Hiroshima, una herida que sigue abierta
A 75 años del lanzamiento de la bomba atómica sobre la ciudad japonesa, el temor a la barbarie bélica sigue latente
A principios de esta semana, las aterradoras imágenes de una explosión en el puerto de Beirut convocaron a algo más que a un fantasma colectivo. El estallido, la onda expansiva, la nube abombada, los destrozos, la muerte: "Es un desastre parecido a lo que ocurrió en Japón –dijo Maruan Abboud, gobernador de la ciudad, espantado ante lo que veían sus ojos–. Parecido a lo que ocurrió en Hiroshima. En Nagasaki".
Por cierto, no hubo detonación atómica en Beirut, sino la explosión de un depósito de nitrato de amonio instalado en las cercanías del puerto. Pero la expresión de Abboud se hizo eco de lo que sintieron miles de personas, en todo el mundo, mientras miraban los videos que se hicieron virales: por un lado, la ciudad devastada; por el otro, un resplandor blanco, creciente y circular que traía a la memoria la imagen de la peor de todas las bombas. Justo en el mes en que se conmemoran los 75 años de la destrucción de Hiroshima.
Fue un 6 de agosto de 1945, a las 8.15. Habría niños remoloneando un rato más en la cama, vecinos que barrían alguna vereda, comerciantes recibiendo a los primeros clientes del día, algún adolescente descubriendo en las páginas de un libro otro modo de llamar al amor. La vida, simple y honda, por la que transcurren los días de los seres comunes. Entonces, ocurrió. Una detonación y un arrebato de calor que llegaría a los tres mil grados centígrados. Una inconcebible bola de fuego, que brillaba como un pequeño sol y alcanzó un diámetro de 280 metros en un segundo, arrasó la ciudad. Cada vivienda, cada objeto y cada ser que la habitaba crepitó, ardió, chirrió, se deshizo como se deshace una hoja de papel arrojada a una fogata. Unas 140.000 personas murieron ese mismo día. Así, de golpe. Al cabo de unos años, la cifra ascendería a 180.000: el arma que se había arrojado sobre Hiroshima contenía la muerte rápida del fuego y la agonía lenta de la radiación.
Sin embargo, no bastó. Dos días después, otra bomba cayó sobre Nagasaki. Allí murieron 70.000 personas en un principio y 140.000 luego de un tiempo. Tras aquel agosto atroz, luego de la capitulación japonesa y el fin de la Segunda Guerra, la historia y sus desastres no se detuvieron. Hubo nuevos conflictos, conflagraciones, masacres, bombardeos, crímenes de guerra, catástrofes humanitarias. Pero, como si la zona de crueldad de ese animal extraño que es el ser humano tuviera algún ínfimo límite, nunca más se produjeron detonaciones atómicas en territorios habitados. No obstante, el fantasma –y sus razones más oscuras– permanece.
En cierto modo, Hiroshima es inseparable de Auschwitz. En ambos hechos se combinan la "racionalidad con arreglo a fines" de la que habló Jürgen Habermas, cierta sofisticación tecnológica y la exacerbación del mecanismo que permite despojar de humanidad y convertir en mera cosa a poblaciones enteras.
En Hiroshima y Auschwitz las sombras de la Modernidad, que ya venían de impulsar la llamada "guerra total" y naturalizar ese quiebre civilizatorio que fue –y sigue siendo– el bombardeo sobre población civil, terminaron por tomar el control. Durante la segunda mitad del siglo XX se hizo trizas el sueño iluminista: la razón exhibía su costado monstruoso y el progreso ya no prometía ningún paraíso.
"En Hiroshima se cometió un mal en nombre de un bien al que seguimos aspirando: la paz y la democracia. Solo es, nos dicen, el medio, tal vez lamentable pero inevitable, puesto al servicio de un fin que sigue siendo noble", escribió Tzvetan Todorov en Memoria del mal, tentación del bien. En ese libro, el lingüista y pensador búlgaro-francés fallecido hace tres años analiza diversos momentos en los que, durante el siglo XX, se llevaron a cabo hechos deleznables en nombre del "bien de la humanidad".
Por otro lado, este autor sostiene que lo que se buscaba en aquellos aciagos días de 1945 no era únicamente la finalización de la guerra sino la puesta a punto de un "artefacto" que, aunque ya no era estrictamente necesario (se sabía que Alemania ya no estaba desarrollando una bomba similar y que la derrota de Japón era inminente), seguía siendo técnicamente seductor. Para Todorov, el ejercicio de este tipo de lógica, que desvincula medios y fines, es la gran amenaza que pende sobre nuestra civilización.
No fue el único que entrevió allí, en la inflexión de un siglo, las claves para pensar –e impugnar– un modo mortífero de vincularse con el mundo. No es otra cosa lo que hizo Kurt Vonnegut cuando, en la novela Matadero 5, ahondó en el absurdo y la crueldad que llevaron a la total destrucción de la ciudad de Dresde, también en 1945, y también en nombre de valores incuestionables. O el dramaturgo Michael Frayn, que en la obra Copenhague imagina lo que se pudo haber hablado durante uno de los hechos más enigmáticos de la Segunda Guerra: la visita que el alemán Werner Heisenberg le hizo al danés Niels Böhr en la ciudad de Copenhague. Nunca se supo qué hablaron esos dos hombres durante las escasas horas que duró su encuentro. Pero sí se sabe que eran dos eminencias científicas, dos físicos que en su momento habían trabajado juntos en un área del conocimiento repentinamente crítica: la estructura del átomo. Y que ambos eran conscientes de que, si alguno de los bandos enzarzados en la guerra decidía desarrollar un arma atómica, necesitaría recurrir a los saberes de uno u otro de ellos.
Nunca se supo qué hablaron, pero Frayn lo intuye. Y recrea un diálogo áspero, doloroso, desgarrado entre el imperativo ético, la fascinación por el conocimiento y las pasiones ingobernables y terribles que había desatado la conflagración. No se la menciona, pero Hiroshima está ahí, entre esos hombres que, cada uno en su laboratorio, habían comenzado a mover los engranajes de una maquinaria impredecible. Está allí en lo explícito y en lo tácito, en la conmovedora humanidad de dos científicos a los que la historia colocó una caja de Pandora en las manos. Y a los que dejó, solos con su conciencia, decidir qué hacer con ella.
En uno de sus ensayos, el crítico francés Serge Daney recuerda a un profesor que, de manera reiterada y como si quisiera exorcizar un pasado demasiado próximo, animaba a sus alumnos a ver Noche y niebla, del cineasta Alain Resnais. Quizás habría que tomar el ejemplo de ese docente y, además de aquel documental sobre la barbarie nazi, insistir en la visión de otra película de Resnais, realizada en 1959 con guion de Marguerite Duras: Hiroshima mon amour.
Con ambos films, el realizador había logrado abordar los dos grandes traumas del siglo XX. Posiblemente, los dos hechos por los cuales la humanidad perdió la inocencia, de una vez y para siempre. En parte documental y en parte ficción, Hiroshima... le permitió a Resnais destacar la fragilidad de los destinos individuales frente a las catástrofes históricas. También, realizar uno de los más bellos testimonios fílmicos sobre el difícil ejercicio de la memoria.
"No has visto nada en Hiroshima", le dice uno de los personajes a la mujer francesa que asegura lo contrario. Ella visitó cuatro veces el Museo de la Paz, erigido en las proximidades de lo que fue el epicentro de la bomba. Recorrió, uno por uno, los pasillos de esa institución. Contempló las fotos de los cuerpos carbonizados, los jirones de ropa, los anteojos calcinados, los restos de metal quemado. Pero él insiste: "No has visto nada en Hiroshima". Y la pregunta, décadas después del estreno de ese film, resuena: ¿qué sería, en un planeta herido como el actual, ver Hiroshima?
Quizás, apenas, ver un árbol. En octubre de 1945, en el área más castigada por la bomba y contra todo pronóstico, asomaron pequeños brotes de verde. Ginkgo biloba, diospyros kaki, ilex rotunda, alcanfor. Los hibakujumoku, los sobreviventes de Hiroshima. Fueron 170 árboles los que, en medio de la desolación, nacieron para decir que la continuidad era posible. Aún siguen, en la ciudad japonesa e identificados por placas, brindando su benévola presencia.
En el jardín botánico de Buenos Aires hay uno de ellos. Un ginkgo biloba que hace unos años llegó en forma de semilla, descendiente de un hibakujumoku. En su silencio y belleza, en el esfuerzo de quienes lo preservaron y plantaron para la posteridad, late un gesto que permite mirar hacia adelante