Hugo Padeletti. Una teología de la belleza
Creó en silencio una obra deslumbrante, reunida ahora en Poemas completos (Adriana Hidalgo editora); aquí, fragmentos del prólogo, escrito antes de la muerte del poeta, ocurrida en enero a sus 89 años
En un artículo publicado en el primer tomo de La atención, Hugo Padeletti (Alcorta, 1928) asegura que, en su horóscopo, el arte está signado por el ocultamiento y la postergación. Si bien estas claves no alcanzan a explicar la estética padelettiana, sí ilustran en cambio su actitud ante un hecho cuyo prestigio ya había sido puesto en crisis por autores como Joseph Joubert o Jacques Vaché: la publicación como mito fundante del oficio de escritor.
La obra de Padeletti fue escrita a espaldas del lector. Y no por ceguera de los editores sino por desinterés del propio autor, cuya deuda con la poesía concluía con el poema caligrafiado en un cuaderno. Su rastro se hace visible recién cuando en 1989 Juan José Saer encomienda a Daniel Samoilovich, director del flamante Diario de Poesía, la obra de este secreto poeta oriundo de Rosario, que de pronto se ve envuelto en la modesta celebridad que procura el número inaugural de una revista de venta en quioscos.
Entonces sí los editores saltan a escena. También en 1989 la editorial Rinzai publica un conjunto de obras reunidas bajo el título Parlamentos del viento. Este volumen reunía poemas escritos en poco menos de una década, entre 1980 y 1989, cuando el autor mudó su residencia de Rosario a Buenos Aires. A esta publicación le suceden otras, también -y necesariamente- de carácter retrospectivo: Poemas 1960/1980 (libro por el cual recibió el Premio Boris Vian) y Apuntamientos en el ashram (1991), a los cuales le sigue un largo silencio (léase otro largo acopio de poemas), hasta que en 2007 aparece El Andariego, que rescata, además del libro antes mencionado, sus primeros poemas y los compuestos entre 1944 y 1980.
[...] No debería soslayarse la marginalidad que adopta Padeletti respecto de los vaivenes de la cultura argentina. Jamás se identificó con un grupo, ni con una "generación", ni mucho menos con un movimiento. No fue surrealista cuando había que serlo ni asumió compromisos más allá del dictado de su propia inspiración. Este solipsismo autoinducido lo eximió de venias y militancias pero a la vez cumplió en aislarlo en su propia torre de marfil. Para este solitario, el ejercicio de la poesía fue siempre un don que compromete a quien lo posee antes que un artefacto de ingenio. Padeletti suele decir que escribir poemas lo mantuvo siempre tan absorto que el hecho de publicarlos lo tenía simplemente sin cuidado. Quienes conocen a Hugo sabrán que esto es rigurosamente cierto.
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Sería inútil, pese a la opinión de algunos críticos, buscar en la ortodoxia budista las claves filosóficas de los poemas de Padeletti. Cunden sí las pistas, las locaciones, los emblemas. Pero no debe confundirse este andamiaje retórico con la asunción avant la lettre de un dogma o una creencia. En Padeletti, el aspecto religioso es omnipresente, y su religiosidad consagra la duda como pilar de una fe móvil, inquieta y en perpetua regeneración, que no agotan el paso del tiempo ni las teologías de programa. La presente obra es, a su modo, una bitácora de esta búsqueda donde la fe en la belleza -y no la belleza de la fe- conjura todo asomo de escepticismo, toda extenuación.
Nota aparte merecen algunas claves que Hugo postula como una suerte de credo de dos únicos mandamientos. Hugo ha construido sobre estos principios su peculiar sentido de lo sagrado. Uno atribuido a Buda: "No temáis: sed vuestra propia luz" (pido perdón por el uso del castizo, pero en este caso parece inevitable). La otra, piedra angular de una vasta tradición que comenzaría en santo Tomás de Aquino y se prolonga en Blake y en Dostoievski -y que Borges remonta al propio Jesús, que eligió para expresarse la parábola y la metáfora-, que habla del culto a la belleza como camino de salvación. Salvación que, sin embargo, no supone la idea de otro mundo sino más bien su inexistencia y la perpetuación expiatoria en este.
La primera frase evoca la conjuración del temor, la confianza en la Vida, la asunción del dios que habita en nosotros. La segunda, la viapulchritudinis -el camino de la belleza- como un modo de comunión con lo Sagrado, equiparable al ejercicio de la caridad y de la bondad. Una suerte de cosmovisión animista que no vacila en ignorar las graves disquisiciones teológicas acerca de la presencia de Dios -pienso en Meister Eckhart y en Jakob Bohme, a quienes leímos juntos- para considerar una religión natural reducida a su mínima expresión, alejada de la ley de castigo y recompensa, y emisaria de una era teológica basada en la creación y la celebración de esta vida.
Para Hugo, la poesía es el pedernal de la belleza, y la belleza -cito de memoria- es el esplendor del Ser puesto en obra. Tal consideración no se funda en disonancias ni altisonancias sino en armonías leves, en pinceladas suaves. Así rumia sus plegarias y escande sus versos. Así vive su vida. Así invoca a dios o a la nada, que para él son, creo, lo mismo.
[...] Reconozco que no resulta sencillo seguirlo en sus pesquisas espirituales, algunas fugaces, otras tan tenaces. Lo cierto es que esta búsqueda -y también estas conquistas- fueron ocupando paulatinamente el horizonte hasta entonces confiado al ars poetica. Como si el juego con las reglas del idioma comenzara a fatigarlo y a su vez le permitiera acariciar, en lo indecible, un estado de armonía solo accesible a la intuición acechante.
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Hugo quiere que este libro sea el corolario de su vida. Le fue anunciado que ya no es tiempo de nuevos proyectos, que es hora de concluir aquello que comenzó hace setenta años en los patios y jardines de Alcorta, y que en ese término hallará su merecida recompensa. Yo insisto y redoblo la apuesta: le propongo un libro de diálogos, un arte poética donde no sería necesario más que algunas entrevistas para espigar un índice y, de ahí, el libro. Me recibe una tarde con un poema dedicado, escrito en birome sobre dos hojas amarillas de un pequeño anotador. Un poema nuevo, compuesto acaso la noche anterior, que no debía, que no debiera, integrar el conjunto de la obra que me fue encargado prologar. Me lo ofrece, le sugiero que me lo dicte, él accede y me pide que lo escanda a su modo, con la primera línea como título y en dísticos, con un verso solitario al final. Mientras lo dicta, comprendo; mientras comprendo, escribo. Me atrevo, con su anuencia, a reproducirlo aquí, convencido no solo de su valor emotivo sino también de que algo quedaría incompleto si me decidiese a guardarlo para mí:
Yo fui el atril de la partitura sagrada/ que no se escucha porque es todo y es nada./ Yo fui la sinfonía trasegada/ que se introvierte en pura melodía./ Fui el pavorreal posado en un altar,/ estatua numinosa de oro y luces/ que se anima en contraste al revistar/ entre lemas secretos rosacruces./ Fui la maroma que ata al elefante/ mientras aguarda que el cornac acceda,/ fui el gusano de China en su capullo/ antes de que lo maten por su seda./ Fui de todo lo ardiente lo que queda/ cuando el crisol desecha lo excedente./ Fui la gente y las bestias/ de infinitas movidas diferentes.
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Dado que Hugo decidió no escribir más, estos poemas pueden considerarse definitivos, y su obra en conjunto, completa y terminada. El tiempo y los hados sabrán qué hacer con ella. Por lo pronto nosotros, sus lectores, podemos sentirnos agradecidos al contar con el fruto de una vida y once meses de intenso trabajo, llevado al ápice de su expresión personal. Sospecho también que estos poemas podrían ser leídos hoy o dentro de treinta años con idéntico interés: en la obra de Padeletti la actualidad, como tal, no existe. Y no solamente porque su temática discurre en un presente arcádico -que nada sabe del atropello urbano, del trasiego del neón-, sino además porque su trabajo con el lenguaje lo acerca más a los clásicos castellanos que a sus propios contemporáneos.
Atesorar estas pequeñas gemas, leerlas y releerlas, es todo cuanto me resta encomendar.
Salvador Gargiulo