Infancias en un mundo en guerra
La humanidad mira perpleja hacia Europa del Este, mientras las imágenes de la devastación hieren retinas y almas. Niñas y niños están ahí, en primera fila. Entre multitudes abroqueladas en estaciones de tren, esperando huir del horror. Separados de sus seres amados, desterrados de sus hogares, excluidos de sus escenarios cotidianos. Desplazándose hacia entornos extraños a sus vidas, a vidas que fueron fracturadas y reseteadas.
En lugares remotos del planeta, otros niños y niñas también están ahí, en primera fila entre pantallas, siendo partícipes en vivo de lo que acontece, captando la realidad con la instantaneidad que imprimen las plataformas sociodigitales. Todos ellos son protagonistas de una historia cuya trama no alcanzan a entender, como tampoco nosotros, sus adultos referentes, comprendemos en profundidad. Y es que explicar actos criminales, lesivos de la dignidad humana, se torna una tarea cada vez más compleja en sociedades que han evolucionado hacia un paradigma de los derechos humanos progresivamente consolidado.
En este marco, conocemos bien que las infancias deben ser protegidas, que su interés superior debe primar y que los esfuerzos tienen que encaminarse hacia el bienestar y el desarrollo armónico de este grupo etario. Sin embargo, hay guerra en el mundo contemporáneo. Y quedamos entrampados en un cúmulo de prácticas salvajes en el que la racionalidad dominante es el sometimiento del otro, incluso si esto implica su exterminio.
En este contexto sombrío, preservar a los niños de toda clase de violencia se muestra como una quimera, un objetivo de imposible consecución, por lo que nos corresponde disponer los medios para formarlos en la resiliencia durante el transcurso de lo que potencialmente constituirá un evento traumático. Es así como a padres y madres nos toca ensayar respuestas que no tenemos ante chicos que intuyen nuestra aflicción, que viven las contingencias críticas a través de nosotros.
Desearíamos poseer la habilidad histriónica de Guido Orefice, el personaje de Roberto Benigni, cuando revela a su hijo Giosué las penurias del campo de concentración nazi en clave de juego. Porque es aquí donde se produce la conexión más lógica: los hijos nos observan y logran percibir al instante nuestro estado de ánimo, nuestros miedos y ansiedades, la conmoción del presente y la incertidumbre del porvenir. Por lo demás, sabemos que la negación nunca integra una alternativa, porque en algún momento el dolor aflora y nos invade. Solo deteniéndonos en él resulta factible trascenderlo.
Llegados a este punto, vale remarcar que siempre frente a la tragedia desatada se impone el interrogante del porqué. Es entonces cuando emerge el imperativo de despegar del absurdo, de elevarnos sobre el sinsentido de las acciones humanas para apuntalar una expectativa de mañana y ofrecerla como legado a las generaciones venideras. Sembrar en ellas una esperanza de futuro equivale a inspirarles confianza en nuestra humanidad; esto reclama tanto del compromiso interpersonal como del pacto con el ambiente, reconociéndonos parte del sistema mayor que nos contiene.
Recrear la perspectiva del diálogo, en busca de la concordia y la pacificación, parece ser la vía por andar. Porque los niños necesitan la paz. Y la necesitan para poder -a pesar de todo, como en el filme de Benigni- dar testimonio de que la vida es bella y merece ser vivida.
Familióloga, especialista en educación, directora de estudios del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral.