Infancias marginales
La marginalidad social es un fenómeno clásico de las grandes urbes. Lo novedoso de la Argentina de las últimas décadas es su implacable espiralamiento. Individuos que desde la infancia aprenden a sobrevivir en la calle recurriendo a diversas modalidades de subsistencia entre la limosna, el descuidismo y la prostitución infantil.
Los “chicos de la calle” se organizan en grupos con una organización jerárquica –las “ranchadas”– que permiten el acopio de los alimentos “mangueados” o de los objetos robados para cambiarlos por dinero para comer, acceder a armas blancas o de fuego o a estupefacientes que los ayudan a sobrellevar su existencia en el borde.
Hace unas décadas, la droga por excelencia era la inhalación de pegamentos. Pero no tardó en llegar la marihuana, y más recientemente esa versión local del crack: el paco, elaborado con el residuo de la cocción de la pasta base para producir cocaína.
La subcultura paquera describe un proceso de degradación que culmina en una etapa terminal bien reconocida en el mundo de la pobreza y la miseria: “fisura”, en alusión a tener los tabiques quebrados por la aspiración del mortal polvo seco o quemado en pipas. La desesperación motiva en algunos un ensañamiento despiadado con sus víctimas: son los “malditos” que casi siempre hieren con sadismo o matan además de robar.
A esos mundos infantiles y adolescentes se puede llegar por distintas vías. No faltan los casos de supervivencia en familias que definen una división de tareas entre adultos y niños. Muchas de las criaturas que limosnean o limpian vidrios en un semáforo o en una barrera ferroviaria responden a esos ensambles parentales que después pernoctan en plazas albergados en improvisadas taperas de cartón.
Desde allí se estriban otras gradientes: familias de adolescentes que admiten con naturalidad la deserción de un chico en fuga por las palizas o los abusos de parientes y padrastros alcoholizados o drogados. En algunos casos son hasta inducidos. También son frecuentes las transacciones comerciales a las que acuden redes de pedófilos que pululan por esos mundos o tratantes para diversas formas de explotación.
La prostitución supone un oficio con sus servicios tarifados por parientes o pequeñas mafias. Los intercambios se sustancian en terrenos, casas abandonadas, estaciones ferroviarias o reconocidos “no lugares” de las geografías urbanas y suburbanas. Conforme crecen, pueden ascender a servicios más redituables como “taxi boys” de clientelas diseminadas en toda la sociedad.
En el caso de las niñas, la desafiliación suele motivar embarazos muy tempranos cuyos hijos a veces se entregan a allegados para su crianza o se venden merced a la intermediación de organizaciones explotadoras más poderosas. Criaturas que nacen en viviendas precarias, sin nombre ni documentos, sin vacunas ni educación escolar.
El final feliz de la búsqueda de M. probablemente se relacione con el control social solidario de recicladores que reconocen a los niños por su participación en la labor cotidiana. No faltan madres que, atentas cuando una criatura desaparece, saben canalizar las denuncias. El riesgo es que los depravados acorralados se deshagan de sus víctimas arrojadas en basurales envueltas en bolsas de residuos.
Pero la mayoría de los casos transcurren, aquí y en el resto del país, fuera de la visibilidad pública; en el cono de sombra de una marginalidad social ascendente en donde imperan la explotación y la impunidad.