Hipocresías de peronistas y radicales
El peronismo está exponiendo argumentos falaces para respaldar la candidatura del juez federal Ariel Lijo como miembro de la Corte Suprema; el radicalismo merodea las mismas posiciones
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No todo es como parece. Ni siquiera como lo cuentan. El peronismo está exponiendo argumentos falaces para respaldar la candidatura del juez federal Ariel Lijo como miembro de la Corte Suprema. Al mismo tiempo, se refugia en encendidos discursos de oposición para manotear la conducción de la Comisión Bicameral de Seguimiento de los Servicios de Inteligencia, para derogar el decreto de necesidad y urgencia de Javier Milei que dispone de 100.000 millones de pesos más para la SIDE (sin la obligación de rendir cuentas) y para crear una nueva fórmula de aumentos para los jubilados, que siempre fueron la variable de todos los ajustes del Estado. Debe reconocerse que la carga de recursos previsionales que necesita el Estado es una herencia que dejó Cristina Kirchner cuando agregó tres millones de jubilados más a la Anses, que no cumplían con los aportes estipulados por la ley. Como propuso en su momento el senador peronista Omar Perotti, se podría haber creado un subsidio para la tercera edad por fuera de la Anses para los que no podían jubilarse. La consecuencia del populismo es siempre la misma: el despilfarro lo terminan pagando los inocentes, que en este caso son los jubilados que trabajaron toda su vida. El radicalismo merodea las mismas posiciones del peronismo: un acercamiento disimulado para darle el acuerdo a Lijo mientras vocifera una oposición a cuestiones que, en rigor, el Gobierno instrumentó siempre mal. Los dos tercios de cada cámara del Congreso para la nueva fórmula de aumentos jubilatorios vacilan después del apoyo de Mauricio Macri a Milei, que Milei no le agradeció a Macri. Tras un veto presidencial a una iniciativa del Congreso, este puede insistir –y rechazar el veto– con los dos tercios de los votos de los legisladores presentes en cada cámara. El proyecto de reforma jubilatoria tuvo el voto de los dos tercios de las dos cámaras en la votación que aprobó hasta un pago retroactivo para los jubilados. Si la mayoría de los legisladores de Pro siguiera la indicación de Macri y no insistiera con el proyecto, la oposición podría perder los dos tercios de cada cámara y, por lo tanto, el veto de Milei quedaría firme. Podría, porque se trata de los dos tercios de los legisladores presentes. Milei no contribuye a ninguna solución: volvió a llamar “degenerados fiscales” a los legisladores que necesita para que su veto funcione. Resígnense: es lo que hay.
Ni Caputo ni Francos son satélites sin órbita. Solo una mirada de Milei cambiaría sus posiciones o los colocaría en la calle
Martín Lousteau, senador nacional y presidente del radicalismo, tiene un estómago generoso para digerir hasta acuerdos con el kirchnerismo, facción que está en su peor hora política desde que denunciaron a Alberto Fernández como un golpeador de mujeres. Nadie conocía la vocación de suicida político de Lousteau. Ya venía en caída libre en las encuestas (luego de haber sido un dirigente esencial en la Capital) porque votó precisamente junto con el kirchnerismo en el Senado. Lousteau hace ahora acrobacias verbales para decir que podría votar por Lijo, pero que todavía no decidió cómo votará por Lijo. Es más que probable que, tras semejantes galimatías, Lousteau termine votando por el acuerdo al candidato más polémico que se recuerde para integrar la Corte Suprema. Mientras tanto, Lousteau acordó con el kirchnerismo para alcanzar la presidencia de la Comisión Bicameral de Seguimiento de los Servicios de Inteligencia. Eso así: vigilado de cerca por Leopoldo Moreau, como vicepresidente, y por Oscar Parrilli, como secretario de esa comisión. Ese cuerpo bicameral (integrado por senadores y diputados) puede ser molesto, pero no tiene facultades resolutivas para el funcionamiento de los servicios de inteligencia. Si el jefe de la SIDE les dijera, por ejemplo, que la respuesta a una pregunta de esa comisión está dentro de lo que se considera secreto de Estado, es suficiente para que los legisladores no insistan durante un tiempo. Ni siquiera esa comisión tiene facultades para pedir información sobre los gastos reservados de los servicios de inteligencia. La comisión bicameral no cambiará el destino de nada ni de nadie, como no cambió en los últimos 40 años de democracia. ¿Cuántos argentinos, acaso, sabían –o saben– que existe esa comisión que supuestamente controla los sumideros de la política? Muy pocos.
El formoseño José Mayans, presidente del bloque peronista de senadores, dijo en los últimos días que esperaba un acuerdo político para votar por Lijo, pero que nadie del Gobierno hablaba con ellos. No votarían, por eso, el dictamen de la Comisión de Acuerdos del Senado, indispensable para que el pliego de Lijo llegara al plenario del cuerpo. El gobernador de Corrientes, Gustavo Valdés, y el propio Lousteau corrieron en auxilio del Gobierno y cambiaron a un miembro radical de la Comisión de Acuerdos, el senador Pablo Blanco, que había anunciado su oposición a Lijo, y colocaron en su lugar a otro radical, el senador correntino Eduardo Vischi, que quiere votar a favor de Lijo. Era un voto crucial para que hubiera dictamen de esa comisión. El Gobierno podía dormir tranquilo. Misión cumplida, juez Lijo.
Sin embargo, algunos senadores adelantaron que esperan la decisión del senador Rodolfo Suárez, exgobernador de Mendoza y con un importante grado de influencia ética y moral dentro del bloque. “Si Rody dijera: ‘Lijo es mi límite moral y ético y no lo votaré’, podría dar vuelta la posición del bloque”, aseguró un senador radical. El sucesor de Suárez en Mendoza, Alfredo Cornejo, señaló en su momento: “Los antecedentes de Lijo nos generan muchas dudas”. Si Suárez y Cornejo se pusieran de acuerdo en votar contra el pliego de Lijo en el plenario del Senado, una parte importante del bloque radical los seguiría. De hecho, otra senadora radical, Carolina Losada, ya anticipó su voto contra la designación de Lijo. Lousteau perdió varias votaciones en su propio bloque, a pesar de que es el titular del radicalismo.
En el fortín kirchnerista pasaban otras cosas. Al día siguiente de aquella declaración de Mayans, apareció el senador peronista Mariano Recalde, un amigo más consecuente de Cristina Kirchner, y reveló que existían negociaciones entre el Gobierno y el kirchnerismo por el acuerdo a Lijo. ¿Había negociaciones o no las había? Veteranos senadores intuyeron que existían las negociaciones luego de la sesión pública de la Comisión de Acuerdos en la que se analizó la postulación de Lijo con Lijo presente. Los senadores peronistas parecían seres de otro planeta. Estaban mal preparados o se propusieron ser demasiado benévolos o directamente no sabían ni por qué estaban ahí. La intención política corre separada, desde ya, del escaso nivel intelectual y político de muchos senadores. Eso no tiene remedio. Sea como fuere, al día siguiente volvió a aparecer públicamente Mayans, pero esta vez ya no fue tan categórico en su defensa de la negociación (porque seguramente ya existía) y se dedicó, en cambio, a criticar duramente a la Corte Suprema de Justicia. Los argumentos fueron peores que malos. La voracidad de poder de la Corte, según el criterio kirchnerista de Mayans, podía justificar la designación de Lijo. No hay incoherencia: Lijo vive en un elegante departamento de la avenida Alvear, una de las zonas más caras de la Capital, que está a nombre de Carlos Bettini, embajador argentino en España durante los 12 años de los dos presidentes Kirchner. Bettini es un rico lobista en España desde los tiempos de Felipe González. Llama la atención la cantidad de amigos ricos que existen en la política argentina dispuestos a prestar departamentos caros en los barrios elegantes de la Capital. Alberto Fernández vive desde hace 20 años en un departamento prestado por un amigo en el exclusivo barrio de Puerto Madero.
Es cierto que el Senado podría rechazarle al Gobierno los 100.000 millones de pesos extras que le destinó a la SIDE, pero eso no parece preocuparle mucho a Milei. La conclusión muestra al peronismo y al radicalismo en una actitud de decidida oposición a medidas del Gobierno, pero dispuestos a votarle un juez de la Corte Suprema que tendrá mandato por 20 años. Nadie sabe si lo que están negociando es la ampliación de la Corte (para colocar mujeres en un tribunal que no tiene ninguna) o si, en cambio, las tratativas entre kirchneristas y mileístas se refieren a las designaciones de 143 jueces federales y nacionales que propone el Gobierno. El peronismo en el Senado ya hizo eso en los años 80 con Raúl Alfonsín, y así terminó la Justicia. El peronismo y el radicalismo (sus conducciones, al menos) están cayendo en una notable hipocresía: actúan como opositores, pero al final ayudan para que se concrete la decisión institucionalmente más transcendental, como es el nombramiento de un juez de la Corte. Ni Mauricio Macri ni Elisa Carrió participan de esa simulación: Macri se opuso a la designación de Lijo desde antes que se conociera públicamente que Lijo era un candidato a juez de la Corte, y Carrió criticó a Lijo desde que Lijo estaba en la cuna. “Macri se opuso a los temas institucionales, Lijo y los fondos para la SIDE, y le sigue reclamando al Gobierno mayor eficacia en la instrumentación de sus políticas”, dijeron a lado del expresidente, que come con Milei un día sí y otro también. La milanesa del miércoles pasado sorprendió a Macri cuando se cruzó en la puerta de Olivos con el jefe de Gabinete, Guillermo Francos, que acababa de criticarlo duramente. Francos se paralizó, pálido y perplejo. Macri suele separar a Milei de estos desquicios institucionales y acomoda toda la culpa en el asesor presidencial Santiago Caputo. Debería atribuirle alguna culpa también a Francos, porque lo vapuleó de la peor manera. Le recordó las denuncias judiciales que le hicieron los servicios de inteligencia en manos del kirchnerismo, de las que Macri fue sobreseído. Ni Caputo ni Francos son satélites sin órbita. Solo una mirada de Milei cambiaría sus posiciones o los colocaría en la calle. Los entornos hacen lo que el Presidente quiere. No hay lugar en el poder para el libre albedrío.