Historias de libros y gatos
Los felinos domésticos siempre hechizaron a escritores y lectores, incluso antes de ser objeto de pasiones en las redes
- 4 minutos de lectura'
En Twitter Argentina, territorio ácido y belicoso si los hay, suele circular un chiste que dice más o menos así: muy mal tiene que andar esa red social, muy en decadencia y de capa caída, para que allí también –y no solo en Instagram–hayan comenzado a proliferar las fotos de gatitos.
Pues sí, pareciera ser que habitamos una época bobamente enamorada de los felinos domésticos. Pero puestos a enumerar las tonteras de este siglo, la fascinación por los gatos no pareciera ser ni el más grave ni el más condenable de nuestros pecados.
Pienso en esto justo cuando acabo de leer dos libros bastante diferentes entre sí, aunque unidos por dos detalles: sus autores son de origen japonés y, de un modo u otro, en ambas historias los gatos tienen un papel destacado.
Pues sí, pareciera ser que habitamos una época bobamente enamorada de los felinos domésticos. Pero puestos a enumerar las tonteras de este siglo, la fascinación por los gatos no pareciera ser ni el más grave ni el más condenable de nuestros pecados.
Desde luego, la cultura japonesa amaba a los gatos mucho antes de que las redes sociales los convirtieran en contenido fácil de viralizar. Y la literatura –o, en todo caso, los escritores– también. Así que acá estoy, fascinada por el grabado de Hasui Kawase que aparece en la tapa de Hôzuki, la librería de Mitsuko, libro que, con traducción de Íñigo Jauregui, publicó Nórdica. La autora es Aki Shimazaki, escritora nacida en Japón en 1954 y radicada en Canadá a comienzos de los años ochenta.
La historia que cuenta Shimazaki, la suavidad con la que ensambla cada una de sus piezas, se llevan muy bien con la delicada ilustración de la portada (que no, no representa a un gato, sino a una geisha bajo una tormenta de nieve).
En la novela, breve y pródiga en resonancias, hay un niño sordomudo y una madre que sabe que su hijo le salvó la vida; hay, desde luego, una librería (especializada en filosofía), una sigilosa urdimbre entre destinos personales y lenguajes (de señas, de ideogramas chinos, de escritura silábica japonesa), y una ternura de esas que un poco curan y un poco duelen. Pero yo iba a hablar de gatos.
Mitsuko, la dueña de la librería, tiene un gato llamado Sócrates. Lo rescató cuando apenas era un cachorro abandonado y moribundo. En el libro hay muchas imágenes bellas; mi favorita es la de las breves escapadas que Mitsuko, mujer reservada e introspectiva, hace junto a su mascota: se sienta en la orilla del río (la misma donde lo encontró quince años atrás), deja que Sócrates pasee, lo observa en su vejez. Comparte con él esos instantes de silencio.
Casi en simultáneo con Hôzuki, la librería de Mitsuko, llegó a mis manos Ella y su gato, de Duomo Ediciones, un libro también hijo de la sensibilidad japonesa... pero una o dos generaciones más acá.
El libro se basa en una historia del director de animación (eso que conocemos como animé) Makoto Shinkai, llevada al formato novela por el escritor y guionista Naruki Nagakawa, y traducida al español por Gabriel Álvarez. Soy de las que tienen debilidad por el animé, y fue una delicia sumergirse en este relato de chicas urbanas y gatos con pensamiento propio que las observan, las siguen, en más de una ocasión las ayudan –por lo general sin ser muy conscientes de estar haciéndolo–, habitan junto a ellas un entorno a veces demasiado ríspido.
El punto de vista humano se alterna con el punto de vista gatuno; y si entre los primeros abundan soliloquios y miradas, entre los segundos el mundo está plagado de fragancias, aromas, misterios (sobre todo, los que incumben a esa rara y querida gente que los adopta) y códigos de convivencia animal que las personas ignoran pero que los felinos se obligan a respetar.
Mientras escribo esto siento, junto a mí, el calor de mi propia amiga felina. Adoro la discreción de sus movimientos; eso de estar frente a la computadora y de repente descubrir, epa, que ella está ahí: en algún momento se subió al sillón, se acomodó en el mínimo espacio que quedó libre y se ovilló, tranquila y ronroneante. Pura compañía. La adoro, y bien se merece todas las fotos con las que intenté convertirla en reina de Instagram. Pero a la furia de Twitter ni pienso exponerla