Hermanadas en un reclamo común
El movimiento de mujeres volvió a mostrar ayer su poder de convocatoria, la vigencia de sus reclamos y su capacidad para sumar aun en las diferencias
Feminismo, sororidad, femicidio, feministómetro. Las dos primeras son palabras con larga historia; las últimas, neologismos recientes. Las cuatro, hoy en la cresta de la ola, hablan a su modo del avance imparable del movimiento de mujeres en todo el mundo. Y hablan también de los aprendizajes vertiginosos que se dan en el interior de un movimiento que vive su momento de mayor éxito y exposición pública.
Aunque el feminismo tiene sus precursoras en siglos anteriores y hoy ya va por su tercera ola (si esta que vivimos no es ya la cuarta), con el impulso que tomó en los últimos años -empezando por el estallido del #NiUnaMenos y continuando con el escándalo de abusos en Hollywood que desencadenó el movimiento #MeToo- logró por primera vez instalarse en el mainstream de la información y el debate público.
Por primera vez la agenda del feminismo logró salir del corralito de los estudios de género o de la militancia, siempre más acotados, para convertirse en conversación pública, cotidiana, hogareña: en el tren, en el colectivo, en la cena, por las calles, en las escuelas, en la facultad, en los trabajos, en los gremios. La mesa familiar y los grupos de WhatsApp estallan en discusiones acaloradas. Una mujer discute en un tren con un hombre que la incomoda, que la acosa, y muchas otras salen en su defensa. Alguien le regala un cochecito de bebé a un varón y arde el chat familiar en un contrapunto apasionado. Hermanas y hermanos, madres y padres, vuelven a negociar eso de quién tiene que levantar la mesa o lavar los platos, discuten sobre las denuncias de abuso o preguntan sobre la legalización del aborto. En la mesa, mientras pasan la sal y comen los fideos. Los más chicos obligan a los grandes a remover prejuicios; nuestros hijos adolescentes nos descubren en conductas moldeadas en otras épocas y otras sensibilidades y nos obligan a pensar y a repensarnos, a mirar para adentro y darnos cuenta de cuántos lugares comunes de la cultura machista anidaron en nuestra propia subjetividad.
El tema está presente, más bien en ebullición, en donde debe estarlo, en los escenarios de la vida cotidiana donde se juegan todos los días las inequidades de género y la violencia.
Y está en la arena política, en donde el movimiento de mujeres sigue demostrando cuánto aprendió en el camino: logró llevar sus múltiples reclamos a la primera línea de la agenda política, logró conquistar espacios en el Estado, promulgar leyes y forzar políticas públicas, ampliar presupuestos, hacer entrar en el Congreso el debate más difícil, el del aborto, y comprometer a la dirigencia a ocuparse de las tantas deudas pendientes.
Y está en la calle, como ayer, cuando una multitud de mujeres volvió a reunirse ante las dos grandes catedrales de nuestra democracia -el Congreso y la Plaza de Mayo- para reclamar por todo lo que falta, que es mucho; juntas aun con posiciones diversas, para hacer escuchar un reclamo común. Hermanadas.
Otra palabra que tiene historia. En la larga marcha del feminismo, hermandad de mujeres se dijo así: sororidad. Una traducción del inglés, sisterhood, que pasó por el latín para encontrar su versión más fiel en otros idiomas. Sóror, hermana; sororidad, el equivalente a fraternidad. Todavía no fue aceptada por la Real Academia Española, pero ya se están juntando firmas en Internet para respaldar una petición por la sororidad: "La unión entre mujeres existe y tiene nombre. Firmá la petición".
La batalla se libra en todos los frentes. Y el del lenguaje no es un frente para descuidar. Dejamos de decir "crimen pasional" y decimos lo que corresponde: femicidio. Dejamos de hablar de "chistes y bromas de varones", para hablar de acoso. Dejamos de silenciarnos para gritar #NoesNo.
Las palabras nunca son inocentes. El término sisterhood, que la teórica Kate Millet, referente del feminismo radical de los años 60 en Estados Unidos, propuso como una voz capaz de amalgamar las diferencias, también sufrió impugnaciones. Referentes de otros colectivos de mujeres -negras, socialistas, lesbianas- sintieron que ese movimiento no representaba todas las demandas, que en principio era predominantemente una expresión de la clase media blanca profesional y heterosexual. Sisterhood, dijeron, no parecía contemplar la necesaria pluralidad ni tampoco las tensiones internas, como por ejemplo lo que denunciaron como relaciones de explotación no solo de hombres a mujeres, sino también entre las mujeres mismas.
Sisterhood cayó en desuso. Una palabra demasiado ingenua tal vez. O demasiado ambiciosa para aquel momento inaugural. Pero ahora vuelve a escucharse, tal vez con otras modulaciones y otra conciencia de la importancia que tiene sostener la unidad pese a todas las tensiones internas: ¿se puede ser feminista y ser de derecha? ¿El feminismo debe estar en contra o a favor de la prostitución? ¿La legalización del aborto debe ser una bandera excluyente? ¿El hombre es el enemigo? ¿Hay un verdadero feminismo y un falso feminismo? La palabra "feministómetro" también es un neologismo recientemente acuñado y, por suerte, puesto en discusión por las voces más sensatas del movimiento, que saben que el triunfo de todas está en sumar y no en seguir restando.
La antropóloga mexicana Marcela Lagarde, una de las máximas promotoras de la palabra sororidad en español, la define como "el apoyo mutuo de las mujeres para lograr el poderío de todas". Un pacto entre mujeres, dice sin ninguna ingenuidad: "Para pactar, es preciso reconocer que la cultura femenina tradicional vigente entre nosotras no incluye conocimientos, habilidades y destrezas para agendar ni pactar. Que muchas aprendemos en el estilo masculino y patriarcal para luego desaprenderlo al sentir cuán contradictorio es conducirnos así entre nosotras, lo estéril de ese proceder y la necesidad de construir la alianza entre las mujeres desde una posición política de género".
Las reflexiones de Lagarde nutren una reflexión aún más profunda que busca desactivar el mito de la eterna rivalidad femenina. Malas, envidiosas, enroscadas, celosas, enemigas. Gente así ¿podría reunirse y lograr la conquista de un bien común? Una sospecha insidiosa de ese estilo parece estar agazapada detrás de muchas de las críticas que reciben los (inevitables) tropiezos y aprendizajes de un movimiento en marcha. Como si dijeran, sin disimular el regocijo: "Ya se están peleando, ¿ves?".
"Nos hicieron creer que éramos enemigas por naturaleza, de la misma manera que quisieron que creyéramos en nuestra inferioridad natural", escribió la ensayista y exministra de Cultura de Felipe González Carmen Alborch en su libro Malas: rivalidad y complicidad entre las mujeres. Lagarde también ilumina el fin de la desconfianza: "Qué habría sido de las mujeres en el patriarcado sin el entramado de mujeres alrededor, a un lado, atrás de una, adelante, guiando el camino, aguantando juntas. ¿Qué sería de nosotras sin nuestras amigas? ¿Qué sería de las mujeres sin el amor de las mujeres?".
Tuvimos demasiadas Blancanieves, una madrastra capaz de matar a una niña por ser la más bella, y pocas heroínas como las de Margaret Attwood en El cuento de la criada, en el que un grupo de mujeres sometidas y obligadas a concebir contra su voluntad se vuelve una red de amorosa resistencia y complicidad.
Eso que ayer llevaron a las calles miles de mujeres en todo el mundo, sororidad, el entramado de una revolución que sigue en marcha.