Inclusión populista, el default educativo
¿Es posible incluir con calidad educativa en una Argentina desigual y excluyente? ¿Es posible educar para el trabajo a chicos que no vieron trabajar ni a su padre ni a su abuelo, sostenidos todos por asignaciones y planes? ¿Es posible educar para la convivencia en un país en el que locales y visitantes no pueden compartir un partido de fútbol en la misma cancha? ¿Es posible educar en el cumplimiento de la ley en un Estado de default y desacato? ¿Es posible educar para el futuro cuando cada día se resume en un relato salvaje de supervivencia?
Tiendo a creer, por optimismo metodológico, que sí es posible, que las escuelas pueden hacerlo, que fueron inventadas para eso, para transmitir la cultura y también para ser contraculturales, con la condición de que por lo menos haya clases y un clima interno que permita aprender, lo que requiere, inevitablemente, remover viejas prácticas.
El debate suscitado hace unos días por la modificación del régimen académico de las escuelas primarias en la provincia de Buenos Aires reavivó las principales tensiones que encierran estas preguntas: la que existe entre el camino corto de la inclusión populista y el camino arduo de la inclusión por la educación; la tensión que hay entre el relato y la realidad.
Algunas disposiciones atentan directamente contra el sentido común. Otras tienen fundamentos pedagógicos válidos, como la promoción por ciclos en vez de grados, que permite respetar los ritmos individuales del aprendizaje y no estrellar a los niños en repitencias inconducentes.
Pero no se ven políticas claras de implementación que vayan más allá de la retórica. Esto es lo que alienta la reacción y las críticas.
La provincia de Buenos Aires, que este año perdió 19 días de clases sólo por paros, afirma que es imprescindible "acompañar" la trayectoria escolar de los chicos. Acompañar sería, en principio, que hubiera clases. Sin embargo, el tiempo en buena parte de las escuelas argentinas se escurre como el agua.
Pasado el Mundial y las vacaciones de invierno, en teoría recomenzaron las clases en las aulas argentinas. Pero entre feriados, jornadas de reflexión, paros docentes, paro general, todavía no hubo una semana completa de clases en esta segunda mitad de año. Sin clases, sin continuidad en el ritmo escolar, no hay educación sistemática posible. Sin escuela, no hay escuela. Y sin clima escolar dentro de las escuelas, tampoco.
El mundo interno de las escuelas, lo que se respira en ese microclima que es una escuela, guarda directa relación con la cantidad y calidad de lo que se aprende en ella. El clima escolar es el ambiente en el que se disponen los estímulos y las relaciones entre maestros, entre estudiantes, entre maestros y estudiantes, y de todos con el conocimiento. Es el entorno en el que se despliega el esfuerzo enorme que representa el trabajo de enseñar y el de aprender. Proteger el tiempo escolar y generar un clima escolar estabilizado y propicio para educar es la tarea urgente.
El caso extremo de la Escuela Técnica N° 13 Ingeniero Delpini, de Villa Lugano, todavía conmueve. Rodeada de violencia, sitiada, la escuela cerró. Fueron dos semanas en las que se operó el más terrible de todos los males: el default educativo. En esas dos semanas, accedimos al horror del tiempo unidimensional, al tiempo sin futuro. ¿Cuántas otras escuelas como la de Villa Lugano existen? ¿Cuántas, permaneciendo abiertas, están simbólicamente cerradas? ¿Cuántas escuelas no parecen ya escuelas en la metamorfosis de los mil usos? ¿Cuántas funcionan como un comedor, un aguantadero, como si fueran un rincón más de la calle o como un club, una guardería apacible en la que se acuna a nuestros niños de sectores medios?
Una escuela sin clases no es una escuela. Una escuela en la que se aprende poco es poca escuela. Una escuela en la que no se aprende es una estafa.
Sabemos que el tejido de relaciones educativas, el clima social y académico de una escuela puede reconfigurarse respecto del mundo exterior, que por fortuna no necesariamente es una réplica del entorno, que inclusive puede funcionar como antídoto de las violencias y los horrores del afuera, que no está condenada a la reproducción. Por eso es que, potencialmente, desde las escuelas se puede cambiar la historia, así lo hizo por ejemplo la Europa de la posguerra.
Hoy sabemos también que el clima escolar es algo mensurable y que puede ser mejorado. Según el estudio Serce de Unesco de 2006, el clima escolar es la variable más importante para explicar el desempeño de los estudiantes de las escuelas primarias de América latina. La última evaluación PISA realizada en 2012 se focalizó especialmente en matemáticas y evidenció que el clima de las escuelas argentinas es de los peores del mundo. El 55% de los alumnos argentinos no puede empezar a trabajar por mucho tiempo una vez iniciada la clase y en el 49% de las clases hay elevados niveles de ruido y desorden. Y no se trata precisamente de la efervescencia de clases creativas y participativas, no, todo lo contrario, es otra forma de perder el tiempo escolar, se trata de la abolición de la clase, es la no clase, la no escuela, porque en esas clases no se enseña y no se aprende.
Además el 51% de los estudiantes señala que directamente no escucha al profesor. Hay muchas razones para no escuchar al profesor. Algunas tendrán que ver con lo que los profesores tengan para decir, con la calidad de sus clases. Estudios recientes con docentes de educación primaria argentinos muestran que menos de la mitad puede definir tres conceptos matemáticos básicos correspondientes al programa de estudios de 4º grado.
La buena enseñanza es clave en el logro de un buen clima escolar. Es la condición más importante para que se produzcan aprendizajes significativos y además es un beneficio acumulativo. Las investigaciones muestran que tres años o más de contacto con un buen docente puede equiparar los aprendizajes de estudiantes que provienen de familias con bajos ingresos al nivel de sus pares provenientes de hogares de clase media. Tener buenos docentes es uno de los más potentes correctivos de inequidad en la distribución de oportunidades de vida.
El nuevo régimen académico que se impulsa, no sólo en Buenos Aires, sino en muchas otras provincias se inspira en la ley de educación nacional que en su artículo 16 hace responsables a las autoridades de "asegurar los principios de igualdad e inclusión educativa mediante acciones que permitan alcanzar resultados equivalentes en el aprendizaje a todos los niños independientemente de su situación social". La inclusión populista, en un delirante ejercicio de tergiversación de la realidad, se centra en la alteración de la escala de calificaciones que tradicionalmente fue del 1 al 10; le saca los tres dígitos fatídicos que indicaban aplazo y dice que la cuenta comienza con el 4. Calificaciones "blandas" que acompañen. La inclusión real es sin duda más difícil, se realiza por el conocimiento y a través del aprendizaje.
Siguiendo con los cambios en el régimen académico de la primaria, es apropiado pensar en ciclos de aprendizaje sin repitencia o con "promoción acompañada", otro neologismo que tan bien les sienta a las reformas. Pero esto tiene sentido y se construye como verdadera inclusión si y sólo si se trabaja en el fortalecimiento de la enseñanza y desarrollando muchos sistemas de apoyo a los aprendizajes.
Por ejemplo, sería necesario que en las escuelas que atienden a los sectores más vulnerables se trabaje simultáneamente con dos maestros en el aula del primer ciclo (como en las escuelas privadas de clase media), y que esos maestros tengan la formación específica para enseñar en contextos de adversidad. La inclusión real no se declama, se implementa, y por eso es más cara, pero con ese objetivo, se supone , se aumentaron los recursos en Educación.
La escuela es una promesa. La poderosa promesa de acceder al conocimiento significativo que promueve igualdad de oportunidades, la antigua promesa de generar otro mundo dentro del mundo, construyendo relaciones menos salvajes y más justas.
En tiempos de números mentirosos, de relatos delirantes que encubren la realidad, la escuela tiene que ser la promesa de otro país. Proteger el tiempo de clases, proteger el clima interno de las escuelas, sostener su tejido de relaciones sociales y académicas relevantes, es cumplir con esa promesa. Lo contrario es pedagogía del atraso y de la pobreza, es relato vacío.