Un rato en la escuela está bien, pero no alcanza
¿Los chicos vuelven a la escuela o vuelven a un desorden improvisado, confuso y discontinuo? En estos días se está intentando el regreso a las aulas, pero lo que se propone, al menos en la provincia de Buenos Aires, es un esquema entrecortado, de horarios reducidos, días intercalados y semanas alternadas, una presencial y otra virtual. Nada parece muy planificado. De hecho, lo que domina entre los padres (y también en los colegios) es la desorientación.
Está claro que, en medio de la pandemia, no se puede volver a las aulas sin tomar especiales recaudos ni adoptar protocolos seguros. Pero está claro, también, que después de haber generado costos dramáticos e incalculables por el cierre de las escuelas durante un año completo, no se puede seguir sacrificando la educación de los chicos ni condenando a los sectores más vulnerables al peligroso desamparo en el que se los dejó el año pasado. Garantías absolutas nunca habrá. Tal vez debamos correr, entonces, el riesgo de ofrecer educación, que nunca será más grande que el de negarla o recortarla. Habrá que hacerlo con cuidados pero sin excusas, con cautela pero sin miedo, en forma gradual pero a la vez decidida. Será fundamental que se deje de ver a la escuela como un “foco de contagio potencial” para verla como lo que verdaderamente es: un espacio de contención, de fortalecimiento social y también de salud. Generarles más miedo y más angustia a los chicos es acentuar el daño irreparable que han sufrido en este tiempo.
Un rato en la escuela es mejor que ninguno, pero también hay que decirlo: no alcanza. Ya empieza marzo, y las familias bonaerenses todavía no tienen claro cómo se organizarán en la vuelta a clases. La idea es desdoblar los cursos, y que cada mitad vaya una semana al aula y la otra se conecte desde la casa. En las primarias irían solo dos veces por semana (una lunes y martes y a la siguiente jueves y viernes). No parecen buenas fórmulas. Se sabe que, para millones de chicos, la virtualidad no funciona: no tienen cómo conectarse, no se concentran, no tienen un espacio adecuado para hacerlo, no tienen el ánimo ni la voluntad, entre otras cosas por el daño psicológico que les ha provocado un año sin escuela, sin deporte, sin sociabilidad ni desahogos.
En el marco de esta evidente improvisación, no parecen merecer especial reparo las diferencias y desigualdades que existen en cada comunidad educativa. Si no pueden ir todos los alumnos todos los días, ¿por qué no se prioriza a los que no tienen buena conectividad, a los que viven en hogares monoparentales, a los que son hijos de parejas en las que los dos trabajan, a los que pertenecen a hogares más vulnerables? ¿Por qué se sigue sin distinguir realidades completamente diferentes como las de Lincoln o La Matanza? ¿Es razonable aplicar los mismos protocolos en localidades pequeñas que en grandes urbes que dependen del transporte público?
La ligereza con la que parece manejarse el regreso a las aulas abre otros interrogantes: si las escuelas no tienen espacio suficiente para garantizar el distanciamiento y las “burbujas”, ¿por qué no se recurrió a espacios alternativos, como los que podían ofrecer clubes, sociedades de fomento, bibliotecas, iglesias o hasta oficinas públicas? Se dirá que no es una logística fácil, y probablemente no lo sea. Pero gobernar y gestionar nunca es fácil. La improvisación y la chapucería no pueden ser siempre la única respuesta. Tal vez haya que preguntarse, también, si los mismos ministros y funcionarios que se enamoraron el año pasado del cierre de las escuelas y que lo convirtieron, incluso, en un dogma militante junto a los gremios docentes son los que pueden garantizar hoy una reapertura razonable de las aulas. Eso conduce a otras preguntas: ¿se ha formado un comité multidisciplinario de expertos para planificar la vuelta a clases? ¿Se ha consultado a pediatras, psicólogos, arquitectos, urbanistas y líderes comunitarios? ¿Se ha escuchado a los propios chicos? Todo parece reducido a una negociación entre funcionarios y sindicalistas, sin que los roles de unos y otros aparezcan muy nítidamente diferenciados.
La escuela es sistema, es continuidad, es método y rutina. Si eso no se garantiza, será muy difícil reiniciar algo parecido a un ciclo escolar. Por otra parte, es obvio que la organización educativa es un eje vertebral de la organización familiar, laboral y productiva de un país. No se puede retomar cierta normalidad si no se garantiza un esquema previsible y ordenado de funcionamiento escolar. Los padres no pueden ir a trabajar una semana sí y otra no. No pueden llevar a los chicos al colegio un día a la mañana y otro a la tarde, retirarlos un día a una hora y otro día a otra. Son esquemas que parecen diseñados por funcionarios con chofer, que han olvidado, en poco tiempo, cómo funcionan las familias trabajadoras, cómo se vive en las periferias urbanas, cómo se organiza un hogar de clase media. Las pymes y los comercios, por otra parte, no pueden hacerse cargo de las licencias y el ausentismo derivados de la discontinuidad escolar.
El apagón educativo de 2020 fue, directamente, una catástrofe por la que millones de chicos argentinos (sobre todo de las franjas más vulnerables) pagarán costos inmensos. Los pagarán con su salud mental, con secuelas de abusos, con dependencias y adicciones, con menos oportunidades de inserción laboral. Podrá decirse que fue consecuencia del desconcierto y el miedo que generó la pandemia. Pero ahora ha pasado un año y los expertos ya han demostrado que “el cierre de las escuelas ha provocado en los chicos más patologías que el propio Covid”. Lo acaba de decir Omar Tabacco, presidente de la Sociedad Argentina de Pediatría. Frente a un costo tan dramático, no se puede ofrecer ahora el regreso a una escuela a media máquina. No se puede hacer, a esta altura, lo que habría que haber hecho (en todo caso) entre abril y mayo del año pasado.
El sindicalismo docente parece empeñado en buscar excusas para no volver a las aulas. No es exagerado decir que boicotean abiertamente el regreso, como si hubieran encontrado finalmente su destino en las escuelas cerradas. Para entender semejante desvío, hay que asomarse a la psicología ideológica de un sindicalismo que solo cree en la educación como botín de poder político y económico, y al que el compromiso con la formación de las nuevas generaciones le parece un anacronismo de la “derecha vendepatria” a la que identifican con Sarmiento. En ese marco de desvaríos ideológicos se ha planteado la vuelta a clases como un eje de disputa política.
En lugar de alzar la voz contra la vacunación vip que ha postergado a los maestros; en lugar de cooperar para que las escuelas instrumenten con eficacia los protocolos y de incentivar a los docentes a hacerse los testeos para minimizar riesgos, los gremios se han convertido en una poderosa maquinaria dispuesta a obstaculizar, con una excusa hoy y otra mañana, el proceso de normalización educativa. Ahora denuncian las deficiencias edilicias, que el sistema educativo arrastra –por cierto– desde hace demasiado tiempo. ¿Qué proponen? ¿Que sean los chicos los que sigan pagando el costo de lo que el Estado no hace? ¿Y quién fue el año pasado a cuidar los colegios? ¿A ningún gremio se le ocurre que cuidar la escuela pública es algo más que un eslogan?
La pandemia nos genera dolor, incertidumbre e inseguridades. Pero sería imperdonable que a eso le sumáramos la tragedia de un país sin educación, o con “educación reducida”, creyendo que de ese modo protegemos la salud. Teníamos una escuela en crisis, pero teníamos una escuela. ¿Estamos dispuestos a recuperarla?