualizar una disposición que todos tenemos latente.
Corresponde remarcar que nuestras relaciones interpersonales operan como fuentes de apoyo en esta evolución. De ahí la importancia de generar y mantener vínculos sanos, ya que son factores protectores poderosos frente a la calamidad y por tanto promotores de conductas resilientes. Así, reconocemos nuestros lazos como elementos facilitadores u obstructores de la resiliencia humana.
Lo anterior nos lleva a reflexionar en torno a las actitudes que cada quien asume frente al dolor de un semejante. Porque el trabajo que se impone es dotar de sentido ese sufrimiento y para esto, inicialmente, hay que verlo plasmado. No cabe hablar del dolor en abstracto, sino que este siempre debe ser respectivo de las personas dolientes. Bajo esta lógica, todos somos eventuales indigentes y a la vez quedamos implicados en el cuidado de los demás, en la tarea de brindar alivio a quien a nuestro alrededor lo demanda.
En sociedades que miden sus avances en términos de productividad, el Covid nos coloca en la paradoja de volver la mirada sobre nuestro ser vulnerable. De aceptar la orfandad que supone sabernos necesitados unos de otros, de redescubrir una condición humana inviable sin esa alteridad. Esto no solo nos confirma la propia fragilidad, sino que nos sitúa frente al imperativo de abrazar el cambio como parte de la vida. Quizás sea este el aprendizaje más profundo y significativo que la pandemia nos depara.
Familióloga, especialista en educación, directora de estudios del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral