Historia de dos tránsfugas
A propósito de los últimos libros de Rachid Benzine y Édouard Louis
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La lengua, sus múltiples capas, los modos en que cada quien se la apropia. Hay una palabra, “tránsfuga”, que tanto para la RAE como para el sentido común no encierra matices: tránsfuga es aquel que pasa de una ideología a otra, el que no renuncia a un cargo aunque ya no pertenezca al sector político que lo encumbró allí, el que de una manera u otra traiciona a un colectivo, a una creencia.
Sin embargo, me cuesta separar ese término del único sentido que, en su español ligeramente argentinizado, siempre le adjudicó mi padre. Para él, un “tránsfuga” era un vivillo, un personaje con algo de ventajero, un tramposo. Un “chanta”. Lo usaba a menudo; imagino que al hacerlo ni siquiera sospechaba que se le estaba haciendo piel un argentinismo hecho y derecho.
Y resulta que por estos días me reencuentro con esa palabra, pero en boca –en escritura, más bien– de un escritor francófono que le imprime un sentido muy diferente. Porque Rachid Benzine habla de sí mismo como un “tránsfuga de clase” y al hacerlo se inscribe en una trama que autores como Pierre Bourdieu, Didier Eribon o Annie Ernaux han venido hilando desde hace tiempo.
Nacido en Marruecos en 1971, Benzine es un hijo de la migración africana en Europa. También podría considerárselo hijo de una tradición ligada a la educación pública francesa que ha permitido no solo la existencia de los “tránsfugas de clase”, sino también la posibilidad de que esos mismos tránsfugas reflexionen sobre su condición.
A simple vista, Así hablaba mi madre, el libro de Benzine que acaba de publicar Edhasa, es apenas un bello elogio a la figura materna. Pero el autor no se queda en lo meramente sentimental: junto al retrato de una mujer entregada a los suyos, pródiga en ternura y resignada a un eterno papel subalterno (por mujer, por extranjera, por pobre), introduce otro registro. Benzine se retrata a sí mismo como el hijo que, formado en aulas que su madre jamás pudo pisar y apropiándose cada vez con más soltura de una lengua que su madre solo pudo balbucear, llegó a la universidad, ascendió, se hizo un lugar en los circuitos de una élite educada para la que la existencia de familias como la suya es solo un dato más de la literatura sociológica.
Así hablaba mi madre es el relato de un amor filial pero también el registro de un desgarro. Benzine adora a una mujer de la que lo separa un abismo. La extranjería se le vuelve doble, cuádruple; la culpa se entrevera fatalmente con el amor. Ese es el signo, la desgracia y la gloria –Annie Ernaux lo plasma con crudeza en sus libros– del tránsfuga de clase: una vez que se aleja del origen, deviene otro. Siempre late el aguijón de la traición en estos derroteros. Y el extrañamiento se torna algo así como una segunda piel en personas que dejaron de pertenecer a los suyos, pero saben que nunca pertenecerán totalmente a los espacios donde ahora se desenvuelven.
Casi en sintonía con el libro de Benzine, salió en Francia el último trabajo de Édouard Louis, aún no traducido al español: Combats et métamorphoses d’une femme (Combates y metamorfosis de una mujer). A diferencia de Benzine, Louis nació en Francia. A semejanza de Benzine, proviene de uno de los sectores más postergados de ese país, y dedica este libro a su madre.
Édouard Louis no necesitó ser extranjero para sentir el peso del estigma, tanto por la carencia de recursos económicos como por una homosexualidad que nadie en su entorno aceptaba. El pasaporte a otra vida, también en este caso, fue el sistema educativo francés. El costo, la violenta distancia que se le impuso frente a la familia de origen.
Pero nada es absolutamente rosa o rotundamente negro: en ambas historias emerge la certeza de que es posible superar lo evidente de los límites personales y lo invisible de la crueldad social. Y que, aún con heridas a cuestas, la construcción del destino propio sigue mereciendo la pena.