Improvisación y obsecuencia, detrás de decisiones que nos cambian la vida
Los gobiernos dependen más del arrebato personal que del soporte institucional; argumentación, debate, verificación de datos y estudio técnico de los problemas, están desvalorizados
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Unos pocos minutos de cadena nacional nos pueden cambiar la vida. En el último año hemos confirmado que el Presidente, de un plumazo, puede dejar a nuestros hijos sin escuela, bajar las persianas de los negocios, impedir la compra de dólares o hasta prohibir que salgamos a correr. Son medidas tan invasivas y tan costosas que es inevitable esta pregunta: ¿cómo se toman esas decisiones? ¿Son el resultado de análisis rigurosos o de la pura improvisación? La búsqueda de respuesta nos remite a un fenómeno que parece muy acentuado: los gobiernos dependen más del arrebato personal que del soporte institucional. La argumentación, el debate, la verificación de datos y el estudio técnico de los problemas son herramientas desvalorizadas. En su lugar se impone el capricho del jefe (o de la jefa) que solo deliberan frente al espejo, en un juego cada vez más endogámico y más desconectado de la sociedad.
Cuando se anunció el intempestivo cierre de escuelas en el AMBA quedó en evidencia algo que podía sospecharse, pero que se intentaba disimular: los ministros nacionales están casi pintados. Su voz o su criterio pesan menos que una pluma. Quedó demostrado cuando los titulares de Salud y Educación garantizaron la continuidad escolar, justo antes de que el Presidente dispusiera lo contrario. El desacople, por supuesto, no provocó ninguna renuncia. Los ministros se las ingenian para reacomodar sus argumentos y sintonizar con “el jefe”. Se ha impuesto una cultura política de la sumisión y la obediencia. En ese clima, un ministro siempre está más dispuesto a defender su cargo que a defender una idea; está más aferrado al sillón que a cualquier convicción.
Cuando el Presidente confiesa: “Estas decisiones las tomé yo solo”, sin consensuar con nadie, está corriendo el velo de esta cultura que contamina al poder: la del encapsulamiento, con un gabinete que solo está para cumplir órdenes y no para discutirlas. Nada le hace más daño a un líder que el constante “sí, señor” de sus colaboradores. Lo paga con aislamiento y con una marcada desconexión de la realidad. Un presidente ya vive bastante alejado de la vida real: deja de manejar plata, no paga las cuentas, no hace colas en los bancos, no usa el transporte público, por supuesto no pisa un supermercado ni lleva a sus hijos al colegio. Se le genera una burbuja en la que prácticamente no existen los contratiempos de la vida cotidiana. Nadie quiere ver a un presidente en la fila del cajero, y si lo viéramos, haríamos bien en sospechar de su autenticidad. Pero si además se queda sin diversidad de voces, sin funcionarios dispuestos a defender y discutir ideas distintas, sin un cable que lo conecte con las penurias y las necesidades de la gente, el aislamiento puede convertirse en una trampa peligrosa. Obama cuenta en su último libro que, en momentos cruciales, solía llamar a su abuela; no para que le aportara opiniones sobre política, sino para escuchar una voz de sensatez. Ya en la Casa Blanca, leía todas las noches algunas cartas enviadas por ciudadanos de a pie. “Eran como un gotero intravenoso del mundo real”, dice el exmandatario norteamericano. ¿Con quién habla el presidente Fernández en las horas más difíciles, además de con él mismo? ¿Cuál es su “gotero intravenoso del mundo real”?
Quizá haya que desentrañar esta cultura del poder para entender algunas de las medidas que el Presidente ha tomado en medio de la pandemia. El cierre de las escuelas va a contramano de una necesidad social muy imperiosa y de un consenso que une a la ciudadanía con la ciencia. Por supuesto que hay circunstancias en las que un líder debe tomar decisiones que contradigan las corrientes dominantes de opinión. Pero hacerlo sin fundamentos ni respaldo técnico, guiado por el miedo o por postales arbitrarias (como aquella de que los chicos juegan a cambiarse los barbijos), se parece más a un tiro en los pies que a la audacia de un jefe de Estado dispuesto a nadar contra la corriente. En los últimos días quedó en evidencia la ausencia de profesionalismo y de calibre técnico detrás de los mensajes presidenciales: solo así puede explicarse que se haya acusado al sistema de salud de haberse relajado por atender patologías ajenas al Covid; o que se haya englobado a los alumnos con discapacidades mentales como personas incapaces de comprender la situación que vivimos y se haya imputado a “las madres” un comportamiento imprudente en las puertas de las escuelas (suponiendo que “los padres” son más responsables o no se ocupan de esas cosas). La ausencia de elaboración conceptual, de precisión terminológica y de rigurosidad en los datos refuerza las dudas sobre cómo se toman las decisiones.
La raíz del problema quizá deba rastrearse en el desmantelamiento de una verdadera burocracia estatal. Los gobiernos deberían estar respaldados por sólidas estructuras integradas por funcionarios de carrera caracterizados por su solvencia técnica y su independencia de criterio. En la Argentina, sin embargo, se ha erosionado la carrera administrativa, y cada gobierno llena los casilleros del organigrama con amigos, militantes, parientes y otras variantes de la misma especie: “los nuestros”. De ahí proviene el virus de la obsecuencia. Los ministros no tienen, en general, un peso y un prestigio propios; muchos ni siquiera tienen una trayectoria previa a la función pública. Dependen de agradar al jefe. Roca tenía ministros de la talla de Carlos Pellegrini, Victorino de la Plaza o Bernardo de Irigoyen. Sarmiento, nada menos que a Dalmacio Vélez Sarsfield y Nicolás Avellaneda. ¿Alguien los imagina diciendo “sí, señor”? En la democracia contemporánea, quizá los gabinetes de Alfonsín y Menem hayan sido los últimos que supieron asimilar figuras con peso propio.
En la actual coyuntura política se discute incluso si no es el propio “jefe” el que busca agradar a una sola persona. No está claro a quién le habla el Presidente cuando anuncia el cierre de escuelas, señala con el dedo a empresarios gastronómicos, trata de “imbéciles” a los opositores o embiste contra los jueces. ¿Le habla a su propio espejo o a la vicepresidenta? ¿Les habla al sector más radicalizado del oficialismo o a algunos sindicalistas? Lo único claro es que no parece hablarle a la sociedad.
Este vicio de la política que se habla a sí misma y se aleja de los ciudadanos no es, por cierto, algo propio de esta administración, aunque ahora luce exacerbado. Los últimos gobiernos han mostrado fallas gruesas en sus sistemas de decisión. Ahora parecen imponerse las obsesiones de un núcleo duro y beligerante del oficialismo, como en el esplendor del “vamos por todo”. Pero hubo épocas en las que se asumían, como verdades reveladas, las planillas de Excel o los focus groups, o en las que la opinión de un consultor (o de jóvenes expertos en sushi) valía más que la de un gobernador. Encontrar mecanismos virtuosos para la toma de decisiones es, quizá, el mayor desafío de los gobiernos. Eso implica eludir tanto el decisionismo autoritario e impulsivo como el exceso de cabildeos y comisiones. Implica, también, encontrar una diagonal entre la técnica y la intuición; entre los datos y la sensibilidad, entre la alta política y el sentido común. No parece haber recetas infalibles, pero hay algunas prácticas que a los mejores líderes los han ayudado: contar con equipos solventes y profesionales, rodearse de consejeros con criterio propio y estar dispuestos a escuchar sin perder el olfato ni la sensibilidad para interpretar qué le pasa a la gente.
En medio de una pandemia que desafía al país en varios frentes, quizá sea indispensable darle vueltas a esta pregunta: ¿cómo se toman las decisiones? Nos dijeron que era “un gobierno de científicos”. Tal vez nos conformaríamos con menos: con un gobierno que recupere la sensatez.