Historia secreta de la gran farsa de Alberto
El lúgubre discurso del domingo en Olivos, que leyó mientras contenía los pucheritos, activó el Plan Rescate. Dos horas después, en el búnker de Chacarita, se vio a un Alberto reconstituido. Las cartas estaban sobre la mesa: era falta envido y Juntos por el Cambio había mostrado sus 32. Alberto, apelando a su albertismo más visceral, gritó: “¡24, carajo, ganamos!”. Festejos, emoción, locura. Tremendo golpe de efecto: el mayor fraude electoral del peronismo en su historia sin manipular un solo voto. Un truco genial.
Pero a nuestro hombre lo de genial le baila. Claro, el Plan Rescate no es suyo: lo pergeñó el catalán Gutiérrez-Rubí y lo abrazaron gobernadores, intendentes y la CGT. El profesor, como es habitual, dudaba. Aunque ha dedicado su vida a impostar lo que no siente, esto le parecía excesivo. Se defendió con buenos argumentos. “Una cosa es darles clases de derecho a chicos que no se dan cuenta de que yo de derecho no sé nada –dijo en una reunión en Olivos–, y otra, decirle al país que ganamos cuando en el zócalo de la pantalla dice que perdimos. Una cosa es travestirme de presidente, y otra, travestir las cifras”. Nunca le habían visto un planteamiento tan bien elaborado. Rubí, fabulador de mil batallas, insistió: “Hombre, vamos a ver. A usted ya no lo escuchan. Tiene que potenciar sus palabras con gestualidad, y sorprender. El Alberto de ese momento crucial, crucial en la historia del país y en su historia personal, debe presentarse como un ganador. Queremos que reaparezca el winner que se prodigó en sonrisas cuando invitó a la Casa Rosada a aquella pintora mendocina. El porteño echao pa’lante que en los pasillos del G-20 les robaba selfies a Biden, a la Merkel, a Putin. El macho alfa que culpó a su mujer de la fiesta en Olivos. ¡Hay que matar al loser de las PASO! Necesitamos de usted la misma determinación con que llamó indios a los mexicanos y monos a los brasileños. Joder, usted se ha animado a prometer a los jubilados un 30% de aumento el primer día de gobierno, a decir que venía a terminar con la grieta, a elogiar a la maestra que adoctrinaba a sus alumnos, y ahora se nos pone cabrón porque le pedimos que pinte la realidad de color esperanza”. Se hizo un silencio interminable. Los colaboradores del Presidente contuvieron el aliento. Alberto, dirigiéndose a Dylan, tirado a sus pies, asintió: “Este gallego saca lo mejor de mí”.
"El problema era el terror del Presidente a quedar en los libros como el mayor impostor de la historia"
“¡Que pasen!”, ordenó entonces Rubí. Diez coaches habían estado esperando en una sala contigua. El área de oficinas de la residencia quedó chica y se trasladaron al microcine. Subieron al Presidente a una pequeña tarima y le hicieron repetir la escena 30 o 40 veces. El “celebremos este triunfo como corresponde” sonaba ridículo, por la falta de convicción del orador. No llegaba a entusiasmar a los jardineros de la quinta llevados de aplaudidores. Intervinieron expertos en el arte de la simulación, gente que le trabajó la voz, los gestos, las manos. “Che, yo soy bueno en esto”, exhibía sus pergaminos el profesor. Pero una gran falsificación requería mayor esfuerzo, incluso en alguien habitualmente distanciado de la verdad. “Otro intento, Beto”, lo animaba Rubí apelando a un trato más familiar. “No, hombre, no le hemos pedido tanto”, lo frenó en un momento de sobreactuación, cuando el profesor hacía fuck you y aullaba: “¡Para vos, Macri, para vos!”. Ya de madrugada, los jardineros mostraron sus manos enrojecidas. Dieron por terminados los ensayos. Alberto contaría después que siguió practicando con Fabiola, que le dio un consejo de enorme sabiduría: “Tenés que ser vos. Ni más ni menos”.
Igual, las dudas no lo abandonarían. Gustavo Beliz escribió diez versiones de la frase culminante, la del triunfo, pero el problema no era la frase, sino el terror del Presidente a quedar en los libros como el mayor impostor de la historia. Apenas se acostumbra a convivir con los apodos de Meme, Títere, Alverso, y ahora esto. En el trayecto de Olivos a Chacarita, el domingo, le estalló en el teléfono la fase más cruel del Operativo Rescate. Hugo Moyano: “Podés estar arriba de los camiones… o debajo de sus ruedas. Vos decidís”. Alberto Rodríguez Saá: “Hablá hoy o callá para siempre”. Rubí: “He trabajado con cientos de políticos. Ninguno tan buen actor como usted”.
Conocemos el final. Frente al micrófono y a la gente, por primera vez tomó conciencia de su responsabilidad. Vio a esa militancia, vio a Perón y a Evita, a Néstor, a Cristina, a La Cámpora acechándolo, a intendentes y gobernadores, a la CGT, a los movimientos sociales; vio una luz al final del túnel, y esa luz era una derrota lacerante convertida, gracias a él, a su arrojo, en un triunfo salvador. Entonces mintió. Mintió y la mentira lo hizo sentir grande, lo hizo sentir importante. Supo para siempre quién era, diría Borges.
La nueva farsa le estaba dando una nueva vida.
Ese Alberto es el que vimos disfrutar cada segundo del acto en la Plaza de Mayo, arropado por una multitud que le pedía que lo volviera a hacer, que repitiera el pase de magia. Inspiró, además, a Vicky Tolosa, por lo general poco inspirada, a decir que ganando se pierde y perdiendo se gana, y a la vocera Cerruti a hablar de un “empate” en la provincia. Les Luthiers creó hace décadas el Himno a la Derrota, con su espléndido coro de cierre: “¡Perdimos, perdimos!”; el Presidente, más audaz, sigue cantando “ganamos, ganamos”.
Volvió a pasar: cuando gana Alberto, pierde el país.