Iglesia, sindicatos y reforma laboral
Son muchos los líderes sindicales argentinos que no dejan pasar oportunidad para proclamarse contrarios a cualquier reforma laboral, presuponiendo que la misma no puede significar otra cosa para los trabajadores que una “pérdida de derechos”. Incluso, un dirigente especialmente combativo lanzó una insólita amenaza preventiva dirigida al próximo gobierno (es decir, a un gobierno todavía inexistente) de “salir a la calle” con su poderoso gremio ante cualquier intento de “tocar los derechos de los laburantes”. El origen de tanta susceptibilidad y reticencia reside en la idea de que las relaciones laborales son una competencia de suma cero, en la cual los intereses de cada uno solo pueden ser afirmados a expensas de los demás, y cuyo resultado solo puede consistir en una transferencia de ingresos en la dirección del vencedor.
La enseñanza de la Iglesia sobre la ética del sindicalismo rechaza semejante postura. Juan Pablo II, en su encíclica de 1987 sobre el trabajo (Laborem exercens, n.20), llamaba a superar esa lógica confrontativa: la lucha sindical por la justicia social es “en favor” de los trabajadores, pero no “contra” los demás. Y esto debería resultar particularmente claro a la luz de las nuevas responsabilidades que, según este pontífice, competen al sindicalismo en el mundo actual, y que lo comprometen a trascender la mera puja redistributiva, asumiendo un rol positivo en la generación de riqueza y empleo.
Para ello es preciso desarrollar “nuevas formas de solidaridad” que, superando los viejos reflejos corporativos, se extiendan a los trabajadores informales, a los desocupados, a los empresarios y, en última instancia, se conecten con el bien de la sociedad en su conjunto. Esto implica una adecuada reforma laboral que, salvando los derechos fundamentales del trabajo, introduzca una actualización de las normas y de los sistemas de seguridad social mediante los cuales los trabajadores han sido tutelados hasta hoy.
Pero esta concepción actualizada de la misión de los sindicatos implica revertir su crónica politización. Juan Pablo II enseña en el texto citado que, si bien la actividad sindical entra en el campo de la “política” entendida como una prudente solicitud por el bien común, la misma no debe transformarse en una forma de “hacer política” en el sentido que se da hoy comúnmente a esta expresión. “Los sindicatos no tienen carácter de ‘partidos políticos’ que luchan por el poder y no deberían ni siquiera ser sometidos a las decisiones de los partidos políticos o tener vínculos demasiado estrechos con ellos”. De lo contrario, dejan de representar los justos derechos de los trabajadores y se convierten en un instrumento para otras finalidades.
En particular, advierte Juan Pablo II, el derecho de huelga puede ser utilizado de modo abusivo en función de “juegos políticos”. Es cierto que la Iglesia reconoce la huelga como un método legítimo, pero solo en los justos límites y como un medio extremo. No se pueden considerar justificadas las huelgas que afectan servicios esenciales para la convivencia civil o conducen a la paralización de la vida socioeconómica, atentando contra las exigencias del bien común. Contradice a esta enseñanza la frecuencia del recurso a la huelga como estrategia preferencial, la proliferación de los paros salvajes, que con frecuencia toman deliberadamente como rehenes a los desprevenidos usuarios de los servicios públicos y, sobre todo, los denominados “paros generales”. Estos últimos, que ya son parte acendrada de nuestra cultura sindical, se caracterizan por sus consignas claramente políticas, su enorme costo para la economía, su escasa efectividad y, sobre todo, sus métodos compulsivos que no respetan la libertad de los trabajadores.
Estos criterios podrían aplicarse a muchos otros temas como la democracia interna de los gremios, su manejo de las obras sociales o el respeto efectivo de la libertad de afiliación. Pero baste con señalar que ninguna de las enseñanzas recordadas alienta una alineación automática con las posturas y los reclamos de los sindicatos. El papa Francisco dio el ejemplo durante el cierre del encuentro de dirigentes gremiales en el Vaticano (2017) −en el que participaron más de 25 referentes de la CGT y la CTA− cuando decidió no asistir y, en cambio, enviar un fuerte mensaje, que suscitó perplejidad y desencanto entre los asistentes.
Es imperioso que la Iglesia cultive una relación a la vez constructiva y crítica con el sindicalismo, recordándole los principios éticos que deben guiar su auténtica función en la vida social y su deber de apoyar todas las reformas que sean conducentes a ese fin.
Pbro. Miembro del Consejo Consultivo del Instituto Acton Argentina