Hesse, un poeta del inconformismo
Hace cien años, el escritor alemán publicó Demian, novela que marcó una época y a varias generaciones de lectores
Los grandes escritores desafían al tiempo. Parecen a veces desvanecerse, como la luz del ocaso. Pero la letra no desaparece, y siempre podemos leer a un autor que parece de otra época como si fuera un contemporáneo. Y haríamos bien en darle esa condición a Hermann Hesse (1877-1962). Este año se cumple un siglo de la publicación de una de sus obras fundamentales: Demian.
En 1919, el año de la firma del Tratado de Versalles, que rubricó el fin de la Primera Guerra Mundial, salió a la luz la historia de Emil Sinclair, un adolescente afiebrado por la necesidad de ser. Franz Komer, un joven sádico, lo somete a una servidumbre de la que solo saldrá a través del encuentro con Max Demian, joven de su misma edad, pero de prematura madurez, que expresa su rareza en su defensa de Caín. Pero aquí empieza el itinerario filosófico que da vigor a la novela: Sinclair recorre un camino de aprendizaje (una Bildungsroman) que lo modela como sujeto rebelde refractario a todo lo convencional. La heterodoxia de Demian, o del organista de iglesia Pastorius, transforman a Sinclair. Para ellos, la vida lo abarca todo, incluso las contradicciones; la existencia humana o divina no es lo puro incontaminado que no admite la hibridación de lo bueno y lo malo. El dios cristiano no tolera la mezcla del bien y el mal. Pero Sinclair descubrirá y sentirá como propio a Abraxas, divinidad gnóstica que integra en su esencia propia las polaridades del bien y el mal, de lo luminoso y lo oscuro, lo masculino y lo femenino. El ser total que supera y contiene los opuestos; un dios del gnosticismo, una antigua religión oriental que insistía en la falsedad del Antiguo Testamento, alentó en Hesse, lo mismo que su conocimiento del psicoanálisis y del pensamiento junguiano, otra forma de imaginar lo divino.
El ansía de otra espiritualidad en Demian atrajo como un imán en el momento del gran vacío provocado por la Gran Guerra, un verdadero ensayo del infierno en la tierra. Como recuerda Walter Benjamin en "Experiencia y pobreza", los sobrevivientes de la demencial fábrica de la muerte de la Primera Guerra Mundial volvían al campo o la ciudad sin poder expresar lo vivido. Justo entre esa desolación, el vuelo de Sinclair iluminó la soledad muda. A muchos impulsó a ensanchar el espíritu y buscar en lo interior lo que no podían encontrar en el mundo exterior, atestado de lápidas y cráteres de bombas.
La literatura visionaria de Hesse fue plenamente confirmada por Siddhartha (1926). El personaje central que da nombre a la novela es primero brahmán, sacerdote obediente de la tradición. La sabiduría para él brota, como para su amigo Govinda, de dogmas, rezos y ritos. Pero luego, como Buda, descubre que la vida no se encierra en el redil de un palacio o un monasterio. Renuncia entonces a sus ropas sacerdotales. Y vaga por el mundo en el que conoce los placeres de la cortesana Kamala, disfruta del oro de los mercaderes, y olvida su primer deseo de ser sabio. Hasta que entiende que la verdad no es un puerto de llegada sino un proceso de despojamiento, de negación de las ambiciones, y de escucha de las voces de un río, de un lenguaje que no pronuncia las palabras humanas del poder y la mentira. Al final, Siddartha experimentará lo que siempre buscó: el estado en el que los animales, los elementos y el tiempo se unen en la gran red de un único ser, que nada deja fuera.
Toda escritura nace desde la visión de mundo y de los laberintos del escritor. El dédalo de los conflictos personales de Hesse, su incapacidad para relacionarse con el mundo detonó en él una honda crisis de la que solo podía escapar sublimando el dolor en literatura. Y así lo hizo en el personaje de Harry Haller de El lobo estepario (1928). La soledad de Harry lo aísla, lo convierte en lobo estepario, animal complejo que repudia la mediocridad. Hesse escribe entre los ecos del romanticismo, el existencialismo y el expresionismo. Y la huella de Nietzsche también lo impele a desestructurar convenciones, a cuestionar la creencia de que nuestro yo permanece siempre idéntico mientras se zambulle en el río del tiempo. Por eso para Harry (álter ego del propio Hesse), no somos un solo yo, sino un conjuntos de yos distintos y contradictorios. En Harry converge también la brisa surrealista, la cadencia de un realismo mágico que se expresan en un Teatro Mágico, en el que se difuminan las diferencias entre lo real y la fantasía. Teatro fantasmagórico con un pasillo en forma de herradura con muchas puertas y un espejo, umbral abierto a los muchos pliegues de la vida de Haller. Harry se hunde en el hartazgo; el barco de sus búsquedas amenaza con naufragar. Pero al final, a través de la voz de su amado Mozart, aprende a reír. La "risa de los inmortales" lo reconcilia con el mundo al que se le debe responder con una carcajada, que nos libere de una inútil autodestrucción. Una risa que funge como exorcismo y redención, a diferencia de la alegría como perdición para Jorge de Burgos, en El nombre de la rosa.
Conciliación, armonía entre contrarios, es la filosofía de Hesse en Narciso y Goldmundo (1930). En el mundo medieval, ambos personajes se abrazan a cosmovisiones aparentemente contrarias. Uno, Narciso, es el sacerdote, ascético y espiritual, inmerso en la oración y la interioridad en el convento de Mariabronn (alusión al monasterio cisterciense de Maulbronn); el otro, Goldmundo, el que rechaza la erudición y la vida religiosa para expiar sus culpas como escultor y artesano, arrojado a torbellinos de pasiones, sensualidad, sufrimiento y belleza. El monje sedentario e introspectivo y el artista errante, atraído por la imagen de una Madre Eterna que adquirirá la fisonomía de su propia madre. El contraste entre espíritu (Narciso), y naturaleza (Goldmundo). Pero lo que parece oposición se disuelve cuando el sacerdote meditativo y el creador sensual descubren que todos los caminos son insuficientes para respirar el soplo siempre esquivo de la verdad.
Tres años antes de que Hesse recibiera el Premio Nobel de Literatura, se publicó El juego de los abalorios (1943). Su última obra, en la que la mente del escritor se proyecta hasta el siglo XXV o XXVI, en la imaginaria provincia de Castalia. Así como en Laputa, en su tercer viaje, Gulliver descubre a una civilización consagrada solo a las artes, las matemáticas y una ciencia experimental de dudosos resultados, en Castalia el cultivo del intelecto es el centro de la existencia. El biógrafo narrador nos sumerge en la vida de Josef Knecht, magister ludi (maestro de juegos) de la Orden del Juego de los Abalorios, entregada a traducir al lenguaje de este juego diversos conocimientos científicos y musicales. En estas prácticas lúdicas hay un intento de emulación del viejo espíritu monacal que conserva e interpreta saberes heredados. Por eso en Castalia se preserva y no se crea. La preparación de los jóvenes para ingresar en la Orden supone reglas tan complejas como la búsqueda de símbolos gráficos, cual caracteres chinos, para capturar y expresar relaciones ocultas entre saberes que parecen separados. Bajo la apariencia de una ficción futurista, en su cima literaria, Hesse pule una suerte de espiritualidad secular que goza en relacionar familias de saberes antes no conectados.
Hoy el universo de Hesse puede parecer muy extraño en nuestro mundo de aceleración, consumismo y de tecnocultura global. Entre nosotros casi todo es correr de un deseo a otro, y saltar de una imagen a otra. Todo demanda rapidez, y ser solo en lo inmediato. Pero la lectura de Hesse como un contemporáneo mejor subraya lo hoy perdido: el valor de una narrativa poética de las cosas, y de personajes buscadores de sabiduría y no solo de éxito. Y entre el dios Abraxas en Demian, la poesía de la búsqueda de Siddhartha y la risa liberadora en El lobo estepario, quizá recuperemos alguna cosquilla del inconformismo que quiere algo más auténtico.
El autor es filósofo, docente y escritor; acaba de publicar La sociedad de la excitación (Ediciones Continente)