"Todas las fotografías atestiguan la despiadada desilusión del tiempo", escribió Susan Sontag en Sobre la fotografía. Y remató: "El fotógrafo saquea y preserva, denuncia y consagra a la vez".
Hace casi veinte años, esos retazos de tiempo se hicieron presentes, todos juntos, en un volquete de la calle Honduras: estaban allí, en la basura, cientos de fotos en blanco y negro guardadas en sobres de papel color madera bien rotulados, imágenes de la última dictadura militar y buena parte de la transición democrática que recordaban, que capturaban hitos de nuestra historia reciente; polaroids que, hasta el día de hoy, proyectan sus luces y sus sombras. Sobre lo que fuimos, lo que soñamos ser y no pudimos; y sobre lo que quedó, a pesar de todo: la democracia.
El diario El Cronista Comercial, cuya redacción funcionó algún tiempo en esa zona de Palermo, había decidido deshacerse de las fotos en papel provenientes de los diariosLa Opinión y Tiempo Argentino, y de las agencias Télam, DyN y varias internacionales. Agarré lo que pude, llamé a un par de amigos periodistas y decidimos ir en auto para llevarnos todo lo que estuviera a nuestro alcance.
Entre los tres tomamos una decisión: iríamos de noche, vestidos de fajina, munidos con linternas y dispuestos a meternos adentro del volquete para revisar el material y traernos lo que quedara, si algo quedaba. El azar jugó un papel importante: el camión recolector de basura no había retirado la carga cuando llegamos esa medianoche al barrio, todavía poco iluminado. Fue un momento extático que osciló entre la emoción y la felicidad –por aquel hallazgo inesperado– y la perplejidad de ver esas fotos en la calle. ¿Por qué se había decidido tirar todo en lugar de donarlo a algún archivo o a una escuela de periodismo? ¿Qué hacer ahora con todo ese material que reflejaba buena parte de la historia argentina en imágenes únicas, vibrantes y también muy dolorosas?
Agarramos los sobres casi a ciegas, sin distinción de rótulos ni personajes y llegamos a nuestras casas para ver en detalle de qué se trataba. Y allí estaba Alfonsín en el día de su asunción rodeado de una multitud alegre y fervorosa; imágenes del Juicio a las Juntas y de aquel tribunal que hizo historia; otra vez Alfonsín recibiendo, de manos de Ernesto Sabato, el informe de la Conadep, acompañado por Graciela Fernández Meijide y otros miembros de aquella comisión cuyos datos permitieron la construcción de los alegatos y la reconstrucción de aquel colapso civilizatorio y moral; Alfonsín en encuentros con líderes internacionales como el español Felipe González; Alfonsín reunido con dirigentes gremiales y de la Iglesia; un Alfonsín con gestos endurecidos en ceremonias militares, pero también el Alfonsín con actitud risueña y afable, rodeado de destacados artistas. No sé si estaban en ese volquete o alguien se nos había adelantado en la misión: no me tocó el sobre con las fotos de las asonadas militares ni el de "Felices Pascuas".
Entre los paquetes, había decenas de fotos de Carlos Menem: imágenes de su campaña presidencial, su larga cabellera y sus recordadas patillas; también el registro de la metamorfosis que siguió a las promesas del "salariazo y la revolución productiva": su pelo emprolijado, las multitudinarias marchas en contra de la privatización de Somisa; cientos de fotos de su hijo Carlitos Menem Jr., imágenes de los encuentros presidenciales con artistas y dirigentes políticos.
A muchas de esas fotos las volví a ver una y otra vez, como un viaje a través del tiempo que pudiera dar sentido y echar luz sobre algunos de los acontecimientos que había transitado la Argentina. También decidí guardar en una caja alejada y bien cerrada las fotos de la dictadura: era un espejo demasiado doloroso que, se ve, preferí encapsular. Elegí tener a mano las imágenes de la reciente recuperación democrática y las de los artistas que mágicamente me transportaban a un mundo de ensueño y fantasía.
Con el correr de los días, y en casos puntuales, tuve la necesidad de contactar a algunos de los retratados para hacerles llegar sus fotos. Madres y padres que perdieron a sus hijos, hijos que perdieron a sus padres. ¿Qué mejor destino podían tener que el de sus familias?
A través de un amigo entrañable, Pablo Llorens, hicimos un primer contacto con Ernesto Sabato. La cita sería en su casa de Santos Lugares. Lector voraz y empedernido, Pablo había consumido toda la obra de Sabato y era mejor interlocutor que yo para esa entrega. Llegamos anticipadamente a la cita, en una tarde que recuerdo gris, y decidimos hacer tiempo en un bar, un club de barrio vecino a la casa del autor de El Túnel. Cuando llegó la hora, nos presentamos y fuimos conducidos al estudio del escritor. Allí estaba él, entre sus pinturas y atriles, y esa conversación que sospechábamos que sería corta y protocolar, derivó en un largo intercambio sobre libros y lecturas, y sobre su pueblo natal, Rojas, en la provincia de Buenos Aires. Nos despedimos exultantes con la sensación de la misión cumplida. No recuerdo bien cómo fue, pero ese encuentro quedó registrado en una foto. Foto en la que posamos con Sabato, foto que guardó Pablo como un tesoro, foto que, para parafrasear a Sontag, no atestigua la despiadada desilusión del tiempo sino más bien lo contrario; ayuda a revivir las ilusiones de los tiempos de ilusión.
A esa entrega y por varios meses, siguieron otras; por correo, personalmente o a través de amigos en común de los protagonistas. No eran los tiempos del escaneo fácil ni del WhatsApp; sobres y estampillas eran nuestros aliados.
Cada envío estaba inevitablemente precedido por alguna explicación que le diera sentido al hecho de que una extraña se contactara, se presentara o les hiciera llegar sobres con fotos: que las encontré en la calle, que eran parte de un archivo de un diario, que quizás era mejor que ellos, sus hijos o nietos, tuvieran ese recuerdo, que ellos podrían encontrar un mejor destino que el de los cajones de mi escritorio. En algunos casos, hubo gestos de enorme gratitud; en otros, no hubo respuesta ni interés, y esos sobres "listos para el envío" todavía permanecen en mi archivo.
También usé las fotos como herramienta en algunas de los reportajes que hice a lo largo de todos estos años. Fueron varios, pero recuerdo uno especialmente, en Séptimo Día, el programa de entrevistas que hacíamos con Diego Sehinkman en Radio Ciudad. Aquella vez el entrevistado fue Fernando de la Rúa: el expresidente miró con atención las imágenes esparcidas en la mesa del estudio y esas fotos fueron el puntapié para una conversación sincera, generosa, autocrítica y por momentos muy dolorosa, sobre su paso por el Poder Ejecutivo y su traumática salida.
Hubo dos grandes sobres que sentía que debían tener otro destino que no fuera el de mi casa, fotos de una vida truncada tempranamente: la de Carlitos Menem Jr., el hijo del expresidente. Zulema Yoma recibió aquellas fotos. No recuerdo si puse mis datos en el remitente de la entrega o si ella consiguió mi número de teléfono. Lo que sí recuerdo como si fuera hoy fue el cálido y conmovido llamado a mi casa para agradecer que le hubiera hecho llegar un recuerdo de su hijo, cuya muerte, 25 años después, aún no se sabe si se debió a un atentado o a un accidente.
Una mañana de tantas, en esta larga cuarentena y mientras hacía orden en mi escritorio, esas fotos volvieron a mis manos y decidí compartirlas en Twitter. Nunca imaginé que pasaría lo que pasó: el interés, la curiosidad y el disfrute que generaron esos documentos –producidos por talentosos reporteros gráficos– en quienes fueron testigos, espectadores o protagonistas de aquellos años.
Me reservo los detalles de conversaciones con algunos de los que recibieron esas fotos en un acto íntimo, privado. Pero si aquella entrega llevó alegría o consuelo a sus destinatarios, la recuperación de aquel tesoro arrojado en un volquete de la calle Honduras habrá tenido algún sentido.
Ojalá sea el mismo que tiene para mí hoy, cuando decidí hacer públicos algunos retazos del tiempo, en blanco y negro.