Imposibles de traumar
Pese a su cortar edad, a los niños de los 90 se les dieron grandes responsabilidades, como ser padres de mascotas virtuales
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A finales de los 90, los argentinos dejaron entrar a sus casas a una mascota que marcó a una generación. Era electrónica, se compraba en los negocios de chucherías y estaba importada de China: se trataba del Tamagotchi (se le puede sacar la “t” y pronunciar directamente Tamagochi), juguete que había que tener sí o sí para no desentonar en el recreo.
Con lógica de llavero para llevarlo a todos lados, el Tamagotchi consistía en una mini pantalla rectangular de tonos un poco grises, un poco verdosos, dignos de aquella época, encapsulada en una carcasa plástica redonda, pintada de blanco y con tres botones debajo. El dispositivo, no mucho más grande que una moneda, tenía un solo objetivo: criar y cuidar a la mascota en cuestión. Una vez encendido, aparecía un huevo y había que esperar a que naciera el bicho en cuestión (se trató, quizás, del último atisbo de paciencia que se manejó en toda la década). Ya nacido el animalito -que según cada Tamagotchi podía ser un dinosaurio, un gato, un perro o un pájaro- había que estarle encima todo el día: darle de comer, prenderle o apagarle la luz, mandarlo a dormir, jugarle, limpiarle la suciedad o darle correctivos (sí, correctivos, y acá hay que entender que eran otros tiempos y que se le podía pegar a un animal electrónico hecho por computadora en Japón sin temor a que apareciera una asociación protectora de Tamagotchis).
Sin embargo, el pobre bicho tenía un problema: quizás por error, quizás por maldad, no tenía bien configurado su reloj biológico-electrónico y se despertaba a cualquier hora, como si fuera un bebé, para reclamar atención. Un lunes a las dos de la mañana podía empezar a chillar porque tenía hambre, ganas de ir al baño, quería jugar o en protesta porque su dueño se había olvidado de apagarle la luz. Y ahí uno tenía dos opciones: o prestarle atención a sus necesidades o resetearlo. Era una especie de asesinato Tamagotchi que no dolía tanto porque, a menos que uno estuviera muy escaso de afecto, ese pequeño bicho electrónico no despertaba mucho cariño. Dicho de otra forma, y a riesgo de que la Asociación argentina de Tamagotchi ponga el grito en el cielo, era más bien una novedad que no servía para nada.
La fiebre por el Tamagotchi, como era de esperar, alertó a padres, que debían comprarlo y aguantarse el pitido que hacía con cada reclamo; a docentes, que tenían que tolerar que los alumnos se distrajeran; y a especialistas varios, como médicos y psicólogos. Así se leyó en el diario LA NACION, en octubre de 1997: “Advierten sobre los riesgos de las mascotas virtuales”. Quizás los que más derecho tenían a quejarse eran los padres, que debían desembolsar entre $14,90 y $29,90 por el Tamagotchi, dependiendo del modelo que se eligiera. Costo no menor si se tiene en cuenta que todavía regía el 1 a 1. Los expertos en salud mental, por su parte, criticaban que los chicos tuvieran la posibilidad de matar, si querían, a la mascota; pero también cuestionaban que la otra opción era convivir con ese bebé electrónico y caprichoso por siempre. Finalmente, esa juventud que se abría paso resolvió la disyuntiva lúdica de la misma manera en que solucionó otras tantas encrucijadas: un día se cansó, el Tamagotchi se quedó sin pilas y ahora duerme en algún cajón, junto al Walkman.
Hasta el día de hoy, esa generación dorada no exhibe traumas a la vista por haber tenido un Tamagotchi. Quizás todo eso quedó enterrado en las horas y horas de Counter-Strike que vinieron después. O fue sepultado por aquellas entrañables tardes jugando al Sims, ya no con una mascota electrónica, sino con personas que simulaban una vida común y corriente. En todos los casos, curiosamente, podían matar a alguien, incluso en el Sims.