Holanda: el progresismo ejemplar y sus enemigos
Época. La derrota del candidato de extrema derecha no oculta el cambio cultural y político que vive el país
ÁMSTERDAM
Un suspiro de alivio recorre por estas semanas Europa. Los resultados de las últimas elecciones generales en los Países Bajos -que el presidente Mauricio Macri visitó esta semana- fueron leídos por medios y analistas como una derrota de la derecha nacionalista y xenófoba, opción encarnada por Geert Wilders y su Partido por la Libertad (PVV). Hasta febrero los sondeos lo ubicaban liderando la intención de voto, pero Wilders -de ahí el alivio- no ganó: salió segundo, con el 13% de los sufragios, detrás del 21% del VVD, partido del primer ministro Mark Rutte.
Más que de una derrota, entonces, habría que hablar de una "no victoria". La espuma del optimismo -siempre es una buena noticia que un partido como el PVV no gane una elección- no tendría que ocultar un hecho incómodo e inquietante: el partido de Wilders, a pesar de todo, se consolida como segunda fuerza política en sintonía con un progresivo corrimiento a la derecha del centro de gravedad del escenario político holandés.
"Fue un gran alivio para muchos que Wilders no sacara tantos votos como él mismo esperaba. Podría haber significado un escenario desconocido, incluso para toda Europa", dice Adrián Van der Spoel, músico y compositor nacido en Rosario. Hijo de padre holandés, Van der Spoel vive en Ámsterdam desde fines de los años ochenta y fue testigo directo del giro conservador que, a poco de su llegada, comenzó a experimentar el país, cuando un arraigado progresismo político, igualitarismo social, tolerancia religiosa y rica vida artística y cultural comenzaron a resquebrajarse. Un cambio cultural que, teniendo en cuenta los sólidos cimientos de la sociedad holandesa, ha sido lento, por momentos imperceptible en tiempo real, y a pesar del cual el país sigue ostentando hoy indicadores que están muy por encima de los del resto del planeta.
El peligro está afuera
"La Holanda que conocí en mi adolescencia se correspondía con la imagen que aún se suele tener de los Países Bajos", recuerda Gabriel Inzaurralde, profesor de literatura de la Universidad de Leiden, nacido en Montevideo y emigrado, con sus padres en los años setenta. "Una sociedad abierta, tolerante y celosa de sus libertades. Una sociedad de legislación arriesgada y hasta experimental con las drogas, la sexualidad o las políticas carcelarias, una sociedad hospitalaria con refugiados e inmigrantes y de alto nivel de vida," agrega.
Económicamente próspero y políticamente estable, con una dinámica social arraigada en el diálogo y la búsqueda de consensos y acuerdos básicos (que data de los orígenes mismos del país, cuando los primeros ciudadanos tuvieron que ponerse de acuerdo, más allá de sus diferencias, sobre cómo solucionar la amenaza del agua), la impresión en Holanda es que, de un tiempo a esta parte, los problemas, los peligros que ponen en riesgo su apacible opulencia, son exógenos.
Y no tienen que ver precisamente con el agua, ya que luego de monumentales obras de ingeniería hidráulica el país se encuentra protegido de las inundaciones que azotaron estas tierras durante siglos. Pero son externos, al fin y al cabo: por un lado, la burocracia de la Unión Europa con sede en Bruselas y, por el otro, los inmigrantes y sus descendientes, sobre todo los provenientes de países musulmanes. Una cuestión que, con la llegada de miles de refugiados sirios en los últimos años, se volvió más candente, pero que en realidad obedece a una transformación social que comenzó a mediados de los años sesenta con la llegada de miles de marroquíes como "trabajadores invitados", que luego terminaron por instalarse definitivamente en estas tierras con sus familias. Para comprobarlo, basta salir del centro de Ámsterdam y visitar los suburbios de la ciudad, donde es posible cruzarse mujeres con chador y negocios con carteles escritos en árabe.
"El problema con los inmigrantes empezó a sonar cada vez más como el único tema político que realmente podía sacudir el consenso", señala Inzaurralde. A principio del siglo XXI, la irrupción del excéntrico Pim Fortuyn, un político católico de derecha abiertamente homosexual, consiguió colocar en la agenda política, volver aceptable, un discurso hostil al inmigrante musulmán. Cuando Fortuyn fue asesinado por un militante ecologista en 2002, Wilders vino a ocupar ese lugar. "El leitmotiv de Wilders es nombrar el problema, exagerarlo y basar su campaña en el odio a un enemigo común: el islam", dice Van der Spoel.
Casi todos los partidos
"Otra vez nuestra" era el eslogan de campaña del PVV, que llevaba en sus afiches el rostro de Wilders en blanco y negro, y que se diferenciaba de los de los otros partidos, que eran más bien sobrios, por no decir abstractos. Un contraste que se podía apreciar en los días previos a la elección en los grandes carteles públicos instalados en plazas o cerca de las estaciones, en los cuales se reproducían los afiches, todos del mismo tamaño, de los veintiocho partidos que se presentaban a la votación.
Sin embargo, si bien en el caso del PVV el discurso es más exacerbado y estridente, hoy la xenofobia, como distintivo demagógico de lo popular, forma parte del discurso de casi todos los partidos mayoritarios, advierte Inzaurralde. De hecho, los tres partidos que sacaron más votos (el VVD, el PVV y la democracia cristiana del CDA) "comparten con matices una agenda que hace treinta años hubiera sido calificada de racista y hoy se ha convertido en sentido común". También puede citarse el estudio de una ONG holandesa que determinó, luego de estudiar las plataformas de todos los partidos, que cinco de ellos incluían propuestas ilegales. Por no hablar de expresiones más radicales, que no participan de la contienda electoral, como ciertos grupos neonazis que empiezan a encontrar aceptación, como la filial holandesa de la alemana Pegida.
Lo cierto es que las zonas más proclives a votar candidatos xenófobos, como son el sur o sureste del país, son sitios donde casi no hay extranjeros. "La figura del extranjero es en cierto sentido espectral y mediática", afirma Inzaurralde. En ese sentido, lejos de la experiencia directa, el rechazo al extranjero pareciera obedecer en gran medida a una creación imaginaria atizada por ciertos medios sensacionalistas.
Van der Spoel, por su parte, trabajó durante 2015 y 2016 como voluntario, asistiendo a refugiados llegados de Siria con la organización Refugees Welcome, y tiene una impresión similar respecto de cómo la cuestión es percibida por el ciudadano promedio. "He recibido reacciones desagradables de algunas personas que nos veían trabajar, pero en general debo reconocer que la gran mayoría de las personas nos levantaba literalmente el pulgar, mostrando aprobación e incluso agradecimiento porque nos ocupábamos del problema de modo efectivo. Siempre tuve la sensación de que la prensa amplificaba y a la vez alimentaba el descontento social, cuando en realidad hay aún una mayoría empática y solidaria."
Dada la extrema fragmentación de su sistema parlamentario, el gobierno en Holanda tiene que surgir de alianzas o coaliciones entre dos o más partidos, e incluso aunque Wilders hubiese ganado, no habría podido formar gobierno, porque el resto de los partidos (representantes de esa mayoría empática y solidaria) no estaban dispuestos a sentarse a negociar con él. Por lo tanto, la posibilidad real de que se convirtiera en el primer ministro de una de las economías más importantes del mundo era remota, pero la onda expansiva que ese resultado hubiera irradiado hacia el resto de Europa, después del cimbronazo del Brexit y de la victoria de Donald Trump, podría haber tenido consecuencias difíciles de calcular. Sobre todo de cara a las próximas elecciones en Francia y Alemania, las dos potencias continentales donde la extrema derecha, xenófoba y nacionalista, con las particularidades de cada caso, también viene pisando fuerte.
Pero sería errado centrarse únicamente en un análisis resultadista o dejarse llevar por el optimismo de los días posteriores. La derrota del PVV en las condiciones actuales, y esto también vale para el caso de Francia y Alemania, no echa por tierra una posible victoria futura bajo otras circunstancias. En efecto, tratándose Holanda de un país que no ha padecido ningún atentado o ataque a manos del fundamentalismo islámico (si bien, por su apoyo y participación en las guerras e invasiones de Medio Oriente está en la lista de objetivos de ISIS), con un desempleo del 5,3%, un crecimiento económico sostenido que le permitió dejar rápidamente atrás la crisis de 2008 y una red de contención que todavía mantiene a resguardo a buena parte del tejido social; si, así las cosas, la amenaza xenófoba y nacionalista se sintió como una bala que pasó cerca, no está de más preguntarse qué podría pasar en un futuro si el país sufriera una crisis económica, si el desempleo quebrara la barrera de los dos dígitos, si un atentado sacudiera la tranquilidad de alguna de sus ciudades.
Mejor, en realidad, ni pensarlo. El alivio, por lo pronto, durará al menos unas semanas, hasta el cuarto domingo de abril, cuando llegue el turno de las elecciones en Francia.