Hipócrates la tenía clara
El juramento hipocrático ordena que, por lo menos, no hay que empeorar al paciente. Los gobernantes chilenos y argentinos deberían comenzar por no precipitarse.
Al igual que ocurrió con Uruguay, la Argentina tiene muy buenos argumentos. Sería de esperar que ahora los esgrima con bastante más sensatez. En aquella oportunidad, el presidente argentino convocó a todos los gobernadores, se envolvió en la bandera y elevó un diferendo técnico, simple de resolver, a la categoría de causa nacional, como si se tratara de las Malvinas. Cuarenta y tres meses con los puentes cortados y enésima reiteración del tic nacionalista de medios, no de fines: nosotros nos quedamos con la razón y el otro país, con la pastera.
Al parecer, el presidente Piñera pretende validar eventuales derechos internacionales mediante un simple decreto del Ejecutivo, alterando lo dispuesto por un muy exitoso tratado que regula pacíficamente el tema desde hace más de veinte años. Todo, sin elevar queja, discrepancia u observación previa alguna. Piñera está dejando a Chile muy flojo de papeles.
Las reglas más elementales de la diplomacia aconsejan no escalar las diferencias procurando establecer instancias de diálogo que eludan conductas emocionales que poco aportan. Entonces, lo primero es no dañar y lo segundo, no echar leña al fuego.
Pero la primera comunicación del canciller Solá no parece ayudar: cuando dos Estados enfrentan una diferencia, lo último que debe hacerse es invocar a la patria, so pena de que el otro haga lo mismo y ya ingresemos en terreno minado. Mucho más cuando esa vara de medir patriotismo se extiende a la oposición política dentro del propio país, a la que se termina colocando en el condenable papel de auxiliar de la potencia extranjera que se encuentra mancillando los sacrosantos principios de nuestra intocable nacionalidad. El resultado es malo: elevamos el índice de nuestro enfrentamiento internacional al más alto de los niveles e, internamente, acusamos de traición a otros argentinos (“...reniegan de nuestros derechos”) cuando debieran ser convocados a un frente común ante una real o supuesta agresión exterior. Desafiarlos a posteriori con que “digan quién tiene razón” descoloca el eje de la cuestión, toda vez que los caballeros de la oposición y el canciller están donde están para defender los intereses argentinos, y si llegamos al extremo de tener que definir dónde está la razón, corresponderá a los jueces, no a los estadistas ni al canciller Solá.
Durante cien años, en ambos países prevaleció una cultura de enfrentamientos y desconfianzas, cuando no de directas agresiones y hasta muertes por cuestiones de límites. Eso se terminó. Cuando recuperamos la democracia, en los 80 y los 90, resolvimos pacífica y cordialmente la totalidad de nuestras diferencias limítrofes, incluidas las que ahora pretendería cambiar Piñera. El mundo nos aplaudió por esa lección de civismo y de eficiencia en el manejo de la cosa pública, a ambos lados de la cordillera. Todavía recuerdo cómo, en el Congreso, la Comisión de Relaciones Exteriores aplaudió de pie el informe del canciller Di Tella.
Chile y la Argentina tienen a su disposición más que suficientes instrumentos diplomáticos y legales muy específicos para resolver este tema y, afortunadamente, no se trata de una situación que reclame drásticas soluciones urgentes de vida o muerte. Por ejemplo, ventilándola sospechosamente en tiempos electorales.
Como hicimos en los 90, bien podríamos conformar una comisión binacional que se dedique, muy profesionalmente, a desenredar o, cuanto menos, a encuadrar los límites del diferendo, cosa de no aumentar patrioteramente el conflicto. Si tal mecanismo no resultara suficiente, existen instancias jurídicas bien conocidas a las que ya hemos recurrido antes con mucho éxito, cuyos resultados en su momento ambos países aceptaron y sobre los cuales venimos construyendo casi un cuarto de siglo de convivencia constructiva y beneficiosa para las dos partes.
Piñera no tiene razón. Nuestro país invirtió veintiún años en un trabajo científico, minuciosamente monitoreado por las Naciones Unidas, que, en 2016, oficialmente dictaminó que los mapas argentinos responden a los más correctos principios cartográficos para diseñar su soberanía marítima. Infortunadamente, Chile eligió no hacerlo, pero podríamos ofrecer los beneficios de nuestra experiencia, aunque la idoneidad de sus científicos y diplomáticos seguramente alcanzaría con creces. En cualquier caso, del desarrollo de ese ejercicio resultaría muy probable que surgieran nuevas luces que ayuden a resolver el actual conflicto: lo primero es no dañar.
Ambos gobiernos, que no se destacan por exitosos, harían bien en recuperar la senda del diálogo y la integración recordando la advertencia de Borges: no terminemos colocando el pasado por delante.
Exvicecanciller de Guido Di Tella