Igual que una sombra
Con La maravillosa historia de Peter Schlemihl, Adelbert von Chamisso dejó una de las invenciones más permanentes del romanticismo alemán, una que, sin embargo, tenía raíces más profundas, que llegaban al mito mismo del pacto fáustico.
Peter Schlemihl (un simple desgraciado) vende su sombra a cambio de una bolsa de oro inagotable. La tragedia consiste en vivir sin sombra. ¿Pero tan importante es tener una sombra? El propio Chamisso le dedicó un poema a su personaje. Ese poema tiene estos versos: "Quienes le otorgamos un ser a la sombra/ vemos ahora al ser bajo la forma de la sombra". El libro salió en 1814 y está muy lejos de agotarse. Ser y sombra resultan complementarios. La sombra nos sigue y nos acompaña como metáfora y como fenómeno óptico. Vayamos a las fuentes: "Una sombra que huye sin detenerse", dice Job del hombre.
Volví a pensar en todo esto por la muestra El elogio de la sombra, que inauguró ayer en la galería Jorge Mara-La Ruche. En este caso, el nombre no viene de Alemania, sino de Japón. Está tomado del libro homónimo de Junichiro Tanizaki, que estudia en un ensayo poético (sí, algunos ensayos pueden ser también poéticos: por ejemplo, Un bárbaro en Asia, de Henri Michaux) la gravitación de la sombra en la estética japonesa.
La palabra "estética" tiene que ser entendida de manera muy extendida: incluye desde la deficiente iluminación de los baños japoneses (así empieza) hasta el teatro de marionetas bunraku. Voy a citar un pasaje de ese libro de un doble fondo inagotable: "La belleza de una habitación japonesa, producida únicamente por un juego sobre la opacidad de la sombra, no necesita ningún accesorio. Al occidental que lo ve le sorprende esa desnudez y cree estar tan solo ante unos muros grises y desprovistos de cualquier ornato, interpretación totalmente legítima desde su punto de vista, pero que demuestra que no ha captado en absoluto el enigma de la sombra".
Mara conoce bien el asunto, tanto que fue él quien, tras leer una versión en inglés, acercó el libro de Tanizaki para que se lo tradujera al castellano. Realmente, el juego mismo de la sombra no pide ningún accesorio, y lo prueban cada una de las piezas expuestas, pinturas y fotos.
En la serie fotográfica, asombran sobre todo Seascapes, las marinas que Hiroshi Sugimoto hizo en los años noventa: una simple línea, la del horizonte, deslinda los grises del mar y del cielo, y así repetida, variadamente. En el otro extremo, están los paisajes nevados del argentino Daniel Ackerman (que expone a su vez en Otto Galería): todo está a la vista (los árboles, los copos de nieve) y nada lo está. Me gusta volver a citar una idea del pintor Mark Tobey: nada mejor que encontrar lo abstracto en la naturaleza.
Pero hay otra clase de fotos y de sombras. La geometrización de Horacio Coppola y el costumbrismo urbano de Sameer Makarius. En las fotos que Makarius tomó en el centro de Buenos Aires (un centro que no se parece en nada al de hoy) vemos personajes anónimos, de espalda y con sombrero. En la otra pared de la galería, justo enfrente, el pintor Fidel Sclavo nos muestra el correlato imaginario de esos hombres de carne y hueso. Sclavo abstrae la carne y el hueso, y lo que queda son el sombrero y la silueta, que duran más que los cuerpos reales.
Pero todo esto era para llegar a los trabajos de Juan Andrés Videla, que me gustaría llamar "estudios sobre el fulgor". Hay especie de secuencia: noche cerrada, noche con astros y noche con un sol exangüe, acaso un sol negro.
Como sea, Videla nos obliga a una constatación ineludible. No hay sombra sin luz, y la sombra, con su frescura y su enigma, es el hilo que nos lleva a esa luz todavía invisible.